HIERBA MALA
Oraba de día, oraba de noche, oraba de día, oraba de noche y volvía a pecar. No era algo extraño, sin embargo, en su caso sospecho que lo hacía con marcado placer. Por alguna razón, indescifrable, parecía creerse destinataria de alguna indulgencia divina.
Pecaba, sí, pero bien se cuidaba de lacrar la acusadora flor escarlata en las puertas de otras viviendas.
Sus vecinos la conocían al dedillo y ella lo sabía, pero no le importaba. Oían sus gritos estentóreos, sus malas palabras, sus acusaciones sin freno lanzadas a chorro tendido a todos los que habitaban cerca. Al salir por las tardes, siempre se cuidaba de gritar a todo pulmón que se iba a misa. Era menuda, de avanzada edad, cabello negro y grasoso, mirada escrutadora y vestir mezquino. Su cutis cetrino parecía una extensión de su alma. Jamás empezaba una conversación que no terminara con alguna impertinencia. Francamente chocante, era soportada por urbanidad y esquivada como consecuencia. Practicaba el bochinche, la maledicencia, la acusación infundada, la burla, la maldad, el fisgoneo y la intolerancia con una entrega apasionada. Parecía empeñada en ser la máxima exponente de una práctica que desde siempre campea sin freno: hacer al prójimo lo que no quieres para ti mismo.
Con los niños del barrio la crueldad era su pauta (parecía olvidar que también había corrido, saltado, lanzado una bola y hasta reído). Les gritaba de todo - que fueran a misa, que si no tenían casa, que dónde estaban sus madres – y otras cosas que ya le habían granjeado disputas con varias amas de casa.
Yo la miraba más con curiosidad que con inquina. Desde mi cómoda posición de crítico inadvertido, viéndola, reflexionaba sobre la condición de esos que se juzgan felices, enredados en su propia trampa de amarguras. Ya había acumulado demasiados odios para resolver su situación con la comunidad, pero dudo que le interesara.
Una noche aciaga me despertaron los gritos de auxilio y la algarabía subsecuente del vecindario. Apenas tuve tiempo de ponerme un pantalón y los zapatos. Corrí hacia la gente y me encontré frente a la casa de María Anunciación, sí, precisamente la malgeniada del barrio. Ella había quedado sola en casa y quién sabe qué ocasionó el incendio. Noté que todo el mundo gritaba y pedía socorro, mas nadie entraba a sacar a la señora, buscaba una manguera o llamaba a los bomberos.
Se miraban conjurados y aumentaban las voces que pedían auxilio. El fuego aumentaba y con él disminuían las esperanzas de que la mujer escapara de aquel siniestro. Traté de entrar, pero fui detenido por la masa. Entonces entendí con claridad lo que ocurría. Debo confesar que huí, que me encerré en casa hasta que todo pasó.
Al día siguiente, sólo quedaban escombros. No supe de la suerte de la infortunada hasta que tocaron a mi puerta, era la policía. Me preguntaron si conocía a la difunta, si sabía cómo se dieron los hechos, dijeron que nadie daba cuenta de lo ocurrido y que todos se quejaban de los bomberos. Yo musité algunas palabras, como: - No tengo idea, no estaba en casa, me enteré ya tarde.
Luego, se me acercaron unos vecinos y sonriendo, me palmearon los hombros.
Estoy vendiendo la casa, no me gustan los incendios.
Comentario
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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