AL PASO POR LA VIDA: Capítulo I: El bebé. Al nacer todos traemos la capacidad de adaptación para incorporarnos a la vida en este Planeta, llamado Tierra; aunque durante nuestras vivencias iremos diferenciándonos unos de otros., según los genes que biológicamente hayan aportado nuestro progenitores a través de los cromosomas, que constituirán la base fundamental de nuestras propias personalidades –es la herencia genética que nos legaron todos nuestros antepasados-; pero fundamentalmente, lo hace distinguir nuestras propias idiosincrasias es la conciencia, que vayamos formando en nuestro propio ser, como revestimiento de la casa que habitaremos a lo largo de nuestra propia existencia. En gran medida, va a depender de las influencias externas –en mayor o menor medida- del medio externo en el que vayamos desarrollando nuestra propia vida. Los aspectos externos en la relación con los demás seres vivos, son los que marcaran las directrices de nuestra formación, la instrucción que vayamos recibiendo, el lugar geográfico y especialmente la dedicación que pongan nuestros padres en nuestra crianza, serán los cimientos, que siempre nos acompañaran durante nuestra propia existencia. Nuestros días irán enfocados por las relaciones, que vayamos teniendo con el medio que nos rodea: familiares, amigos, trabajo, etc.; pero lo fundamental, siempre será la crianza que hayamos tenido en la niñez. Cabe decir aquí: “el árbol chiquito hay que cuidarlo desde sus primeros brotes, para que crezca derecho y fuerte, pues si no es así, cualquier viento podrá dalearlo o arrancarlo de raíz”. Las madres fundamentalmente, son las responsables de inculcar las mejores semillas a muy temprana edad, para que sepamos distinguir el bien del mal y poder circular en el futuro por los caminos que se nos vayan presentando con la mayor soltura y el menor peligro posible. Estas enseñanzas no deben menguar nunca, pues el cariño de una madre y sus experiencias adquiridas, siempre serán el mejor soporte para poder salir airosos en nuestro futuro. Los padres habrán de corresponder a esta formación por igual, aunque el padre, siempre estará algo más distanciado, por la costumbre de considerársele el sexo fuerte, que sale cada día a ganar el pan y por ello estará más alejado de nuestra crianza; pero no por ello estará más exento de responsabilidad; por lo que debe formar –como la uña con la carne- en la crianza de esos bienes tan preciados, como son los hijos. Nunca deben ser una moneda de cambio, que va de mano en mano, con ello quiero decir, que cuando menos se manoseen a los bebés ser mucho mejor para su desarrollo y especialmente para su salud; pues los mayores, casi siempre estamos contaminados de microorganismos, que suelen ser fatal para los recién nacidos, al no estar éstos en disposición de luchar contra muchas enfermedades. Por otra parte, siempre hay que tener en cuenta la creencia antigua, de que: los pellones en sus nidos, no deben ser tocados por manos extrañas, pues corren el riesgo de engüerarse y morir en sus propios nidos, sin llegar a aprender a volar adecuadamente. Las enfermedades infantiles, casi siempre llegan por las contaminaciones externas y provenientes de otros enfermos, que luchan con ella, provistos de mejores anticuerpos y en ocasiones se les convirtieron en crónicas. En la actualidad, las madres, por el hecho de tener que trabajar fuera del hogar, no prestan la debida atención a sus bebés y las hay –por motivos de conservar mayor belleza- que se inyectan para que les desaparezca la leche materna; cuando: no solamente están atentando contra la salud de sus propios hijos, pues necesitan de ese alimento tan preciado para su desarrollo y de su sistema inmunológico; sino, que ellas mismas, se exponen a padecer canceres mamarios, por no haber desarrollada la actividad de esas glándulas mamarias, cuando naturalmente más les favorecía. “Ningún alimento es tan adecuado y eficaz, como la lecha materna para los bebés”. Aún guardo mi primer recuerdo de más de 70 años atrás, cuando mi madre me daba el pecho, estando ella en la puerta de nuestra casa de la calle Laurel, sentada en una silla y retrepada contra la fachada y yo aprecié por primera vez el cielo estrellado de aquella noche. Esa imagen que capté siempre ha estado presente en mí, durante mi larga vida. Ya tenía unos cinco años, cuando aún mamaba del pecho de mi madre y cuando ésta observó que se le iba retirando mi lactancia, hasta recurrió a un remedio muy casero e inaudito, que no quiero dejar de reseñar en este apartado. “Existía la costumbre pueblerina, que cuando una mujer dejaba de producir leche, después de haber estado un largo periodo alimentando a alguno de sus hijos, las más viejas del lugar recomendaban: darle un pedazo de pan duro a comer a una cerda parida, cosa que retiraban con una tenazas del brasero para que la cerda no terminase de comérselo; entonces la mujer con falta de leche, se lo terminaba de comer y –según decían- le robaba la leche a la cerda parida. Esa práctica, también llegó a hacerla mi madre, con tal de tener leche con qué alimentarme”. Otro remedio casero de la comarca Axarqueña, consistía en arrancar la piel del lomo de un sapo terrizo y aplicarlo en la quebracía de cualquier bebé, que se pegaba a la piel del bebé como si fuese un esparadrapos y al irse secando la piel, ésta encogía y llegaba a cerrar la quebracía antes de llegar a caerse, separándose de la piel; también decían, que el remedio era eficaz, si el sapo –al soltarlo en el mismo lugar, donde había sido atrapado, conseguía recuperarse de tan atroz desuelle. Yo fui uno de los bebés que se curó con remedio y también lo recuerdo perfectamente. Había otros muchos remedios caseros, que hoy parecen mentira de que se pusiesen en práctica; como el curar las culebrillas escribiendo con algún plumín sobre la piel donde se enroscaba la culebrilla, al tiempo que se recitaban alguna oración religiosa en voz alta. Los remedios del papel de traza empapado en aceite de oliva frito, puestos alrededor del cuello, curaban los resfriados más pertinaces. Las infusiones de higos negros con mil blanca, también los curaban. Las cucharadas de miel blanca en ayuna, con zumo de limón, decían ser muy eficaces para la tensión arterial alta y otros muchos otros remedios, que las mujeres más viejas del pueblo, aconsejaban como remedios a las más neófitas madres. En la etapa de la post guerra, bien es verdad, que las mujeres en su mayoría estaban siempre al cuidado de sus labores domésticas y podían dedicarse por entero a la crianza de sus hijos. Todo ha ido cambiando con los tiempos y la mujer moderna, se ve obligada a trabajar también para poder atender a las múltiples necesidades del hogar y los bebés pasan largas horas en las guarderías mientras ellas trabajan. A pesar de los cambios modernos, que han llevado a la pareja a compartir las obligaciones para el mantenimiento del hogar, se hace necesario, que las parejas se mentalicen claramente, que la crianza de los hijos es el trabajo y el medio más rentable para el futuro, pues si criamos buenos vástagos, seguro que alcanzaremos mayor prosperidad en los días venideros. La escasez de medios, siempre la hubo entre la clase media, obrera y pobres; sólo los ricos hacendados, se podían permitir nodrizas y criadas que se ocupaban de los niños y por ende, posteriormente irían adquiriendo las costumbres, las características y el carácter de los servidores. Llegando en ocasiones al despotismo atroz de algunos niños para con sus servidores, subconscientemente, como represalia a que no habían tenido el afecto de sus progenitores, cuando más lo necesitaban; aunque existían muchos casos en los que el afecto por sus criadores les ha perdurado durante toda la vida. Esa escasez de medios se daba muy frecuentemente en casi todos los hogares españoles de la post guerra, pero todo lo compensaba el amor de los padres para con sus hijos, llegando en ocasiones a ser los reyes de la casa, mientras los padres podían estar pasando hasta la falta de sustento. Recuerdo que mi apetencia por la leche condensada, era tal, que mi madre colocaba encima de la repisa más alta de su bazar el bote, para que estuviese fuera de mi alcance y una tarde conseguí encaramarme a lo alto del espaldar de una silla de palos de olivos y fui agarrándome a cada tablero del bazar, hasta que lo conseguí, pero en ese momento me moví de la silla y arrastré tras de mí todos los objetos –tacitas y figuritas de porcelana, que tan cuidadosamente habría coleccionado mi madre, para adornar su sala; a pesar del percance, me tragué todo el contenido de lata de leche condensada y cuando subió mi madre, que estaba a escasos metros en la cocina preparando el almuerzo, la pobre se echó a llorar como una desconsolada, pero no me dio ningún mal trato, sólo se ocupó de que no me hubiera pasado nada en la caída. Yo desde entonces, tenía en mi pensamiento, hacerme mayor y comprar dos latas de leche condensada, una para compensar a mi madre y otra para tomarme la de un tiró. Habrá que decir también, que no todos los hogares eran modélicos, pues en ocasiones, si faltaba el amor entre la pareja, las familias se convertían en verdaderos infiernos; pues el hombre se convertía en un machista empedernido, que siempre quería tener doblegados a los demás miembros de su familia, especialmente a la mujer, a la que hacía culpable de todos sus males. No eran pocos los hombres que gastaban su exiguo jornal en la taberna y padecían los hijos y la mujer –no sólo los malos modos y acciones del progenitor, sino que frecuentaban las palizas a diestro y siniestro, cuando surgía la más mínima discusión entre ellos. También tengo algunos malos recuerdos de momentos, que no he podido olvidar de aquella etapa de mi más tierna edad. Hoy con la edad que tengo puedo comprender muchas cosas, pero hay recuerdos de la niñez, que no se logran olvidar por más veces que uno lo intente y estoy seguro que me han marcado a lo largo de mi actividad por la vida. Tengo unos malos recuerdos de la actuación que tuvo mi padre en una noche de pertinaz tormenta, relámpagos y truenos, en la que llegó a casa algo bebido y discutió con mi madre, como consecuencia de haber llegado tarde y en tal estado. No tardó en liarse a mamporros con mi madre y no tardó en ponernos – a mi madre, mi hermana y a mí en la calle-. Mi madre nos encaminó a casa de sus padres, que estaban viviendo en su finca a más de tres kilómetros del pueblo. Nada más salir de las tapias del Convento, la noche se hizo tan cerrada, que apenas podíamos vernos unos a otros; yo por aquél entonces apenas si sabía andar, pero de trecho en trecho mi madre me cogía en sus brazos y así llegamos los tres a la casa de mis abuelos maternos con las claras del día. Mi abuela y mis tres tías se sorprendieron enormemente de que apareciésemos a esas horas y tales estados – mi abuelo había muerto, al poco de nacer yo- y no tuvo que sufrir, tal oprobio; pues estoy seguro, que si le hubiese alcanzado la vida, nunca lo habría tolerado y alguna desgracia irremediable hubiese ocurrido en mi familia. Allí en pleno campo permanecimos, creo que más de un mes, hasta que mi padre: arrepentido y sintiéndose muy culpable, se presentó una tarde, después de comer, con el ánimo de que volviésemos con él. Mi madre no tardó mucho en doblegarse a sus deseos, quizás influenciada por el mucho amor que le tenía o más bien porque nos tenía a mi hermana y a mí aún muy pequeñitos; el caso es, que volvimos los cuatro al pueblo y durante mucho tiempo el comportamiento de mi padre fue exquisito para todos. Recuerdo muy vagamente, que aquella discusión tuvo su raíz en las desavenencias que existían entre mi abuela paterna y mi madre a la que no toleraba, porque hubiera querido mejor partido para su hijo del que representaba mi madre entonces y como la casa donde vivíamos era de la familia de mi padre, él: en gran parte influenciado por el alcohol que llevaba encima y los consejos de su propia madre; no dudó en ponernos de patitas en la calle, aquella noche del demonio. Poco después nos mudamos de vivienda a unas habitaciones que quedaron vacías en la casona del Juzgado de Paz, pues mi padre consiguió arrendarlas a buen precio y allí nos mudamos y acomodamos, como mejor pudimos. Pronto me apuntó mi madre a las clases particulares que daba en su propia casa Inesita en la calle del Cura. Esta mujer de gran carácter y algo instruida, había sido abandonada por su marido –que un día dijo que iba a comprar tabaco y no volvió a aparecer más. Se había quedado con un hijo recién nacido y se vio obligada a buscarse el sustento por su propia cuenta y, muy capaz que fue de ello y hasta creo que no hizo ninguna gestión por buscar al marido. Esta gran mujer me enseñó las primeras letras –leer, escribir y algo de cuentas- pero sobre todo nos cuidaba a la veintena de niños, que tenía a su cargo, con esmero y disciplina. Todo fue normal hasta que una tarde apareció un señor, muy alto y delgado, todo vestido de negro y con un bonete que terminaba en tres o cinco puntas –era Don Antonio, el cura del pueblo, que venía de visita por conocer a los niños a los que daba clases o atendía Inesita- , como era la primera vez, que yo me había fijado o visto a tal personaje y la impresión de miedo que me llevé fue tan grande, que ignoro los motivos, que me llevaron a coger la puerta de la calle y salir a todo gas corriendo hasta mi casa. Mi madre también se preocupó muchísimo cuando me vio llegar tan sofocado, al poco llegó Inesita toda acalorada por las prisas que se había dado en llegar tras mi carrera y estuvo explicando a mi madre las circunstancias que se habían dado para llegar a producirse tal escapada; ambas rieron un rato y aunque la maestra quiso llevarme consigo para su casa, no había forma de conseguirlo, pues yo me amparaba con todas mis fuerzas abrazando y llorando a lágrima viva, alrededor de las piernas de mi madre. Finalmente decidieron dejar pasar el sofoco y hasta que Inesita no se fue, yo no dejé de llorar. Mi madre me estuvo consolando casi toda la tarde y pudo apreciar el tremendo susto que pillé al aparecer el cura de aquella forma vestido y con aquél bonete rojo sobre la cabeza. El tío mantequero, me pareció a mi; del que tantas veces nos hablaban las abuelas, cuando nos portábamos mal cometiendo alguna travesura. “El tío mantequero, era un personaje imaginario, que venía a llevarse los niños malos, para sacarles las mantecas, con las que encendía los candiles de su casa”. A tan tierna edad, no eran pocos los niños, que hasta llegaban a tener pesadillas, como consecuencia de tales amenazas, pues las abuelas de entonces no tenían miramientos e ejercitar tales amenazas.
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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