LA MENGUA
— Se los cuento a ustedes aunque no lo crean, y sé que no me van a creer. Pero aquí, en este campo donde vivo, aprendí que después de la muerte parece continuar la vida. ¡Vieron, vieron, no me creen! Pero no digan nada, que las cosas de la muerte, todas, toditas, son extrañas. Allá en casa éramos siete, y yo era el cuarto, creo que alcanzaba los dieciséis o diecisiete años cuando murió mi padre, se nos fue muy rápido, ni tiempo dio para tomar medidas y, bueno, me tocó seguir con la siembra, así que andaba preocupado. Siempre acompañé al viejo a cosechar, pero en asuntos sobre cómo y cuándo sembrar, o en qué fase de la luna había que arrancar los preparativos, nunca me dijo nada, y la verdad es que yo apenas le llevaba el agua y cosas por el estilo. Por allá la vida es dura, requetedura, y, mientras más adentro vive uno, peor se pone el asunto. De lo que él sembraba, comíamos en un pailón grandote y más viejo que la existencia del mundo. Cuando el cocido estaba listo, el viejo repartía a partes iguales, con una mano capaz de competir con la única pesa que había por aquellos sitios. El camino al monte donde sembraba con mi padre era largo y angustioso, como lo era subir a la montaña a cazar: cuando el hambre apretaba, el tiempo camina subiendo una loma bien alta. ¿Cómo iba yo a poner la paila? Ya mi viejo había quemado el monte, pero qué iba yo a tener idea de cuándo tocaba plantar. Miré al cielo y me senté apesadumbrado al lado de La Caballera, ya usted sabe, aquella piedra enorme que va camino a La Chepa, por allá por los Remedios, y le pedí al viejo que me ayudara. Si no hacía bien la siembra, no comíamos. Aquella noche, me vino a visitar en sueños, ¿cómo que quién?, ¡mi viejo! Estaba sentado en un taburete de cuero. Se me quedó mirando sereno y dijo: «Desde este jueves, ponte a sembrar, pendejito». Me desperté sudando, no de susto, sino de asombro. Recuerdo que era martes, así que el miércoles recogí el saco de semillas y las herramientas, estaba listo para irme a sembrar al otro día. Pero, saben…, en la noche se me apareció de nuevo, sí, de veras, e insistió: «No seas bruto, ya llegó la mengua, así que mañana arrancas y no paras hasta que siembres todo el monte.» ¿Cómo no hacerle caso?, en eso de sembrar no había quien le ganara, así que a las cuatro de la mañana estaba en el terreno abriendo hoyos para echar semillas, pero yo solo no daba para tanto y, como ustedes saben, mis hermanos estaban muy chicos para esos trotes, y los otros ya no vivían en la casa, así que al final de la tarde llevaba apenas la mitad del terreno preparado, estaba exhausto, no podía con mi vida, tuve que soltarlo todo y regresar a casa anunciando que me levantaran temprano para seguir aquello. Y, ¡adivinen qué!, cuando llegué luego a la siembra, ya estaban todos los hoyos abiertos, solo tenía que empezar a sembrar las semillas. Supuse que había sido el viejo, ¿quién más iba a ser? Aquello me dio muchos bríos, así que aquel día trabajé como loco, casi preparé la mitad del lote y, como estaba muerto de cansancio, decidí quedarme ahí mismo y seguir al día siguiente. Pero, ¡adivinen!, todas las semillas estaban sembradas cuando desperté, y mi padre estaba acuclillado en el medio del sembradío, sonriendo y con la misma vestimenta con que lo enterramos. Me miró fijamente y me dijo: «Ya sabes ahora cómo se hace esto, no hay excusa, de hambre solo se mueren los flojos, así que, en adelante, a doblar el lomo. Ven acá para terminar de explicarte lo que vas a hacer ahora. Y allí empezó una larga conversación en que me dijo qué hacer en cada etapa de la siembra. Recuerdo que el viento soplaba pausadamente y solo oía el sonido de su voz. Cuando terminó de instruirme, me miró a los ojos y me dijo: «Acá en la montaña nadie te puede regatear lo que siembras, porque la montaña no es de nadie, eres dueño de tus actos y únicamente tú decides si ganas o pierdes, así que no te rajes, como no me rajé yo cuando me dejó tu madre con ustedes siete. Ahora estoy muerto, te jodiste, te toca criar a tus hermanos, así que despierta de una vez, que llegó la mengua, ve a sembrar como te he dicho y enséñales después a tus hermanos.» Me levanté de mi catre, recuerdo que aún no clareaba, no puedo asegurar que solo fuese un sueño, pero sí puedo decirles que era mi padre, y cada cosa en que me instruyó la he hecho, y aquí estamos todavía, por lo que me enseñó a pesar de la muerte, a pesar de la muerte, a pesar de la muerte...
Comentario
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
http://organizacionmundialdeescritores.ning.com/
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