Al borde de la carretera N-321, cuando yo era un chaval, allá por los años 1.956 ó 1.957: -hace ya muchos años, aunque a mí me parezcan pocos-; se me dieron los primeros acontecimientos de intimidación, que he sufrido a lo largo de mi vida.
–Yo podría decir: momentos precavidos, de iniciación a acontecimientos paranormales o nidación a miedos combustibles en mi persona-. 
Digo combustibles, porque lo mismo que entraban en un momento a mi ser, ardían en mi pensamiento incrédulo, sin dejar rastro físico o espiritual de lo que siempre consideré inexistente.
Los acontecimientos de juventud, -en la mayoría de las ocasiones-, se desarrollan vertiginosamente y sólo quedan algunos de los acontecimientos vividos en ella, como la huella de una vacuna gravada en la memoria; o el lugar de batalla que nos quedó en el antebrazo cuando fuimos vacunados contra la viruela.
Pasé lo más rápido, que me era posible por delante de la fachada de aquella casa,
que a todo el mundo tenía en guardia; -montando la bicicleta de mi cuñado Miguel,
pues por entonces yo la tenía como propia- y por entonces constituía mi gran
afición, recorriendo el pueblo desde la mañana a la noche en todas direcciones, ya
que era mi burra del pedal a la que dedicaba, sin pensarlo, todas mis energías.
La canícula era intensa –hasta el punto- que los neumáticos de la bici se frenaban
ostensiblemente al pasar por encima de la superficie del asfalto, donde el betún
sudaba en ciertos tramos, como si fuese un ciclope persiguiendo a los intrusos ante
la liviandad de los vientos en sus libertades perpetuas. Por entonces, aquella
bicicleta de color ocre verdoso, aunque la usábamos ambos, yo la iba considerando
de mi propiedad y su propietario verdadero, apenas se acordaba de ella; yo creo,
que él debió pensar, que con ese pequeño capricho otorgado a mi entusiasmo, él
EL OSARIO 2
había ganado mi amistad y el consentimiento perpetuo a aceptarle como cuñado
permanente. 
Él la utilizaba en contadas ocasiones -muy poco-, algún que otro día: para ir a
clase cada día, y yo, porque no tenía otra cosa mejor que hacer -y me encantaba-
cada vez más la ponía a mi servicio. 
“Decía se por aquel entonces: que, al pasar por la puerta de la casa de Malandrín,
salían dos lobos de su interior y te perseguían toda la calle abajo, hasta el final de
la misma, donde te arrancaban los pantalones a tiras y tenías que ir mostrando tus
vergüenzas por todo el pueblo hasta llegar a tu casa, donde podrías taparte las
carnes intimas de nuevo. 
Muchas veces, cuando te daban alcance, -no solamente te arrancaban los
pantalones a tiras-, sino que se llevaban entre los dientes: algún trozo de piel o
carnes y se comían allí mismo, del hambre que tenían acumulada las dos fieras”. 
 En esta ocasión yo pasé por la puerta, a todo trapo y medio asustado, como un
ciervo huyendo de ellos; pero consciente y seguro de mis posibilidades de salir
airoso, ante cualquier envite que pudieran hacerme. 
Por entonces estaba muy seguro de mi capacidad y fortaleza, constituyendo en mi
interior casi un reto, que por mi inconsciencia no llegaba a medir los riesgos, que
tales hazañas podrían acarrearme.   
Era Malandrín un hombre rechoncho, canoso y bigotudo; de mediana edad y
estatura; pero bastante osco, o al menos así lo parecía por ir siempre enfundado en
su pelliza, tanto en invierno como durante todo el verano.
Decía se entonces: que no se quitaba aquella prenda ni para dormir. 
También podría decirse, que no destacaba en nada, pero lo tenía todo. 
Poco hablador; pero era un labriego muy trabajador y honrado. 
EL OSARIO 3
Tendría la misma edad que mi padre., aunque era bastante más huraño. 
Aquel día observé -al pasar por su puerta- que estaba cómo de mudanzas, pues
llevaban algunos muebles y varios líos de ropas que cargaban en los serones de sus
dos mulos. 
Su mujer y sus dos hijas, le ayudaban en este menester.  
Al llegar al final de la calle y no habiéndome salido ninguna de las fieras de las que
tanto se hablaba, me volví y recorrí toda la calle en sentido contrario. 
Al llegar al final, volví otra vez más lentamente. 
Pasaba por el recorrido, que siempre hacía -casi a las mismas horas cada día-,
tratando de hacerme el encontradizo con la hija mayor de Malandrín, de la que
era cautivo por lo profundamente enamorado que me sentía.
Era mi primer flechazo y mi mente sólo podía estar ocupada para contemplarla en
todas las ocasiones, que me fuese posible. Eran mis primeros escarceos amorosos y
bien cierto es, aquello que se dice: “los primeros amores son los mejores”; pues a
mí, aún no se me han borrado de la mente y de los recuerdos de aquellos días, los
encantos tan plausibles, que yo observaba a cada momento en aquella delicada
criatura.
Ya se encaminaban calle abajo y la mujer de Malandrín, que se llamaba Micaela,
iba a la cabeza, llevando del cabestro al mulo más viejo. 
Iban en fila india, cerrando el grupo su marido con un muleto que no hacía mucho
tiempo que había domado, a puro cojón... 
Como quien dice: iban en reata... 
El padre sostenía con energía todos los tirones que el joven animal le iba dando por
el camino, pues era bastante asustadizo e inquieto, pero se notaba la mano firme
del amo que lo llevaba; de cuando en cuando le daba un fuerte serretazo
EL OSARIO 4
que apaciguaba los ánimos al muleto romo y, a simple vista, se podía apreciar la
rotura de la piel en las quijadas pues aparecían en carne viva de claveteársele los dientes de la serratilla. 
Tras de la madre le seguían las dos hijas, en una carreta de madera, semejante a
las que se ven en los westerns americanos, usadas por los pioneros, incluso con su
techo en arco de herradura, de la que tiraba el burro negro mohíno de orejas
grandes y caídas. 
Algunas sillas colgaban de la parte trasera del carromato y tres colchones parecían
contener o aplastar otra serie de enseres propios del hogar. 
Debió parecer mi presencia, como una huida al pasar en paralelo junto a la
carreta, fue más bien un acto de vergüenza interna el que sentí, pero aprecié que la
chiquilla –que se llamaba Juana y era de casi mí misma edad- me había visto al
pasar y, mi pedaleo, se hizo mucho más intenso, hasta tal punto, que estuve a punto
de salirme de la calzada en la curva que existía al final de la calle.
La chiquilla era morena, con el pelo largo –hasta la cintura- bastante espigada
para su edad, de ojos claros – tirando a verdes- y empezaban a formársele las primeras curvas femeninas y estaba yo muy seguro, de que: llegaría a ser un gran monumento de mujer. 
Apenas empezaban a apuntársele los pechos como dos abultamientos insalvables,
que siempre fueron el deleite de mis ojos. 
No va al caso mi sensualidad pueril, ya entonces muy apasionada. 
El caso es que, se mudaban. 
Abandonando aquella casa lúgubre, que por estar situada en la umbría de la curva
más pronunciada de la carretera y a unos 2 km., de las primeras casas del pueblo, 
la hacían muy inhóspita. 
EL OSARIO 5
Me provocaba bastante temor, el hecho de cruzar por delante de su casa, cada vez
que podía hacerlo, aunque nunca lo dudaba. 
También creo que contribuía a mis preocupaciones o miedos el hecho de no estar
encalada, como las demás del pueblo. 
Existían ciertas habladurías sobre aquella casa, pues había oído de algunos clientes
en la tienda de frutas y verduras de mi madre, de la cual se aseguraban hechizos y
acontecimientos producidos por un duende; un antepasado de aquella familia, por
lo que se consideraba ser una casa hechizada y a sus moradores personas muy
especiales y con poderes espirituales. 
¡Si…!
Y proseguían los comentarios.
En ciertas noches de finales de octubre, cuándo se acercaban las fechas de los
Santos y los Difuntos, se oían chirridos de puertas, los cuadros se movían y se
ladeaban en sus colgaduras.
Alguien comentó –no hacía mucho tiempo-, estando yo presente en la barbería, que
la noche anterior alguien había estado arrastrando cadenas por las calles que
suben hacia el cementerio. 
Siempre se achacaban a un tal Juancho El Roío…
Se escapaban animales de los corrales y las cuadras; invadidos por una especie de
picada, que los volvían locos, a la que algunos llamaban –la picada de la cuca-;
algunos de estos animales desaparecían para siempre y otros: estaban
desaparecidos hasta pasados varios días. 
Nadie sabe cómo podrían escaparse los mulos, las vacas, que trabajaban como
bueyes o los burros porteadores de arena del río para las obras. 
Los dueños de animales estaban siempre pendientes y si en algún momento se
EL OSARIO 6
tenían que alejar de ellos, los dejaban trabados y se cuidaban, muy mucho, de estar
ausentes por poco rato; por esas fechas, los tenían siempre a buen recaudo y por
las noches los dejaban bien encerrados en sus cuadras, vigilándolos el tiempo
durante la noche. 
Hasta los perros desaparecían, cómo almas que llevara el diablo. 
Alguien más preciso, contó en cierta ocasión, que todo aquel tropel acontecía
por esas fechas señaladas, debido a que Juancho El Roío -tío de Malandrín- del
que éste había heredado la casa y sus alrededores, quien se suicidó -allí mismo-,
colgándose de la baranda del patio y poco antes de estirar la pata, como
vulgarmente se dice, se rompió la soga y quedó pataleando en el suelo por espacio
de más de media hora, luego la espichó, sin remedio –según cuentan- pero los que
estuvieron presente le cogieron un gran pavor al difunto; quizás por las malas
andanzas que había llevado –conocidas de todos- y tal vez, porque la mayoría, llegó
a pensar, que aún no se había muerto. 
Ya hacía más de veinte años de este acontecimiento y se creía que aún Juancho El
Roío, andaba vagando -con su alma acuesta- desde entonces, causando bastantes
estropicios a sus moradores y a muchos de sus vecinos. 
Nadie podía asegurar los motivos -a ciencia cierta-, pero la verdad es: que todos los
que conocían estas habladurías se ponían en guardia, al acercarse o pasar por sus
alrededores. 
Días después pude saber, que toda la familia se había trasladado a una casa más
pequeña cerca de la ermita del pueblo. 
Por entonces empecé a pasear con la bicicleta, por los alrededores de todas las
casas que estaban por los aledaños de la ermita, hasta que una tarde volví a ver a
Juana de nuevo, pero no tuve valor de pararme y hablar con ella. 
EL OSARIO 7
Parece ser que cuando todos ya habían abandonado la casa siniestra: a Micaela se
le olvidaron algunas cosas y así, que lo recordó –a la mujer de Malandrín-, se le
ocurrió ir a la antigua casa para recoger el cedazo de cernir la harina para hacer el
pan y las trébedes; así se lo comunicó a su marido y a pesar de advertirle éste que
no debía volver por allí; ella insistió tanto hasta obtener el consentimiento de su
esposo y fue a recoger ambas cosas, que le eran tan necesarias en su cocina.
Cuando llegó a la cocina de la antigua casa, vio el cedazo colgado de un clavo en la
fachada de la pared, por encima del fregadero; fue a cogerlo, pero éste se descolgó
sólo y empezó a flotar en el aire. 
Algo inexistente, como un hálito de sombra la sorprendió y muy quedo le dijo:
déjalo, que yo te lo llevo y lo vuelvo a colgar en tu nueva cocina... 
Ella salió a escape corriendo y el cedazo iba detrás de ella al mismo paso, rodando
a su lado, pero sin que lo llevase nadie. Por supuesto que ya ni se acordó de los
trébedes. 
Micaela, no podía creerlo, cuánto más ella corría, más rápido se movía el cedazo,
como queriendo alcanzarla. 
Antes de llegar Micaela a donde estaban sus hijas y su marido parados esperando;
los mulos se volvieron espantados, rociando todo lo que llevaban encima, por las
calles del pueblo y hasta el burro mohíno, con la carreta salió corriendo calle abajo
destrozando el carromato contra las paredes de las casas vecinas. 
Esta familia, después de ser visitadas por el médico aquella misma tarde y después
de una reunión que celebraron el Médico, el Cura, el Farmacéutico, el Notario y el
rico del pueblo, con el alcalde (presidiendo el acto), acordaron que durmiesen en
los calabozos del municipio, claro está a puertas abiertas y con el Alguacil, como
vigilante toda la noche, para que no entrase, ni un sólo fantasma; al menos eso
EL OSARIO 8
creían ellos porque nada más se hubieron acostados, uno a uno fue a parar a la
plaza del pueblo en sus propios colchones, rodeando la fuente central de la plaza. 
Tanta vergüenza pasó Malandrín, que estuvo a un palmo de perder el juicio, y en
voz alta gritaba, mirando a todas partes... ¿Pero qué es lo que quieres tío, para
dejarnos en paz...? y, no fue crédulo al oír; pídeme dineros -por todo el pueblo-
para ofrecer en manda 5 misas a la Virgen de la Candelaria. 
Después de haber cumplido tal manda..., toda la familia volvió en paz a la casa del
fantasma, sin que, desde entonces, haya habido ningún contratiempo que
mencionar. Sólo habré de reseñar: que habiendo pasado algunos años y cuando
algunos nativos del pueblo cursábamos Medicina en la Facultad de Granada y
llegamos ser bastantes amigos debido especialmente al paisanaje –entre los que nos
encontrábamos Juana y yo-, teníamos muchas dificultades para poder asimilar los
conceptos de la materia Anatomía y muy particularmente los caracteres y perfiles
de los huesos del ser humano, por lo que yo me aventuré a conseguir algunos
huesos físicamente reales, para poder asimilar con mejor soltura aquella materia.
A tal fin, y mediante contactos muy particulares, me comprometí a recabar
algunos de estos huesos del propio osario del pueblo.
Yo era por entonces, un hombre bastante fornido y ya hecho, al que pocas cosas en
la vida, le podrían causar espanto. 
Y una tarde, provisto con las llaves del campo santo –cementerio- y del portón del
osario donde Dios sabe la cantidad de restos que, desde tiempos inmemoriales,
habrán entrado por aquella bocana, parecida a un pozo sin fondo y tan falta de
luz, como las minas más profundas; tuve el atrevimiento de pasar, con todos los
reaños que pude acumular en mi persona, a través del portón de dos hojas de rejas
macizas, que conforman la entrada del cementerio. 
EL OSARIO 9
Avancé en línea recta, como unas cuatro calles de nichos, conformados en hileras
de hasta ocho y de a dos por calles, hasta llegar a la altura donde –ya de antemano-
sabía que se encontraba el osario, donde iban a parar todos los restos que eran
sacados, pasados unos cinco años, y arrojados al pozo del osario, donde seguro que
terminarían de descomponerse en los elementos que los conformaron alguna vez.
Recuerdo, que pensé en esos momentos, haber escogido muy mala hora, para
acercarme al cementerio para recoger algunos huesos, pues se estaba haciendo de
noche y en breve tiempo, la oscuridad seria total, sólo quedaría la luz de la
bombilla común que ya se había encendido en la esquina de la ermita, alumbrando
en parte la entrada del cementerio y algunos habitáculos existentes frente al portón
para los casos de tener que llevar a cabo alguna autopsia.
Sin embargo, ya estaba allí, no me era posible dar vuelta atrás. La persona que me
había permitido acceder con las llaves, sin ningún tipo de contratiempo, seguro
que no estaría dispuesta a facilitarme un segundo favor, con el mismo fin.
He de hacer notar, que los tiempos han cambiado mucho y muchas costumbres
han ido evolucionando, como todos los hechos, que, al conocerlos, nos parecen
normales; aunque bastante caducos; más esas circunstancias, que se estaban
dando, hoy no son posibles y mucho menos se consideran normales. Muy
posiblemente esta persona que se encontraría en esos momentos, tomando media
botella de vino mosto en alguna taberna del pueblo y casi seguro que estaría con
uno de mis mejores amigos, que había eludido acompañarme, con el pretexto de
quedarse en la taberna del Frascuelo bebiendo –mano a mano- una botella de buen
mosto, mientras yo iba a recoger del osario algunos fémures, tibias, mandíbulas,
cráneos, etc. Ahora no sería tan complaciente en facilitarme las llaves del
cementerio.
EL OSARIO 10
Entonces me vi en el aprieto, de no poder negarme a llevar a cabo mi pretendido
compromiso, se suponía que un hombre de mi edad, no podía poner reparos para
llevar a cabo con buen éxito lo que me proponía. Ya no había vuelta atrás, so pena,
de quedar como un bebé de teta, que se amilana ante el menor de los
inconvenientes. Puesto que la noche se me echaba encima, me apresuré para poder
llevar a cabo mi cometido; la luz escaseaba y mucha más penumbra se hacía hacia
el lateral donde se encontraba el osario, que se agrandaba con la fachada situada
hacia el este, en un recodo del callejón perimetral.
Una puerta de hierro en arco de medio punto, agujereada en círculos concéntricos
en su parte media alta y cuadrangular, parecía darle ventilación o respiración a la
vida putrefacta que encerraba aquel pozo. Jamás me había asomado por aquel
hundidero, donde ¿quién sabe las profundidades, restos o polvos de su
contenido?...
Volví a pensar en la temeridad que constituía mi propósito y que me tuvo en dudas
por algunos instantes.
Ahora empezaba a sentir fuertes reparos por mi impertinencia.
Todo estaba en silencio.
Caía la noche como una cortina de humo de una densidad más alta que el plomo.
Empecé a recordar las caras de muchos de los muertos, que cuando estaban en
vida: había sido mis vecinos o allegados –casi todos mis familiares fallecidos, no
estaban a más de veinte metros de donde yo me encontraba-.
Me parecía oír algunos susurros, pero comprobé que era mi mente calenturienta,
no acostumbrada a tanta quietud.
Temblando metí la llave por la cerradura de hierro del osario, que chirrió
gravemente al girarla hacia mi derecha.
EL OSARIO 11
Tuve de darle dos vuelta, con gran esfuerzo y teniendo el máximo cuidado de que
no se rompiese la llave dentro de la cerradura.
Mejor hubiese resultado para mí, de haberse roto en aquél trágico momento; pues
yo habría tenido una buena excusa para volver sobre mis pasos, sin verme
obligado -por virilidad -a proseguir con aquella locura. 
Finalmente conseguí soltar el pasador de la cerradura y tiré libremente de la llave,
pero de esa forma no conseguía arrastrar la hoja de la puerta, por lo que tuve que
meter la punta de mis dedos por la parte alta y lateral de la puerta y tirar con
fuerzas, al momento, empezaron a salir salamanquesas y algunas arañas,
imperceptibles, que apenas podía ver, por la poca luz que quedaba.
Una vez semiabierta la puerta y al intentar asomar la cabeza, hacia la parte
interna del pozo, un cúmulo de telarañas, se me pegó a la cara y a toda la ropa,
traté de sacudir aquella maraña, que tanto me sofocaba, pero lo que hacía con ello
era pegarlas más a mi ropa, por lo que hube de enrollarlas, como si se tratase de
pegamento a punto de fraguar. 
Poco después, conseguí asomarme hacia el interior, pero no conseguía ver nada,
sólo la negrura intensa de un habitáculo que soltaba un olor intenso a rancio y
como al corcho húmedo de algunas cámaras frigoríficas. 
Ideé prender mi encendedor y asomarme nuevamente por la bocana, con el
encendedor prendido. 
Me sorprendí, casi hasta caer para atrás del fuerte resoplido iluminado que
provocó algún tipo de gas que se escapaba, seguramente había sido alguna
cantidad de fósforo acumulado en forma gaseosa, cuyo resplandor iluminó
brevemente el osario y mis alrededores.
EL OSARIO 12
De repente se me hizo una total oscuridad, muy posiblemente, debido a la
impresión lumínica que se llevaron mis pupilas. 
No llegué a ver la profundidad del recinto y nuevamente tuve que prender el
encendedor y agachándome más hacia la parte más baja de donde podía alcanzar
con la mano extendida, pude ver que la superficie del osario se encontraba a unos
80 ó 90 centímetros de la parte baja de la bocana de la puerta del osario. 
Pocas alternativas me quedaban, si quería coger algunos de los huesos que
aparecían en la parte superior de la base del osario; sólo podía tratar de meterme
dentro del recinto, pues desde el suelo, tirado en el piso, no alcanzaba a llegar al
fondo, donde se encontraban los huesos que yo necesitaba. 
Mi temeridad, fue tal, que con cuidado salté esos centímetros, pensando en quedar
de pie y fácilmente podría salir del agujero, con tan sólo colgarme del bastidor de
la puerta en su parte baja y tirando de mi cuerpo, volvería a salir al exterior. 
Yo iba provisto con un saco de papel, de los que usan para transportar el pan -ya
cocido- y que, no olvidé; cuando salté lo llevaba en mi mano izquierda; pero fue tal
la impresión que me llevé al caer en aquella especie de serrín, que al poco lo
encontré flotando por la superficie de aquella materia –mitad cenizas, muchas
partes de polvos y algunos restos de tablas y huesos enmarañados-. 
Con mi peso de ciento veinte kilos: llegué a clavarme literalmente hasta los
hombros, poco faltó para que me cubriese por completo.
La impresión que me llevé fue tal que hasta se me escaparon los esfínteres. 
Creí entrar en los abismos más profundos.
Nunca tuve una impresión tan fuerte, que hasta las arterias parecían querer salirse
de sus canales.
Las órbitas de los ojos me parecían haber alcanzado el doble del tamaño habitual
EL OSARIO 13
que tenía, al menos esa era la impresión que sentí.
Mis pelos, estaban de punta y a poco de desprenderse de mi piel, como huyendo de
la quema que se me avecinaba.
Notaba un continuo picor por todo el cuerpo, a pesar de ir cubierto de ropas de
abrigo, fuertes y resistentes –debido a la época del año-; me pareció notar algo que
corría delante de mis bigotes y supuse que era algún roedor, que se vio
sorprendido con mi presencia repentina.
Aquella situación en la que me encontraba –por mi falta de tacto y por qué no
decirlo: por tratar de remover los huesos de los difuntos- bien que me la merecía,
aunque mis propósitos fuesen plausibles.
Nunca debí ejercitar mi iniciativa en tal menester.
Ahora pereciera que me estaba ahogando en una ciénaga de arenas movedizas, con
todos los inconvenientes y prerrogativas de encontrarme en presencia de todos los
antepasados, y conocidos, que posiblemente estarían expectativos a los
acontecimientos futuros, que seguramente sería mi perdición en aquel foso de
inmundicia y mezclas de sabidurías apolilladas. 
No me atrevía a moverme en aquel maremágnum de astillas, huesos rotos, restos
de coronas y alambres; temeroso de espantar algunos insectos o reptiles e incluso
ratas, que podrían atacarme. 
A cada momento que permanecía en aquél estado y situación, se me hacía la vida
más corta e inoperante. 
Todos mis miedos se habían concentrado en un instante, como para darme la más
grave lección de mi vida; quizás por violar la estabilidad y templanza de aquellos
restos.
EL OSARIO 14
Empecé a notar, como me daban unos tirones de los talones de los pies, que
querían o pretendían hundirme más en aquel relleno de inhumanidad. 
Muchísimos fueron los pensamientos pasando en tropel por mi mente y todos ellos,
tratando de alcanzar la libertad de una forma viable, que pudiese ponerme a las
puertas de aquella cercana abertura.
No encontraba la forma, ni el modo de poder agarrarme a alguna rendija, grieta o
prominente agarre.
Todo el interior estaba enfoscado y alisado o fratasado a conciencia.
Mi desesperación llegaba al su límite y notaba, como mi cuerpo no podría resistir
mucho más en la situación que estaba; muy posiblemente me reventaría el corazón
de la fuerte impresión a que estaba siendo sometido. 
Ya me estaba llegando la inmundicia a las orejas y habrían pasado, cuando menos
tres horas, desde que está en aquella incalculable situación, cuando me pareció
topar con algo sólido, parecido a una pierna fibrosa, que aún se mantenía unida,
por los ligamentos desde la parte alta del fémur hasta los metacarpianos y que
consideré bastante larga, como poder alcanzar la puerta. 
Aduras penas, puede sacar aquella aparecida estaca y la fui alzando hasta alcanzar
la puerta, que cedió con gran dificultad a mis intentos y esfuerzos continuos. 
Logré abrirla, hasta alcanzar que penetrase algo de luz de la lejana bombilla que
estaba situada como a un centenar de metros, en la esquina de la ermita. 
Posteriormente, me vi forzado, a tratar de enganchar la parte talonada de aquella
pierna en descomposición, metiéndola por debajo de la hoja de la puerta semi-
abierta, hasta empotrarla y engancharla con el bastidor, que hacía un pequeño
escalón de entrada y, cuando lo pude conseguir, con sumo cuidado de no romper la
pierna, fui tirando, con mucha lentitud, para que todo mi cuerpo fuese subiendo,
EL OSARIO 15
como si estuviese enganchado a una liana; al mismo tiempo, apreciaba: como mi
cuerpo se iba irguiendo hacia arriba, producto y consecuencia de la flexión a la que
yo estaba sometiendo a mis bíceps; pero muy lentamente para no forzar mi
apolillada liana.
Llegado un momento y a poco más de unos diez centímetros de recorrido
ascendente, la subida de mi cuerpo se estabilizó y volví a notar una fuerte presión
sobre mis talones, algo más fuerte que la vez anterior; parecía como si estuviese
enganchado en algún saliente del subsuelo, que no me permitiría subir.
Yo volvía a hacer mucha más fuerza en mi flexión muscular, tratando de superar
aquella fuerza, que me retenía, pero no llegaba a despegarme de ella. 
Era como si estuviese pegado en un terreno embarrado.
La actividad a la que tenía sometido a mi cerebro en todo momento, fue vital y esencial para mi sobrevivencia y mis emociones fluían con intensidad a cada descarga de adrenalina que me invadía, que lentamente iban siendo
contrarrestadas por sus oponentes y continuas descargas de noradrenalina. 
Todo mi ser estaba en un estado espasmódico de mioclonías delatoras y en
continuos estados espasmódicos.
Afortunadamente, mi corazón fuerte resistió para poder soportar aquel estado
desafortunado por el que estaba pasando, debido a mi imprudencia –seguro que
algún día me pasaría cuenta de tales esfuerzos, si conseguía salir con vida de aquel
trance. Recuerdo que hasta llegué a rezar algunas plegarias e invoqué firmemente,
y con grandísima esperanza a la Santísima Virgen de la Candelaria, para que me
ayudase a salir de aquella situación. 
Renové fuerzas, en breves instantes, e intenté retomar con más cautela e ímpetu los
movimientos a realizar para tratar de subir por aquella especie de liana que me
EL OSARIO 16
había proporcionado, pero llegado un momento fatal, mi vínculo con la puerta se
soltó y volví a penetrar nuevamente, hundiéndome en la materia, como unos cinco
o diez centímetros. 
La penumbra del habitáculo que se había formado a mi alrededor, debido a la
luminosidad que entraba de la distante bombilla, me permitió apreciar con más
detalles, todos los restos que tenía más cercanos a mi cara. 
Conseguí coger un fémur por su mitad y hacer presión, como tratando de hundirlo
entre los demás restos; aquella opción me permitió subir un trecho parecido al que
anteriormente había bajado, al soltarse mi liana.
Al apreciar mi progreso, pude hacer lo mismo agarrando otro fémur, que estaba
semi-clavado entre aquellos escombros, y seguidamente, empecé un forcejeo
continuo y sincronizado –en la medida que me lo permitían mis fuerzas- y al cabo
de un buen rato, conseguí estar enterrado, solamente hasta la cintura, pero todavía
notaba la presión que tenía atrapándome de los talones. 
Forzosamente tuve que hacer un pequeño descanso, ya estaba seguro de que
podría alcanzar el filo del escalón de la entrada de aquella mazmorra, por lo que
me empecé a relajar lentamente, dando paso, mi estado mental, a unos síntomas
nuevos, especialmente de asquerosidad hacia todos los restos que me rodeaban. 
Empezaba a tener náuseas profundas y mi olfato despertó de su aletargamiento
inicial, cuando me clavé sorpresivamente en aquellos restos inmundos.
Llegué incluso a tener un flato advenedizo y poco faltó, por su consecuencia:
hacerme perder todos los sentidos, seguramente fue una lipotimia momentánea.
Me notaba muy falto de energías por todo lo que me estaba sucediendo, por la
ansiedad manifiesta que ponía en cada uno de mis movimientos para salir de aquel
sitio y lógicamente por las energías que estaba consumiendo mi organismo.
EL OSARIO 17
Estaba sumamente cansado y nuevamente intentaba subir algo más para alcanzar
el borde la puerta de entrada; algo se rompió de golpe bajo mis pies y en breve
instante, toda aquella materia, que me rodeaba y mi propio cuerpo, bajamos al
unísono casi un metro.
Ahora, ni siquiera podía alcanzar con la pierna putrefacta el borde del quicio de la
puerta.
Ya no notaba la presión, que antes ejercían sobre mis talones, algo especial se
había quedado tranquilo en su lugar y perplejo proyectaba mi futuro calamitoso a
su lado, para toda la eternidad.
No tenía medios, ni asidero posible, para salir por mis propios medios de aquella
tinaja, que ahora me pareció sin fondo.
Seguramente toda aquella maraña de restos había cedido con el peso y los
movimientos de mi cuerpo.
Llevaba más de tres horas luchando por salir de aquella trampa en la que, sin la
intervención de nadie, había caído.
Llegué a sentirme inoperante por momentos, aunque ya no mostraba ningunos
signos de desesperación o intranquilidad; más que en ningún otro momento de mi
vida, estaba seguro de que en este lugar es donde se goza de la mayor tranquilidad
de todos los posibles y habidos en el Universo; quizás la falta de costumbre nos
lleva a pensar desacertadamente sobre los lugares tranquilos de nuestro medio, las
incomodidades de un cementerio, sólo son notadas por los vivos; los muertos, por
serlo, ya: ni sufren, ni padecen.
Debí encontrarme en muy mal estado, porque algo me embargó o hipnotizó, que
quedé profundamente dormido en aquel lugar.
EL OSARIO 18
Recuerdo perfectamente un gran sueño que tuve, mientras dormía sobre todos
aquellos restos de todos los antepasados del pueblo.
Al quedar traspuesto, se abrió un gran ventanal, que ocupaba, casi toda la fachada
principal de mi casa.
Llegaba un raudal de luz de tal magnitud e intensidad, que hacía transparentes los
cuerpos de seres vivos por todas las inmediaciones a las que se podían alcanzar,
como abarcadas por un gran objetivo fotográfico. 
El exterior se podía contemplar, como lo es en realidad en pleno día, pero con
muchísima más transparencia.
Los humanos, asemejaban a medusas translucidas, agitando sus tentáculos con una
gracia muy perceptible.
Asomado a mi ventanal, se empezaron a alinear y fueron pasando en orden delante
de mí, a modo de presentación novedosa y formal a todos ellos y una voz, sin
timbre, fue recalcando su numeración cardinal, para que yo los fuese reteniendo
en mi subconsciente.
Muchos de aquellos seres, eran conocidos míos en vida, otros eran mucho más
antiguos ya la mayoría, ni siguiera pude tener remota idea de que habría existido;
pero todos ellos componían parte de los restos que yo tenía alrededor de mi cuerpo
y que había removido, hasta el punto de llegar a ultrajarlos.
Todos venían a pedirme cuenta de mi mal comportamiento y al reconocer mi falta,
con toda la humildad de que me fue posible; todos ellos manifestaron una
hermandad inhumana y al unisonó proyectaron su perdón claro y patente hacia mi
persona.
Tan sólo hubo uno de ellos que se mostraba reticente para con mi actitud y
comportamiento
EL OSARIO 19
Era ese: el asignado con el nº 546.132 de los presentes, que en su vida había sido
conocido, como Juancho El Roío, el célebre tío de Melquiades y antepasado de mi
admirada Juana; aquel, que en tiempos de mi niñez había causado tanto alboroto
en mi pueblo.
Se mostraba ante mis ojos algo más gris, que el resto de los presentes y en tono más
jocoso se vanagloriaba de ser el causante de los tirones que yo notaba desde el
fondo de foso, agarrado a mis talones y, sin duda alguna, también había sido el que
propició el hundimiento de todos aquellos restos, arrastrándome hacia el fondo de
aquel pozo.
“Ahora tendrás que permanecer con todos nosotros; tu osadía te ha llevado a
terminar precipitadamente tus días entre los mortales”.
Has llegado a profanar todos nuestros conceptos y te has atrevido hasta a
hurtarme una de mis piernas, como puedes ver –su figura aparecía a mi vista, algo
inclinada y era como consecuencia de que le faltaba uno de sus miembros
inferiores-.
Nunca pensé causar tanto daño con mi actitud; sólo pretendía hacer uso de algunas
partes de vosotros, que no creía –en ningún momento- constituyesen un insulto tan
grave, como ahora me estáis presentando y aunque sé que el desconocimiento,
nunca elude la responsabilidad de los actos que se ejecutan con toda libertad: yo
ruego a todos perdonéis mis actos y hago un propósito de gran enmienda en
público, hasta resarciros de todos aquellos daños que os he proporcionado y para
ello: hasta que quedéis todos satisfechos, me someto a la penitencia que deseéis
ponerme; pero quiero seguir en el mundo de los vivos, hasta que me llegue una
hora natural para mi incorporación a vuestro mundo. 
Todos ellos estuvieron de acuerdo en imponerme algunas actividades encaminadas
EL OSARIO 20
a adecentar todo el recinto del campo santo, algunos proferían normas, otros
coincidían en que debería reparar mi falta, encalando y limpiando todo el recinto;
otros argumentaban que debería pedir dinero a la puerta de la iglesia, todos los
días para sufragar todas las misas que fuesen posible. 
Finalmente prospero el grupo que lideraba el tal Juancho El Roío, que no
claudicaba de su primera actitud de permanecer con todos ellos a partir de esos
momentos, no dándome alternativa a que pudiese honrarles nuevamente, si volvía
al mundo de los vivos.
Dos días después de lo acontecido y ante la pestilencia que se extendía por todo el
cementerio, el guarda llegó –olismeando- hasta la puerta del osario, que se
encontró medio abierta, miro en su interior, con la ayuda de una linterna y pudo
apreciar mi cuerpo clavado como si fuese una estaca en el centro de toda aquella
inmundicia; lleno de estupor y sorpresa, cerró la puerta del pozo osario, echó
nuevamente la llave dándoles las dos vueltas que admitía y guardándose las llaves
en el bolsillo, se encaminó pausadamente hacia la taberna, la misma donde se
había quedado con mi amigo bebiendo una botella de vino mosto, la tarde de mi
desgracia. 
“Si es norma de buena educación tener respeto a los demás, así debemos
esmerarnos en tenerlo siempre con los muertos, pues sólo pueden defenderse a
través de nuestra imaginación, cuando la ponemos al límite de su capacidad vital

con nuestros actos temerarios”.

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Tema 3. Teoría del Significado FILOSOFÍA DEL LENGUAJE. De Javier Borge

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