Al día siguiente, como teníamos previsto, -sobre las nueve de la mañana- nos reunimos en el restaurante –frente al bar- para desayunar; posteriormente nos dirigimos a recepción donde liquidamos nuestra cuenta y algunos de nosotros subimos de nuevo a la habitación para recoger el equipaje –otros ya lo habían bajado consigo y volvieron al salón de la televisión –haciendo espera- para salir todos juntos hacia el aparcamiento. Al poco rato –todos estábamos listos para emprender la marcha-; bajamos al patio interior, donde se encontraba el vehículo estacionado, por la escalera interior del hotel –la misma que habíamos tomado a la llegada el día anterior-; empacamos ordenadamente nuestras pertenencias en el maletero del vehículo y mi compañera y yo tomamos los asientos traseros del coche, mientras Hugo ejercía nuevamente de conductor y el arquitecto ocupaba el lugar de copiloto. Salimos por la doble rampa hacia el exterior del edificio y al llegar a la altura de la fachada principal: giramos a la derecha para enfocar la calle Sarmiento hasta llegar a la intersección con la Avenida Belgrano –unas seis cuadras más adelante- hacia el Este de la ciudad, buscando la salida de la ruta 38, que nos llevaría hacia Amadores; lugar donde estaba situado el campo que pensábamos visitar en esta ocasión. Cruzamos por delante de la fachada de la preciosa Iglesia de San Francisco que embellecía el entorno con su hermosísima torre cuadrangular, engalanada de florituras arquitectónicas estilo cartujano, su reloj en cada paramento sobre los arcos del campanario, rematada por el pararrayos sobre su cruz gamada, que parecía la Estrella  Oriental de Belén, resplandeciendo sobre el azul del cielo catamarqueño; sus huecos de medio punto de la fachada, a la altura de su primera planta, cuyas cristaleras opacas, adolecían de las florituras multicolor de otras vidrieras: tenían la perfección de sus líneas, una percepción sosegada y la gran armonía que emanaban del recinto interior del templo sobre la pulcritud y la tranquilidad del exterior, que a pesar, de estar dentro de un recinto ciudadano –con toda su algarabía- denotaba tranquilidad, recato y pureza ambiental, tan necesarios para la germinación, crecimiento y desarrollo completo de la buenas obras, durante su actividad humana. El resalte producido por sus columnas góticas –perfectamente alineadas- le daba a la fachada una sensación de fortaleza hercúlea, resaltándolas aún más la pintura rosa sobre el fondo blanco de sus paramentos verticales y los ribeteados de sus cornisas.                                                                                                    En el jardín interior –tras las rejas-: destacaba el espigado ciprés a la izquierda de la estatua en pedestal de San Francisco, vigilante de la tranquilidad del recinto y el palmito tembloroso –que parecía querer guardar su flanco derecho-, realzaba la fortaleza del santo que extendía su brazo derecho, indicando un saludos, como lo hicieran los conquistadores o los nazis hitlerianos, sobre un horizonte de mamposterías y tejados cubiertos de musgos. Los naranjos floridos del jardín central, aún mostraban en alguno de sus tallos las naranjas maduras, en pequeños ramos del año anterior y que habían sabido soportar los avatares e inclemencias del tiempo, con el color característico del fruto que se resiste a caer, siendo una fortaleza que encierra las esencias de una herencia milenaria.                                    Al llegar a la Avenida General Belgrano, giramos a la derecha en dirección Este y cruzamos las calles Rivadavia, Eva Perón, Archeverroa, Tucumán, la Avenida de Italia, Uruguay, la Avenida de los Legisladores, la calle José Luna, la Avenida Alem, por la fachada norte del Parque de los Niños y la aún en ejecución de la segunda fase del mismo Parque, con innumerables entretenimientos y carricoches al entrar por la  Avenida de la República de Venezuela y, al llegar a la rotonda del Inmigrante Italiano nos adentramos por la Avenida del Presidente Castillo: observándose a ambos lados de la calzada una zona residencial de gran categoría, donde seguramente están enclavadas las viviendas de los más ricos de la ciudad; la calzada amplísima –con dobles carriles en ambos sentidos y el gran anden-, por donde circulan los vehículos de menor cilindrada, con ancha acera que los separaba de las fachadas de las viviendas y algunos locales comerciales limítrofes. Al hacer un leve giro a la derecha, la calzada nos presenta –a un tiempo-: la Plaza de Bernardino Orellana –con sus naranjos bravíos espigados, sus palmeras y palmitos sobresaliendo de toda vegetación- y, la Iglesia de San Roque –con sus dos torres gemelas y una sola campana en el de la izquierda, queriendo amparar la Plaza de la Chacharita; un poco más adelante, nos encontramos con la Plazoleta Margarita –Cruz Negra- para llegar a la rotonda Felipe Varela –con sus 16 penachos formando un círculo en torno al busto.      Tomamos la desviación de la derecha de dicha rotonda –aún continuaban las mansiones señoriales de los hacendados de la ciudad y, después de un par de giros a izquierda y derecha, la gran avenida se convierte en la ruta 38, haciéndonos  pasar por encima del Río del Valle –al que yo también llamo Río de Paclín-, por encima del Puente de Valle Viejo; a la altura de San Isidro, estamos llegando a la rotonda que alberga en su centro el Monumento al Aborigen: de construcción artesanal que conforma un minarete cuadrangular con sus torres en la conjunción de sus cuatro alféiceles, simulando una llama central –hecha de mampostería-, sobre un cubo cuyos paramentos contienen figuras alegóricas a los habitantes indígenas de la comarca –en relieve y de muy variado colorido, cuyo soporte central es un cilindro –hecho también de mampostería, ricamente diseñado, apoyando el forjado en cuatro columnas cilíndricas, una en cada esquina, igualmente hechas cuidadosamente de mampostería, resaltando las piedras en color negro y las juntas en blanco-; sobre la tercera plataforma de la base –en forma cuadrangular-, en cada vértice se han instalado figuras míticas de los aborígenes -en piedra  tallada abstracta, denotando algunas de ellas poder y fortaleza; -quizás un entendido pueda aclarar mejor su significado pues yo sólo soy un neófito, que intuye algunos conceptos y los lleva por el camino que considera más acertado-, mi cultura no alcanza para hacerlo mejor..., algunas banderas adornan las torretas y algunos montículos de piedras sueltas en el suelo, junto a enormes chumberas –seguro que han sido sembradas en el jardín circular-, me recuerdan habitáculos de algunos ritos o creencias primitivas; tras el recinto circular, los vehículos se distribuyen sin dificultad y paulatinamente hacia sus respectivos destinos.                    La ruta 41 cruza la rotonda, viniendo del sur en su confluencia con la ruta 33 para seguir hacia el norte, hacia San José, Pomancillo, el Dique de Las Pirquitas, Tala, Los Castillos, Varela, El Bolsón, etc., todas ellas localidades que se van internando en las zonas serranas hacia el norte de la provincia de Catamarca. Nosotros continuamos recto al frente por la ruta 38 ligeramente desviándonos hacia el sureste en línea recta y, dejando a nuestra izquierda un complejo deportivo –aún no consolidado-: nos dirigíamos por el Valle Viejo camino de la Cuesta del Portezuelo. Quién me iba a mi a decir: -cuando oí por primera vez- en la voz de Mª Dolores Pradera la canción romántica: ”Desde la Cuesta del Portezuelo, mirando abajo parece un cielo, un pueblito aquí, otro más allá y un camino largo que baja y se pierde…”; que: iba a estar tan cerca de la zona de inspiración de aquellas letras. Bordeamos otra gran rotonda, la que se dirigen desde la ruta 38 en el sur hacia el noroeste de la ciudad -formando la carretera de circunvalación, aún sin terminar-; al llegar a la altura del empalme con la salida y entrada de Santa Cruz, la ruta 38 hace una pronunciada curva hacia la izquierda –bordeando e introduciéndose también en la Serranía, para zigzagueando meterse hacia la entrada de la ruta 13 en la Bajada a la Cuesta del Portezuelo, viniendo de la provincia de Santiago del Estero-, a ruta 18 por Palo Labrado y a la 38 propiamente dicha- en dirección a la Merced. Poco antes de llegar a la entrada del acceso a la Cuesta del Portezuelo, cruzamos nuevamente el Río Paclín por el moderno y reciente puente sobre la ruta 38, después de dejar atrás sobre nuestra izquierda, la confluencia de la antigua calzada. Poco después de iniciar la recta, se nos abre hacia la derecha, una de las calzadas más espectaculares y hermosas de las que yo habré visto en toda mi vida: la Cuesta del Portezuelo…              En la misma base de la ruta 38 y sirviéndole como cimentación de su rectilíneo trazado, se asienta la localidad denominada El Portezuelo de donde la renombrada Cuesta, toma su nombre. La pequeña vega limítrofe –aún virgen en más del 50% de su superficie, se recuesta arriñonada sobre el imprevisible río Paclín, que tiende a perderse a medida que avanza hacia el sur, remansado por el Gran Valle, en forma de herradura que lo conforman las Sierras del Ancasti, Ambato, la Cebíla, Pomán, Velazco y otros muchos cerros de los que se asoman a la llanura vertiendo sus erosiones, sus aguas y todo tipo de jugos entre Chamical y Cruz del Eje, haciendo que parte de la provincia de Córdoba sea un vergel; remansándose aún más al llegar al Lago de San Roque –junto a la localidad de Carlos Paz-; en el Lago de los Molinos y especialmente llegando hasta el Lago Embalse de Río III, e incluso más al sur buscando la costa atlántica. Sus aguas van fluyendo por varias provincias de la República Argentina, formando grandes extensiones de superficies salitrosas y  en otras muchas afloran subterráneas dando lugar al nacimiento de manantiales, ríos y lagunas. Se han asentado, con muy buena raigambre en el pequeño valle, cerca de la ruta 38 y especialmente situado frente al inicio de la Cuesta del Portezuelo: unos hermosos, bien cuidados y modernos viveros de plantas de olivos para su comercialización; este estratégico negocio agrícola, por su enclave, vistosidad y excelencia: ayuda a la proliferación de los emprendimientos agrícolas de este cultivo, que está siendo muy prolífico en toda la provincia y especialmente en grandes extensiones de la Gran Vega de San Fernando del Valle y La Rioja. Desde este mismo momento, manifesté a Hugo, que yo prefería adentrarnos por aquella Cuesta –aunque para ello dejásemos de visitar momentáneamente los campos de Amadores- como teníamos previsto-, pero el me comentó, que: debíamos procurar cumplir primero con nuestras obligaciones –como era, una de ellas mostrar al arquitecto la finca de Amadores, para que fuese estudiando nuestro proyecto, y posteriormente tendríamos tiempo de subir y bajar o continuar por Santiago del Estero de vuelta hacia Buenos Aires.      Tienes toda la razón –le dije-, pero es que me tiene seducido esta cuesta desde hace muchos años, especialmente por la canción que existe de ella. Total, al fin y al cabo, pensé, que: tan sólo nos retrasaríamos un par de horas, mientras subíamos –podíamos almorzar rústicamente en algún pueblecito de las cumbres- y volveríamos después para visitar el campo y la población de La Merced. Me da igual, pero considero que tienes razón en todo lo que dices: es mejor cumplir ahora con lo que hemos venido proyectando y luego hacer aquello que no son las obligaciones proyectadas para el día. Así, que lo mejor, es irnos ahora para la finca de Amadores, que luego tendremos tiempo de ver con detenimiento la Cuesta del Portezuelo. Seguimos pues, por la Ruta 38 en dirección norte, hacia La Merced. Teníamos intención de hacer una visita a la intendencia municipal, para averiguar algunos aspectos urbanísticos sobre la finca de Amadores, al mismo tiempo de que, trataríamos de conocer personalmente al intendente, si nos era posible, si se encontraba en la plaza y sobre todo si él tenía disposición para recibirnos.                    La calzada avanzaba en dirección norte, con ligera ondulación ascendente y largas rectas, interrumpidas en largos trechos por curvas bastantes amplias. Al comienzo, una larga hilera de casas y chacras individuales, se iban prodigando a lo largo de la margen izquierda de la calzada, mientras la parte lateral derecha, permanecía casi inhóspita y totalmente virgen, con campos repletos de medianos y grandes árboles de quebrachos, cactus y arbustos de muy diversas especies y consideración; los arroyos torrenteras, que bajaban del Angasti, estaban completamente secos y se hacían destacar por sus cauces blanquecinos, zigzagueantes, casi desde la cumbre de su vertiente occidental. A corto trecho de la margen izquierda, cuando dejaron de verse las chacras y casas agropecuarias, se destacaba la presencia del río Paclín o río del Valle, que aún llevaba un buen chorro de agua, lo que denotaba el verdor de sus riberas y algunas parcelas de riego que salpicadamente, denotaban la intervención de la mano del hombre en algunos cultivos forrajeros. Algo más arriba hizo un giro en ángulo recto hacia el interior, para alejarse casi cuatro veces más de la distancia que traíamos y darnos a conocer un bosque de un verde intenso, que a mi me pareció un gran pinar muy frondoso y tupido.        Desde entonces pude seguir el trazado que llevaba la antigua Ruta 38, con algunas plantaciones de nogales y olivares de no muy lejana explotación: aparecían como un girones blanquecinos, subiendo paralela al río, que se interponía equidistante con el trazado de la nueva ruta 38, que nosotros llevábamos. Más arriba de Yocán, ambos lados de las dos calzadas –trazado viejo y nuevo- e incluso las dos riberas del río Paclín, permanecían totalmente vírgenes, hasta llegar a la zona de Bajada y Palo Labrado, donde se volvían a ver algunos emprendimientos agropecuarios de cierta envergadura.                          Pudimos entrar por la bajada hasta el río Paclín, en la desviación de Palo Cortado, pero Hugo manifestó que nuestro campo se encontraba mucho más arriba y también teníamos una entrada principal, cruzando el cauce del arroyo, pero sería mucho más acertado bajar por la Ruta 38 Antigua desde la Merced, una vez que hubiésemos tratado de vernos con el Intendente o al menos recabar la información urbanística que pretendíamos de su Departamento y con respecto a nuestro campo de Amadores. Poco más arriba del Kilómetro 638 de la Ruta 38 paramos unos minutos, para recoger a nuestro encargado Andrés, con el que habíamos quedado poco antes por teléfono móvil, al objeto de que nos acompañase: primero a la intendencia de la Merced y posteriormente al campo de Amadores, para ver ciertos trabajos en los que él se venía empleando. Al llegar al sitio, puntualmente nos estaba esperando, fuimos nosotros los que nos retrasamos en recogerle, más de diez minutos. Proseguimos la marcha, sin habernos bajado, ninguno de nosotros del coche y por el camino hacia la Merced, nos fue comentando algunas de las incidencias que había tenido en los trabajos, desde que nos vimos la última vez en la capital de la provincia, con motivo de ojear la compra de una motocicleta.                En los tramos que siguieron, hasta llegar a la Merced, se podía observar mucha más extensión de terrenos cultivados y emprendimientos de toda índole, que denotaban una población más densa o al menos con más dedicación a todo tipo de cultivo y granjas.  La ruta seguía unos metros más arriba de donde nos desviamos para entrar al pueblo de la Merced, en un triángulo que llevaba un ramal, casi de frente hacia la población de Balcozna y otro más amplia y seguramente de mayor uso, que se desviaba hacia la derecha en dirección a Tucumán, seguramente el que antes, pasando por La Viña, nos podría llevar también a Santiago del Estero, sin necesidad de subir la peligrosa Cuesta del Portezuelo. Aparcamos el vehículo en la misma fachada de la Capilla de Nuestra Señora del Rosario, en la margen occidental de la Plaza de Don Manuel Belgrano, pues el edificio de la Intendencia, se encuentra, justo al lado. La estatua del general, enarbolando la bandera con su mano derecha, preside toda la gran plaza del bonito pueblo catamarqueño.                                                    La plaza, bien cuidada, denotaba una gran limpieza y embellecimiento en general. Mi compañera se quedó tomando fotos de toda aquella bonita plaza, al tiempo que ojeaba el coche y nosotros tratábamos de mantener la entrevista deseada y recabábamos la información que pretendíamos.Tuvimos suerte en todas nuestras gestiones, con gran amabilidad nos atendieron en el Departamento de Urbanismo y el Intendente del Departamento de Paclín, nos recibió con mucha amabilidad y consideración, dándonos muy buenas esperanzas a nuestro proyecto. Cuando hubimos terminado, decidimos almorzar en este encantador pueblecito y nuestro encargado Andrés nos recomendó el lugar, junto a la carretera que traíamos, donde estuvimos comiendo muy buena carne de ternera asada a la leña y unos postres exquisitos de flan casero auténticos con dulce de leche.     Allí mismo compramos unos paquetes de dulces –confituras- que hacían artesanalmente en la misma casa y –según nos dijeron- distribuían por toda la comarca, hasta llegar a varias ciudades limítrofes –seguramente San Fernando del Valle de Catamarca, La Rioja, Santiago del Estero y San Miguel de Tucumán-, seguramente tenían un trabajo arduo, porque al menos estaban unas seis personas liando los dulces a mano en pequeños papeles de celofán transparente.  Después de haber tomado café y haber probado aquellos exquisitos dulces, nos dirigimos de nuevo al coche.                  Volvimos a entrar en el pueblo y pasamos por el lateral norte de la gran plaza de la Merced, y haciendo una ligera ese, nos situamos a la salida del pueblo, cruzando por encima del puente occidental del río Paclín, para tomar el camino de la Ruta 38 antigua, en dirección descendente sur y pasar por el campo de Amadores, como teníamos previsto, con objeto de enseñárselo al arquitecto, al tiempo que Andrés nos mostraba el trabajo realizado.                                                        Los aledaños de la Ruta 38 antigua, se prodigaban en lindas parcelas en plena trasformación agrícola; abundaban espléndidos emprendimientos de plantaciones de nogales de las dos variedades –americana y castellana-, aunque significativamente la variedad castellana, se la veía mucho más antigua por la grandiosidad de sus árboles. Algunos grupitos de casas comunales, se veían a lo largo de la calzada, que denotaba una buena dedicación al campo, teniendo la casa y los albergues para el ganado, muy cercanos. Unos kilómetros más abajo llegamos a la linde noreste de nuestro campo, donde había estado Andrés una larga temporada, desmalezando el arbustos y haciendo leña de algunos árboles que no guardan la estética adecuada, por tener los troncos retorcidos o haberse desgajado, por alguna inclemencia meteorológica. El arquitecto sacó un buena impresión de la situación y emplazamiento del campo, que le serviría de base para darnos, algún buen consejo o fijar alguna directriz en el emprendimiento urbanístico, que pretendíamos llevar a cabo, ese mismo año. Cuando hubimos terminado de recorrer todo aquello que nos fue posible, volvimos al auto, que quedó aparcado al borde mismo de la ruta 38 antigua y donde se había quedado mi compañera, que no llevaba zapatos adecuados para circular por aquellos terrenos, bastante hostiles para ella.                                                                  Dentro del perímetro de nuestro campo y colindante con la calzada con la que hacía su lindero Este, se encuentran las ruinas de un cementerio indígena y una iglesia capilla derruida de la época jesuítica, que llamaron mucho la atención de nuestro acompañante arquitecto, quien manifestó: que sería muy bueno restaurarlos, pero nosotros le informamos, que ambos lugares, pertenecían al campo, aunque habían sido declarados hace muchos años de uso y bienestar social. Desde la calzada estuvimos observando dos picadas más y parte de la alambrada que había extendido Andrés durante nuestra ausencia.                                                                            Posteriormente cruzamos por el centro de la población de Amadores y dejamos seguir la Ruta 38 Antigua hacia el sur, para desviarnos hacia la izquierda, hasta llegar al cauce del río Paclín, que cruzamos sin dificultad, dejando el puente peatonal a la derecha del carril que nos llevaría a andén derecho de la Ruta 38 moderna, en mejores condiciones de tránsito que la que habíamos dejado, que ya se estaba deteriorando por el abandono. Allí mismo se apeó Andrés, quien no consintió, que: le acercásemos al kilómetro 632, donde tenía su vivienda. Nos despedimos y proseguimos la marcha, con la intención de subir la Cuesta del Portezuelo, aquella misma tarde.                          Empezamos a desandar parte de la ruta 38, que habíamos traído aquella misma mañana y a poco de llegar a la desviación, casi se desdobla en su parte lateral derecha para dar acceso en dirección Este a la sorpresiva Cuesta del Portezuelo, que en línea recta enfoca los primeros trescientos metros de un pavimento, sin desmerecer en nada al que traíamos  por la ruta principal o el que nos acercaba a la capital de la provincia catamarqueña. Dejando atrás las flechas blancas pintadas sobre el asfalto, los dos triángulos –uno obtusángulo y el otro acutángulo- fijados sobre el suelo en su confluencia con la ruta 38, algún letrero clavado al mismo borde de la calzada –con su fondo verde, rectangular con letras blancas- indicando el lugar donde nos encontramos, las farolas de un solo brazo y hasta el sosiego que habíamos traído desde nuestra salida de Buenos Aires –dos días antes- se nos estaba quedando perdido a medida que subíamos.        Una curva muy abierta hacia la derecha nos lleva a enfocar un largo tramo zigzagueante; asomándose a nuestro paso: añosos árboles nativos de la zona, especialmente algarrobos, quebrachos rojos,  blancos, algunas higueras, cactus, etc., y todo tipo de arbustos: lentiscos, ulagas, cornicabras, etc.-, competían los bordes, terraplenes y pendientes del camino.                                                                          Algo se ha hundido a mi izquierda –antes de llegar al sitio- que ofrece una gran calva y a la salida de la próxima curva: otro desprendimiento –más profundo e inclinado que el anterior- tapona con sus escombros -tierras y matojos sueltos- colapsando más de la mitad de la calzada; debió ser muy recientemente el hundimiento del talud superior, pues aún no han aparecido, -ni tan siquiera- personal de Obras Públicas para señalarlo o tratar de solucionar este corte imprevisto.                    Antes de cruzar aquel hundidero, mi socio paró el vehículo y todos bajamos, incluso el conductor, manifestó, que: era preferible volvernos hacia el hotel y dejar aquella carretera para mejor ocasión, pues podíamos encontrarnos tramos mucho peores, a medida que fuésemos subiendo.                                                                                  Para la mayoría fue una opinión muy  acertada y no lo dudamos mucho, pues: aunque yo tenía verdadera curiosidad y un gran deseo de transitar aquella calzada, no era lógico que todos estuviesen con ese mismo deseo y por lo tanto, dimos la vuelta de regreso a San Fernando del Valle de Catamarca. Durante el regreso, Hugo opinó, que como: la labor del arquitecto y la de él habían acabado –en cuanto a visitar los campos y hacer las visitas programadas de La Rioja; ellos podían tratar de volverse a Buenos Aires en autobús, aquella misma tarde –tratando de viajar durante toda la noche en bus-cama y estarían a primera hora -de la mañana siguiente- en la gran ciudad; mientras tanto, nosotros podríamos seguir hacia las Cataratas del Iguazú –refiriéndose a mi pareja y a mí- que desde el principio –cuando iniciamos el viaje- pensábamos visitar. A todos nos pareció bien la idea, por lo que: nos dirigimos a la parada de autobuses, con la intención de  averiguar el horario de las salidas para el gran Buenos Aires más cercano. Tuvimos suerte, porque había plaza para un recorrido que partía en menos de una hora y había varias plazas disponibles. Sacaron sus pasajes, acomodaron la facturación de sus valijas y cuando Hugo consideró que todo estaba bien programado para el regreso de ellos; insistió en que nos volviésemos lo antes posible, si queríamos llegar aquella misma tarde-noche a Santiago del Estero, cruzando por la peligrosa Cuesta del Portezuelo.                        He de manifestar, que: yo estaba deseoso de cruzar aquella renombrada cuesta, más que nada, por el sentimiento que me había producido –desde años atrás- el haberla oído repetidamente en las voces de María Dolores Pradera o de Jorge Cafrune –ambas interpretaciones, las tenía en CD en  mi casa de España- y las conservaba, como una de mis más preferidas. No tuvo mucho que insistir Hugo, para que aceptásemos despedirnos de ellos, con la idea de volver a vernos a la vuelta de las Cataratas del Iguazú en la gran urbe, pasados unos tres o cuatro días, que era lo que calculábamos que estaríamos en tierras misioneras. Con bastante ilusión volvimos a cruzar parte de la ciudad de San Fernando del Valle de Catamarca y pronto enfocamos la ruta 38, hasta que en poco menos de media hora, ya estábamos enfocando las primeras estribaciones de la Cuesta del Portezuelo. Al llegar al punto donde habíamos dado la vuelta, algunos minutos atrás: mi compañera bajó del auto, antes de yo cruzar con él, por aquél obstáculo imprevisto; aprovechando las rodadas que habían dejado otros vehículos predecesores, traté de utilizarlas para pasar por encima de ellas; -pero no habían debido pasar muchos, porque la tierra estaba aún bastante blanda-; el coche se inclina en más de veinte centímetros y a me dio la sensación: de que su vuelco sería inminente o cuando menos se deslizaba peligrosamente, hacia un pequeño cahorro, que había producido el agua torrencial, durante las últimas lluvias y se estaba disgregando continuamente por el barro que se rezumaba, con el paso de los vehículos y la humedad continua; el terreno hecho barrillo- que me hará chorar hasta volcar sobre el precipicio de la derecha, si no lo cruzo rápido.Tuve la precaución de mantener el vehículo en segunda velocidad –manteniéndola-sin apretar el acelerador, ni embragar y mucho menos frenar –con lo que perdería la fuerza y la inercia del coche. Finalmente, sin grandes problemas, aunque corriendo un gran riesgo de deslizamiento: conseguí pasar; yo lo atribuí internamente a la experiencia y pericia personal, al haber pasado anteriormente por caminos embarrados, propensos a que los vehículos patinasen e incluso quedasen atascados -aunque nunca lo había experimentado en rutas tan quebradas y pendientes-. Considero que todo ello influyó y sirvió positivamente para pasar aquél inconveniente con éxito y, más que otra cosa, sólo fui demasiado precavido, para que el vehículo no dejase de tener siempre su tracción funcionando sobre el terreno, evitando aceleraciones o cambios de inercias. En ocasiones, como la que estoy describiendo, yo suelo tener mucha sangre fría, que me hacen superar la falta de experiencia en situaciones parecidas.              Mi compañera, ya se había situado al otro extremo del hundidero y estaba esperándome, para volver a entrar en el vehículo y proseguir la marcha. Ella me manifestó poco después, que: nunca pensó que yo fuese a correr peligro al cruzar con el coche por aquella parte de la calzada, pues se veían bien las rodadas de otros vehículos, que también la habían pasado con éxito y, como yo era un diestro conductor, estaba segura, de que: no iba a cometer ningún error al hacerlo. Los vértigos de las alturas. Unos doscientos metros más adelante la carretera hace una curva  en giro hacia la izquierda de 360º alrededor de árbol –denominado borrachito- el cual se encuentra enclavado en el mismo centro de la curva, cercado por un murete circular de mampostería –tal vez, para preservarlo de la circulación de los vehículos que lo pasan por ambos lados-; con su tronco rechoncho, es un árbol muy bien formado a pesar del enclave, tan inhóspito e inadecuado, como parece ser: el centro del asfalto de una carretera y en mitad justo de una curva. Paramos unos minutos en el borde exterior de la calzada y dentro de la propia y amplia curva, pues dicen: que, los caminos duros y difíciles de la vida, hay que beberlos y caminarlos con buen tiento y pasos firmes, para que dejen huellas permanentes en las personas, que sean provechosas y hagan los caminos al pasar. Debíamos sacar buena enseñanza del trazado, tan poco corriente de esta ruta y de todos sus paisajes –que eran imponentes y totalmente naturales- por lo que el aprendizaje debía tener el carácter de único ante nuestros ojos. Así lo habíamos comentado entre nosotros con gran énfasis y entusiasmo, al tiempo que habíamos acordado: no dejar pasar la ocasión de subir por esa Cuesta hasta el final  y si nos hubiesen acompañado Hugo y el arquitecto, ellos hubiesen podido volver a Buenos Aires desde Santiago del Estero; pero seguramente, fueron ambos muy precavidos y decidieron volverse desde la capital de Catamarca y no tener que pasar los sustos de aquellos pechos pelados y que daban vértigo a los no acostumbrados. Sin lugar a dudas, algo de nuestra pesadumbre se nos esfumó al haber hecho este alto y se disipó –casi por completo- al parar y contemplar largamente el paisaje de todos los alrededores y estando fuera del vehículo, pisando tierra firme y viendo de cerca tantos precipicios que alcanzaban la zona baja, donde se extendía la ruta 38 que parecían menos imponentes y de menor riesgo, como nos parecía estando dentro del auto y en marcha. Hacía un buen día –con un sol radiante y sin nubes- y sería muy difícil salir dando trechas por aquellos precipicios, como consecuencia de un derrape; a no ser por un accidente o un fallo mecánico, no entraba en nuestros cálculos un patinazo indebido, aunque ya habíamos pasado una buena prueba que desdecía nuestra aseveración. Al mirar hacia el norte y ver los dos tramos de la calzada que se alejaban desde el punto de la curva, donde me encontraba: me pareció encontrarme en la encrucijada del pico abierto de un pájaro correcaminos –como lo presentan en los dibujos animados de la televisión- donde el árbol borrachito, sería el tropiezo, donde quedó pasmado en su veloz carrera.                              Nos pusimos nuevamente en marcha, la calzada empezaba a zigzaguear a derecha e izquierda con mucha vehemencia: -no salíamos de una curva, cuando teníamos la simétrica de inmediato-; finalmente se nos enderezó un poco la calzada, aunque por breve espacio, pero nos dejó ver: –más abiertamente, un paisaje hermosísimo, a media altura- sobre la Merced y parte de la cuenca del río Paclín, con sus terrenos cultivados y utilizando sus riegos mediante acequias de desnivel.Todo el valle verdegueaba, las serranías del oeste: cubiertas de grises parduzcos por los pastizales inclinados –poco uniformes, se teñían de sombras muy tempranamente- y los bosques leños –aún sin sentir el hacha del hombre- daban paso a un horizonte muy lejano, donde las descomunales moles de los montes olvidados de los Andes, se dejaban ver -bastante confundidos- con la bruma celeste del Universo. Grandes peñascos sueltos se amontonaban sobre nuestro lateral derecho –no cabía más que pensar-: “si el más mínimo movimiento sísmico, tuviese lugar en este preciso momento: seguro que alguna de esas enormes rocas, se desprendería para arrastrarnos con coche y todo para llevarnos  rodando por los abismos tenebrosos hacia el infinito”: y, ya no habría nada más a quien temer, pero hasta en eso me equivocaba: pues, por alguna ley especial –quizás por la debida a la fuerza de la gravedad o la inercia que lleva nuestro planeta en su rotación, es posible que influya cualquier otra causa –lo cierto es que no siempre los terremotos producen desprendimientos-; quizás haya otra forma o modo, que no alcanzo a comprender-. Todo tiene su momento y seguramente ahora no era el momento en el que aquellas piedras se desprendieran de su base, rodasen por el terraplén y arrastrasen a nuestro vehículo, con todos nosotros dentro, fuera de la calzada y hasta los infiernos.                                                                                    –En muchas ocasiones como ésta: mi mente divaga individualmente, con pensamientos e ideas absurdas- que tienen casi siempre su fundamento en posibilidades o acontecimientos naturales y que afortunadamente -tocaré madera- nunca se cumplen; pero no olvidemos: que, donde está el cuerpo está el peligro y, no es menos cierto: que todo tiene su momento.                                                          El cálculo está hecho –por un Ente Especial, con capacidad de saber las cosas, en su momento y modificarlas.                                                Algunos pinos espigados e intensamente verdes, se entronan por encima –no sólo de los arbustos, sino también de los más viejos, bisoños y autóctonos árboles de la zona:    -jacarandas, higueras, los quebrachos y algarrobos- tan comunes en la comarca.                          Por primera vez advertí en varias curvas la existencia y empleo de algunos postes de hormigón armado, pintados de blanco y clavados al filo de la ruta, como quitamiedos de los abismos. Aún la calzada es buena, estrecha: para el doble sentido que tiene asignado y, como el tránsito es poquísimo, la vamos llevando bien, aunque por toda ella hay que llevar muy abierto los ojos, pues las curvas, son bastante cerradas, muy numerosas,  más peligrosas y la ruta cada vez más estrecha. En cada curva la ciudad de San Fernando del Valle de Catamarca, se nos hace más lejana, pero sigue pareciéndome una diosa recostada en la curvatura que forma su Gran Valle, fortificada por sus serranías de mediana altura, como estribaciones de esa columna vertebral – la Cordillera de los Andes- que sostiene a  Sudamérica, desde la Tierra de Fuego en la Patagonia Argentina, hasta el Mar Caribe y la Guajira en Colombia.                                        A medida que avanzamos camino de las nubes, la carretera marcada con línea continua,  en su parte central y de amarillo: va desapareciendo paulatinamente y con mucha frecuencia a medida que subimos; pero hace varios kilómetros que dejó de marcar las líneas blancas de cada lado, donde en muchas ocasiones, ni existían andenes, ni cunetas y se avistaban muy cercanos los precipicios.          Por momentos vamos apreciando la majestuosidad del Ancasti, con cañadones profundos que se aprecian muy claramente sobre el horizonte. Las chumberas, cactus y algarrobos, se nos hacen todavía más presentes en algunos pequeños andenes, que sirven –muy comúnmente- para ceder el paso a algún vehículo más pesado, de los pocos que nos encontramos. Las pequeñas explanadas son escasas y al haberse estrechado mucho más la calzada, hay que llevar mucho cuidado, para: al divisar algún vehículo, estudiar la forma de no coincidir en un estrechamiento, donde alguno se vería obligado a dar marcha atrás –con cierto riesgo- hasta encontrar un pequeño ensanchamiento para poder pasar, sin rozarse.                                      Yo me resisto ante las advertencias de mi cuerpo, el cual me anuncia -con bastante insistencia-: de los peligros del camino; me empiezan a temblar las piernas por encima de los gemelos y se me instalan por los alrededores de las corvas –detrás de las rodillas- unos escalofríos, persistentes, atemperados y acompañados de temblores, con unos cosquilleos inusuales, pero con toda seguridad debidos a la poca experiencias en las alturas, síntomas de claustrofobia y a su vez me produce un vértigo intenso, cada vez que intento mirar en dirección al Valle, a los abismos o a los cañadones que cuelgan formando grandes precipicios; sin embargo, cuando me quedo mirando la parte opuesta, donde se pronuncia el monte y los objetos son más cercanos, me ocurre todo lo contrario: vuelvo a la normalidad, la seguridad y la templanza de mis nervios.                                                                        Yo voy mal por los precipicios que asoman; -con toda seriedad me dirijo a mis acompañantes, por si alguno de ellos quiere llevar el coche, pero todos rehúsan mi petición- y, para procurar tranquilizarnos un poco, aprovechamos una pequeñísima explanada, para aparcar el vehículo y salirnos a andar un poco por los bordes de la calzada, con objeto de familiarizarnos con los abismos circundantes y perderles el miedo que nos estaba embargando por momentos. Quizás el que estaba en mejor estado de los cuatro era yo, quizás porque al venir conduciendo, el hacerlo me daba más seguridad y tranquilidad ante la ruta, pues los otros tres -mis acompañantes-, lo estaban pasando mucho peor, pues alguno de ellos llevaba bastante tiempo con los ojos cerrados y sólo se ocupaban de advertirme continuamente de que debería ir con mucho cuidado mientras estuviese cerca de algún precipicio; prácticamente –me lo venían insinuando a cada momento y con cada gesto- estaban por completo en mis manos. Al cabo de unos diez minutos, no ponemos de nuevo en marcha –después de habernos sacado algunas fotos y de recorrer el paisaje en todos los sentidos. Aminoro la velocidad con una marcha más corta y prácticamente fuimos en segunda todo el tramo de dificultades que se nos iba planteando. Seguimos cogiendo altura y la calzada ya no parece, ni la mitad de lo que imagináramos era, cuando decidimos subir la Cuesta del Portezuelo; ahora se parecía a los peores tramos de la carretera de la Muerte en Bolivia –cerca de la Paz-; aunque –de oídas- tengo entendido que aquella es aún peor y el nombre le viene, como anillo al dedo; alcanzando casi los 300 muertos al año.                                         Nos encontramos en un tramo, donde la anchura de la calzada, ligeramente supere los dos metros y a un lado los precipicios son vertiginosos, casi con una inclinación de 45º, sin quitamiedos, ni vayas protectoras de ningún tipo; mientras en el otro lateral, las crestas rocosas sobresalen del borde, pareciendo ensombrillar al auto y dándonos la sensación, que: cuando vayamos por debajo de esas rocas, se nos caerá la cornisa encima, aplastándonos sin remedio –más de una vez me quedé fijamente mirando algún risco suelto, que parecía desprenderse a nuestro paso, tan sólo y debido al leve ruido, que podría producir el motor.                                                                 La calzada parece ensancharse un poco más, cuando llegamos a la parte media donde hace una curva semicircular de izquierda a derecha y el asfalto nos parece recién echado, por lo que empieza a darnos una sensación de mayor seguridad. Paramos unos minutos para sacar unas fotos, especialmente dirigidas a la ciudad de San Fernando del Valle de Catamarca, que nos queda hacia el oeste, como aplastada y extendida sobre planicies que forman las primeras extensiones de las vertientes de la sierra oriental, cabecera de la ciudad.                            Esa media herradura, nos ha dado aliento para perder un poco el miedo a la Cuesta del Portezuelo; pero cuando proseguimos la marcha, después de pasar una ligera y empinada recta, volvemos a encontrarnos con una curva muy cerrada, que forma una perfecta U, hacia la derecha, para volver a pasar unos metros por encima del tramo recto, que acabábamos de pasar.                                                   Aún quedan los vestigios del camino de carros o de bestias que pasaban por allí, hace años, pues los dos tramos de la calzada se unen, con un muy pronunciado carril de tierra.                                    Seguíamos subiendo la empinada Cuesta del Portezuelo, en un continuo zigzag ascendente, muy característico de las grandes pendientes –que van formando figuras de ochos tumbados, o más bien de eses horizontales, cuyos  extremos se prolongan en la distancia; cuando apareció, como de repente: un enorme tráiler de cinco ejes, cagado de ganado, que afortunadamente venía saliendo de una de las curvas cerradas y –lógicamente avanzaba muy despacio por el estrecho pavimento, al que ocupaba por completo-; antes de llegar a un imposible cruce, el conductor paró en seco y yo me vi obligado: a paralizarme instantáneamente, con los nervios de punta y al borde de un ataque cardíaco.                                                                            Cuando me hube repuesto un poco del susto, pensé, que: ¿cómo era posible, permitir que tal monstruo, pudiese circular por tal carretera, cuando habría momentos en los que alguna de sus ruedas, tendría que salirse del firme de la calzada, para tomar ciertas curvas; parece ser, que: era sólo aconsejable, para los vehículos de gran tonelaje, no entrar a circular por dicho tramo, pero era tantos los kilómetros, que podían ahorrarse los conductores, unos 400 kilómetros –tanto si se dirigían al norte por la Ruta 64, para enlazar en La Viña con la Ruta 38, como si lo hacían por el sur, desde La Valle y bajando por la Ruta 157 asia Recreo y enlazar por la Ruta 20 con la Nacional 60, para subir por el Valle hacia el norte. Parece ser, que los tráiler, cuando llevan poca carga, se arriesgan a entrar en ese tramo de trocha, que une, con gran dificultad, pero en pocos kilómetros las partes centrales de las provincias de Santiago del Estero y de Catamarca y muy especialmente las dos ciudades de ambas provincias.                            Favorecía tal circunstancia el hecho, de que: había muy poca vigilancia policial –si es que existía alguna, pues nunca llegué a verla en ese tramo-; quizás por ello los conductores más intrépidos, se arriesgaban a circular por ella, cuando su carga no peligraba de arrastrar al vehículo, en el supuesto de que alguna gemela de los ejes traseros, se quedase en el vacío, al pasar por alguna de sus curvas cerradas. El problema, surgía: como en el momento en el que nos encontrábamos ahora, donde el tráiler, tendría mucha dificultad, para dar marcha atrás, hasta encontrar un poco de amplitud, por donde nuestro vehículo pudiese pasar; o en tal caso, que era lo más adecuado, pero muy peligroso para mí: el ir hacia atrás yo, con el vehículo turismo, para poder alcanzar el sitio adecuado, donde ambos vehículos pudiesen cruzar, sin rozarse.                                                    Me vi tan incapacitado, para llevar a cabo tal maniobra, que: manifestando mi gran temor -de circular con el auto hacia atrás- lo paré en seco y le pedía al propio conductor del tráiler, que: bajase él y ocupase mi lugar, para situar al turismo en el lugar adecuado, para tener sitio libre y le permitiera pasar con el tráiler.                                    A regañadientes lo hizo, no, sin antes, manifestar por lo bajo -pero de forma que yo lo puede oír perfectamente-: “estos domingueros de pacotilla…”, más cuando apreció en mi rostro, la seriedad y el contratiempo, que él estaba causando: se contuvo y se disculpó abiertamente, manifestando a todos, que era culpa suya, haberse metido por aquella carretera tan sinuosa y estrecha.                              Decía también: que no era frecuente encontrarse a nadie de frente, porque pocos eran los osados en aventurarse por aquél camino y mucho menos, sin no se conocía al dedillo y se le tenía bien tomada la medida.                                                                                                    Llegó a manifestar:”ahora voy despacio, porque  llevo media carga de becerros y voy bajando la cuesta, y agregó, a la vuelta: vendría sin carga y entonces tardaría menos de la mitad del tiempo, pues la subida la hacía de corrido y al ser de noche, se podía apreciar con mucha facilidad, si algún otro vehículo iba bajándola y si así ocurría: aprovecharía cualquier hueco para dejarle paso libre”.                              Yo pensaba, para mis adentros: el gran riesgo que corría aquél individuo, al meterse por aquella estrecha y peligrosa carretera de montaña con aquel pedazo de vehículo –andaría muy cercano a los 20 metros de largo, si no los sobrepasaba-, pero parece ser que lo constante y habitual, hace ganar confianza a las personas, sobre las actividades que desarrolla y seguramente, para él: su peligro continuo, llevando aquella mole, no le producía la más mínima preocupación y hasta -muy posiblemente- le era motivo de altanería para ejercitar su buena mano al volante. Consecuentemente a mi manifiesto temor y con tan sólo él como pasajero del turismo, hizo una maniobra marcha atrás, con gran intrepidez, agilidad temeraria y conocimiento profundo de tales maniobras, que en breves segundo, aparcó a unos cien metros más abajo el coche, que yo venía conduciendo, hasta dejarlo estacionado en uno de los filos de la calzada.                                                                   Finalmente y con bastante cuidado: el gran camión pudo continuar su marcha, pero he de decir, en honor a la verdad, que durante todo el tiempo de la maniobra, estuvimos muy preocupados, pues podía arroyar a nuestro pequeño utilitario, al quedar un espacio muy reducido, durante el cruce de ambos vehículos, que en ningún momento, superaba los cinco centímetros entre el chasis y el cajón.                             Al pasar, dejó tras de sí un profundo olor a estiércol, no disipándose del ambiente, hasta pasado más de cinco minutos; especialmente cuando nos volvimos a poner de nuevo en marcha ascendente por aquella peligrosa carretera.                                               La carretera seguía serpenteando  y nos iba mostrando, especialmente hacia la parte occidental un paisaje muy montuoso de continuas cordilleras andinas, hasta más allá del horizonte que nuestra vista podía alcanzar; se nos mostraban estribaciones en orden creciente en altitud; muy posiblemente, las más lejanas y más altas, corresponderían a las cumbres sobresalientes de los Andes, donde se limitan los territorios de Chile y Argentina.                                                                         Después de nuestra primera parada en la Cuesta del Portezuelo y de haber pasado por el incidente del cruce con el gran tráiler, aparecieron sobre el cielo limpio y azul un par de cóndores vigilando sus territorios.                                                                                           Ya nos encontrábamos bastante altos y aunque parecía que la terminación de aquella cuesta, no aparecía nunca: volvimos a parar al pié de un cartel rectangular, en cuya parte central estaban escritas las letras de la célebre canción –alusiva a dicha cuesta-, y que arranca así: “Desde la cuesta del Portezuelo, mirando abajo: parece un cielo…”; en su parte lateral izquierda, se podía contemplar un guitarrista, con ambas manos cruzadas, sobre el astil de una guitarra, apoyada sobre sus pies y en su parte derecha un intérprete, con ambas manos en los bolsillos.                                                                                                             Ambas figuras de cuerpo entero, encorbatadas y sonrientes estaban representadas en relieve, a los lados de la cuadrícula que contenía las cinco estrofas de la célebre zamba, como si fuesen los guardianes de aquellas lindas palabras.                          La Cuesta del Portezuelo, vista desde varias alturas.

 Las pendientes parecen crecer desde el interior del vehículo y en muchas ocasiones los gemelos tiemblan, sistematizando los primeros vértigos de la jornada, que seguro hace tiempo olvidaste.                                                                                                             La tarde se hace mucho más pausada, a medida que se nos concentran los momentos de peligro.                                      A la salida de una de las curvas hacia la derecha, se nos presenta una cortina de nubes bajas, que me hacen saltar las ideas de regresar, lo antes posible al valle. Aminoro la marcha y trato de pensar que esta situación debe ser momentánea.  A veces, se presentan algunos claros, que intermitentemente nos hacen avanzar más lentamente y hasta sentirnos atrapados en aquellos claros oscuros, para nosotros poco usuales. La Cuesta del Portezuelo, más dificultosa con niebla.  Afortunadamente, no nos hemos encontrado más tráfico  y podemos circular, casi por el centro de la calzada, tratando de tener espacio suficiente, para poder frenar, en el caso de que se nos reviente algún neumático, siendo una de las principales precauciones de las que nos alerta nuestro subconsciente.

                                                           

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Comentario de Elias Antonio Almada el septiembre 3, 2020 a las 12:40pm
buen aporte . saludos

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