J

 

OCTAVO ANIVERSARIO DE SU MUERTE

HOMENAJE Y RECUERDO DE

JUAN R. JIMÉNEZ

Frank Peñaloza

           Leyendo a Juan Ramón Jiménez –y cuando lo leo en prosa tanto o más que como poeta- se cae en la cuenta de por qué ganó la fama que tuvo, no obra del azar ni de ningún truco publicitario. Era hombre de espíritu intelijente y jenial –con j, como él escribiría-, hombre de sabios pareceres, cuyos atisbos críticos resultan penetrantes, hijos de experiencia y de sencillísima intuición.  Leer a Juan Ramón en prosa es adentrarse en un bosque verde, con árboles enjutos lianas, flores silvestres, aves de canto pausado y de canto nervioso, grillos, susurros del follaje, gritos de animalejos indomesticados. La vida, en sus manifestaciones múltiples, pulula allí. Vida cardinal e intelectual, espontánea.      ¡Quién piensa que este hombre era autor de laboratorio, de jardín cerrado! Era hombre de claustro, eso sí, de reclusión al atardecer... Antes recorrió los caminos del mundo, que en sí llevaba, por ser hombre de talento y de personalidad –varón de dolores, o de penas, podría decirse de él-. Y quien se duele se duele en los demás y por los demás, aunque el dolor está en uno.

           

           Juan Ramón es un caso de lucidez angélica, teñida en ciertos raptos, de “luciferina”. Así, cuando se encuentra con lo simulante o ficticio, lo casquivano. No perdona la insencial sencillez, ni se deja embaucar por el vidrio transparente que destella colores reflejos, no arrancados del corazón personal en carne herida.

         Su lupa es meticulosa, hondísima, y cuando quiere, maligna. No transige con el mal gusto vestido de culteranismo o culturalismo.  Sus antenas, de gato en celo espiritual, detectan los más simples latidos mentirosos.

         Piensa en voz limpia y dice con independencia mayúscula –cual su poesía- lo que le viene en gusto, que es siempre inteligente y líricamente sutil.

         Conoció su paisaje humano como pocos, sin anteojeras. No hubo derecha ni izquierda para él. Fue “espectador” de adentros, de raíces telúricas y carnales, y lo que significó fachenda –rostro sin trasalma- le sacó de su ensimismación y le puso colérico o sarcástico.

         El idioma castellano ha sido escrito pocas veces con tanta riqueza de invención leal como por este andaluz cejijunto, de ojos oscuros, fijos, que sin moverse veían el otro yo de las personas...

         Dejadle callar: cuando mueve los labios, en su canción o su invectiva un trozo de realidad viviente ha sido capturada. No pierde el tiempo en palabras vanas. Serán tiernas o frágiles las que diga; parecerán enfermas o expirantes. Tened por seguro que brotan de un espíritu viril, que pone su masculinidad en tarea de hombres: oír el latido de lo oculto trascendente, preguntar por la revelación ético-estética de lo humano. Es decir, calar el misterio divino, envolverse en él hasta donde no es averiguable, y, tiritando en él mirar a la tierra con serenos ojos impasibles.

 

 

 

(“El Mundo de la Cultura”. El Mundo, 28-5-66).

 

 

    EN PUERTO RICO

HACE NUEVE AÑOS MURIÓ

       JUAN RAMÓN JIMÉNEZ             

                            Rodulfo González

 

 

 

Los cables de la U.P.I., se encargaron de transmitir, a todos los rincones de la tierra, la infausta noticia: Juan Ramón Jiménez, Premio Nobel de Literatura, creador del mito moderno de la ternura, el afortunado autor de “Platero y Yo”, ha muerto a las cuatro de la madrugada de hoy. Era el 29 de mayo de 1958.

            Juan Sabater, su médico de cabecera, nos explica así sus últimos momentos: “El poeta estaba en un estado de semi-estupor desde el día antes de su muerte. Se debilitó cada vez más hasta que su corazón se detuvo aparentemente agotado”.

            En realidad el poeta había muerto mucho antes, cuando Zenobia, la compañera de siempre se rendía a la muerte el 25 de octubre de 1956, tres días después que Juan Ramón recibía el tardío reconocimiento universal de su obra: el Premio Nobel de Literatura.

 

EN MOGUER: ALMA DE VINO Y PAN

 

            Los datos sobre su nacimiento son narrados por el propio poeta: “Nací en Moguer –Andalucía- la noche de Navidad de 1881. Mi padre era castellano y tenía los ojos azules; mi madre es andaluza y tiene los ojos negros. La blanca maravilla de mi pueblo guardó mi infancia en una casa vieja de grandes salones y verdes patios. De estos dulces años recuerdo bien que jugaba muy poco y que era muy amigo de la soledad; las solemnidades, las visitas, las iglesias, me daban miedo”. Aún en Juan Ramón adulto encontramos esta aversión hacia todo lo que significara formalismo. Así, para excusarse ante Paul Valéry por no asistir a los actos en honor del gran vate francés se realizara en Madrid con motivo de su visita a España, escríbele: “razones de ética-estética españoles actuales- que no pueden ni deben tener significación para un poeta de fuera, pasajero para España-, me impiden asistir a sus conferencias y a los actos organizados en su honor estos días de usted en Madrid. Nunca asisto “aquí” -alguna vez que lo hice quedé asqueado para siempre- a conferencias ni comidas y, en general, a ningún acto colectivo”.

 

JUAN RAMÓN VISTO POR VENEZOLANOS

 

            Mariano Picón Salas fue uno de los venezolanos que conoció al poeta. Sobre él refiere: “Antes de conocerle, me había dicho que era un hombre refunfuñón, un poco parecido físicamente y tan sarcástico como nuestro Enrique Tejera...En Washington me convidó a comer en su casa con mi hija, que entonces tenía cinco años. Descubrí entonces en Juan Ramón una extraordinaria fantasía y la más benévola ternura para entretener a los muchachos...”.

            Rafael Pineda, otro de los venezolanos que conoció a Juan Ramón, refiere que en la oportunidad de su visita en el invierno de 1950, el poeta le confió: “Yo no soy un poeta. Nada de lo que he hecho vale la pena”. La humildad de semejante declaración, conduce al escritor venezolano a señalar: “Es la voz del hombre que ensaya perennemente las fuerzas más puras de su espíritu a la luz o la sombra del mundo”.

            Habla ahora la voz de Augusto Pi Suñer: “Fue uno de los poetas mayores de la Nueva España”.

 

LA ÚLTIMA VOLUNTAD DE JUAN RAMÓN

 

            “Si yo muero antes de morir Zenobia, dejó escrito el poeta en su testamento, ruego a Ud. querido doctor que haga envolver mi cuerpo en una de las sábanas de mi cama. El ataúd sea modesto y liso, de madera sin forrar ni pintar; el entierro de pobre. No se avise a nadie, ni se moleste a quien no sea necesario para dicho acto. Amo a Cristo, pero no quiero nada con la Iglesia. Que se entierre en lugar cercano al de mi muerte y que se deje al lado de mi fosa otra, por si mi querida Zenobia quiere, cuando muera, venir a mi lado. Si no quede vacía para siempre. En la lápida o losa que debe ser sencilla se pondrá nada más

Juan Ramón

de Zenobia

 

            Se dirá a mi familia que he muerto recordándolos. También a mis amigos. Lo que posea y lo que pueda poseer por mis libros, sea todo para Zenobia, de quien fue y será siempre mi corazón. Gracias a quien se haya tenido que molestar por mi muerte. Perdono a mis enemigos. Juan Ramón”.

 

FLORES AMARILLAS PARA SU TUMBA

 

            Hoy, a nueve años de su muerte, su tumba, en el cementerio de Moguer, blanco, solitario y luminoso, será cubierta de flores amarillas, de las que tanto gustaban a Juan Ramón. Los niños que vigilan la sepultura donde reposa el poeta con su fiel Zenobia, se vestirán de limpio, lavarán sus caritas sucias y se pondrán sus zapatos domingueros para reposar, sonrientes junto a los turistas y amigos que se darán cita en Moguer, pueblo que parece haber sido copiado de la Biblia, para rendir culto a Juan Ramón. ¿Acaso tanto ruido no despertará el sueño del poeta?

 

 

(La República, 29-5-67).

 

 

OCTAVO ANIVERSARIO DE SU MUERTE

HOMENAJE Y RECUERDO DE

JUAN R. JIMÉNEZ

Frank Peñaloza

 

 

           Leyendo a Juan Ramón Jiménez –y cuando lo leo en prosa tanto o más que como poeta- se cae en la cuenta de por qué ganó la fama que tuvo, no obra del azar ni de ningún truco publicitario. Era hombre de espíritu intelijente y jenial –con j, como él escribiría-, hombre de sabios pareceres, cuyos atisbos críticos resultan penetrantes, hijos de experiencia y de sencillísima intuición.  Leer a Juan Ramón en prosa es adentrarse en un bosque verde, con árboles enjutos lianas, flores silvestres, aves de canto pausado y de canto nervioso, grillos, susurros del follaje, gritos de animalejos indomesticados. La vida, en sus manifestaciones múltiples, pulula allí. Vida cardinal e intelectual, espontánea.         ¡Quién piensa que este hombre era autor de laboratorio, de jardín cerrado! Era hombre de claustro, eso sí, de reclusión al atardecer... Antes recorrió los caminos del mundo, que en sí llevaba, por ser hombre de talento y de personalidad –varón de dolores, o de penas, podría decirse de él-. Y quien se duele se duele en los demás y por los demás, aunque el dolor está en uno.

           Juan Ramón es un caso de lucidez angélica, teñida en ciertos raptos, de “luciferina”. Así, cuando se encuentra con lo simulante o ficticio, lo casquivano. No perdona la insencial sencillez, ni se deja embaucar por el vidrio transparente que destella colores reflejos, no arrancados del corazón personal en carne herida.

            Su lupa es meticulosa, hondísima, y cuando quiere, maligna. No transige con el mal gusto vestido de culteranismo o culturalismo.  Sus antenas, de gato en celo espiritual, detectan los más simples latidos mentirosos.

            Piensa en voz limpia y dice con independencia mayúscula –cual su poesía- lo que le viene en gusto, que es siempre inteligente y líricamente sutil.

            Conoció su paisaje humano como pocos, sin anteojeras. No hubo derecha ni izquierda para él. Fue  

“espectador” de adentros, de raíces telúricas y carnales, y lo que significó fachenda –rostro sin trasalma- le sacó de su ensimismación y le puso colérico o sarcástico.

            El idioma castellano ha sido escrito pocas veces con tanta riqueza de invención leal como por este andaluz cejijunto, de ojos oscuros, fijos, que sin moverse veían el otro yo de las personas...

            Dejadle callar: cuando mueve los labios, en su canción o su invectiva un trozo de realidad viviente ha sido capturada. No pierde el tiempo en palabras vanas. Serán tiernas o frágiles las que diga; parecerán enfermas o expirantes. Tened por seguro que brotan de un espíritu viril, que pone su masculinidad en tarea de hombres: oír el latido de lo oculto trascendente, preguntar por la revelación ético-estética de lo humano. Es decir, calar el misterio divino, envolverse en él hasta donde no es averiguable, y, tiritando en él mirar a la tierra con serenos ojos impasibles.

 

 

(“El Mundo de la Cultura”. El Mundo, 28-5-66).

 

 

IMÁGENES Y MOMENTOS DE

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

 

                                                Guillermo de Torre

 

“¿Cómo era, Dios mío, cómo era...?”

 

 

 

Este verso famoso de Juan Ramón Jiménez, que inicia una de sus más bellas poesías, viene ahora a mi memoria, cambiando su destinatario, cuando intento recomponer una visión total del poeta, uniendo imágenes de muy distintos momentos de su vida, captas en lugares y circunstancias históricas que separan años y climas espirituales. La dualidad y aun la multiplicidad de imágenes se aumenta cuando dejando a un lado, hasta cierto punto, la obra, queremos evocar en su realidad viva al hombre, porque si la primera, su poesía –imperecederamente viva, inmune al tránsito mortal- era pura, el hombre era humano, a trechos “demasiado humano”...

         No se trata, empero, de sumar menudas anécdotas ni de contar una vez más el fraude de Georgina Hûbner... La anécdota, el episodio pintoresco, aun por expresivos que parezca, siempre, en última instancia, resultan empequeñecedores, suponen cierto falseamiento de lo esencial. Tampoco de limitarse los rasgos externos, propios de la biografía “oficial”. En este aspecto el libro de Graciela Palau de Nemes cumple su misión, si bien es sensible que la autora no haya podido vitalizar, iluminar por dentro la extraordinaria cantidad de documentos que manejó por falta de experiencia directa sobre los medios y la época literaria que describe. Y es eso lo que resta por hacer: fundir la obra del poeta con su verdadero contorno físico y espiritual, deducido no de los libros o testimonios de la época sino de la realidad cercanamente vivida. A este fin responden las apuntaciones que siguen: testimonio personal –libre, espontáneo, tan lejos de la cortesanía como de la indiscreción irrespetuosa-, contado inevitablemente en primera persona de singular.

         Mi primera imagen de Juan Ramón Jiménez remonta muy atrás. Se confunde con los años de mi adolescencia. Le reveo en una casa madrileña, a la entrada del barrio de Salamanca, cerca de las frondas del Retiro. A Juan Ramón, que nunca iba a los cafés y tertulias, sólo era posible encontrarle allí en su casa, previa cita e invitación. Y aquel muchacho, aprendiz de literato, había tenido la fortuna de que le llegara cierto día una carta de estímulo, arábigamente caligrafiada. Era la respuesta al envío de una hoja-manifiesto tan críptica en su expresión como clara en sus intenciones subversivas, renovadoras. Porque esto sucedía en los años subsiguientes a la primera guerra europea, cuando había una prodigiosa voluntad de cambio y creación en todas las artes y el arte estaba lleno de gérmenes. Juan Ramón Jiménez, por su parte, era uno de los pocos, entre los mayores, dentro del panorama literario español, que sentían análoga voluntad de transformación. Disconforme con los modernistas de su generación, buscaba la aproximación de los más jóvenes.

         Y de allí, en aquel departamento, donde todo se volvía silencioso, con muebles de estilo, abigarramiento de libros y rincones en penumbra, estaba yo aquella tarde, conversando con el autor del “Diario de un poeta recién casado”. Su atmósfera y su persona coincidían con cierta frase o consejo de su carta: “Orden en lo exterior, inquietud en el espíritu”. Acentuaban lo primero su presencia grave, su barba entonces negrísima, la voz profunda que en los agudos se hacía algo desgarrada como un quejido de guitarra. Le dije mi proyecto de una revista inminente (“Reflector”), que preparaba con un amigo todavía más joven que yo, el malogrado José de Ciria y Escalante. Me dio su completa adhesión, reiterada pocos días después con el envío de unos poemas inéditos y una carta que también insertamos en el primer –y único- número de aquella revista. “Entre ustedes –me decía- me siento más a gusto que entre mis compañeros de generación secos, pesados, alicaídos”. Actitud que poco después cristalizaría en uno de los aforismos de su “Ética Estética”: “Alentar a los jóvenes, exigir, castigar a los maduros, tolerar a los viejos”.

         Recuerdo también que en cierto momento, como respondiendo a una muda interrogación de mi mirada, detenida en un alto de cajas de cartón, apiladas sobre el suelo, que alcanzaban casi la talla de una persona, Juan Ramón me explicaba: “Todo esto son originales, son los manuscritos de mis libros inéditos y en los que trabajo diariamente”. Asombro. ¿Luego este hombre, que parece no ignorar nada del mundo exterior, es un enclaustrado vivo? Se aísla, huye del mundo (años después llegaría a forrar su cuarto con corcho aislador), se aplica a su Obra –que él escribe así, con mayúscula, convirtiéndola en un absoluto, como Mallarmé -, con una asiduidad de forzado y un recogimiento de monje. Precisamente entonces encuentra en Goethe –a través de Ortega y Gasset- su divisa: “Como la estrella, sin precipitación y sin tregua”.

 

---ooo---

         “Cultivamos ante todo la

         voluntad de rechazar”.

                  J.R.J.

         Un enclaustrado. Y sin embargo... He aquí la contradicción, que en otras visitas posteriores pude ir advirtiendo con mayor claridad, y que me indujo a marcar ciertas distancias, sin querer plegarme a sus caprichos y sus fobias. Porque la realidad es que este gran poeta, tan superior, tan aislado y remoto de toda contingencia, comprende su hipersensibilidad en causas y episodios mínimos del mundillo literario en torno. Su ideal de pureza se trueca así por momentos en una caricatura de puritanismo. Fiscaliza, juzga, sentencia, con aire inapelable, hechos o gentes que merezcan o no la pena, en nada fundamental le afectan. Hay en él dulzura y dureza extrañamente conjugadas. Todo ello, por supuesto –importa no olvidarlo-, sin perder nunca su señoría, su aristocracia no precisamente de “intemperie” –como escribirá años después- sino muy resguardada; su cortesía de gran señor andaluz antiguo. Pero la amistad con él –también hay que decirlo- no es cómoda. Yo prefiero para no quebrarla, en los años que siguen, hasta nuestra salida de Madrid con la guerra, mantenerla casi siempre por correspondencia. Eso me ha dispensado de ser víctima del encono violento que dispensó al círculo de poetas (Salinas, Guillén, en primer término), durante ciertos años muy ligados a él y a sus revistas “Índice”, “Sí”, “Ley”... Título este último revelador como ninguna otra palabra del espíritu normativo y punitivo que Juan Ramón Jiménez quisiera imponer en el mundo de las letras. Y como quiera que éste, por definición, ha sido siempre una República ingobernable...

 

...ooo...

            Saltemos otras etapas. Llegamos al momento humano más feliz, radiante y jubiloso de Juan Ramón Jiménez: su permanencia en Buenos Aires durante el invierno y primavera de 1948. Es exactamente el 4 de agosto. Una mañana fría, un sol tardío. En la dársena estamos esperando la llegada del vapor, que trae desde Nueva York a Zenobia y Juan Ramón, un grupo de amigos, encabezado por Sara Durán de Ortiz Basualdo, directora de los “Anales de Buenos Aires”, merced a cuya generosa invitación se realiza el viaje. Ya al desembarcar, y luego mientras le acompañamos en automóvil al hotel, observo maravillado al nuevo, al “mejor” (para decirlo con una expresión de reminiscencia ánglica que él emplea mucho para los demás) Juan Ramón que ahora nos llega. Abierto, luminoso, benévolo, sin sombra de maledicencias ni desdenes. Al divisar una pared donde su nombre, en un cartel anunciador de las conferencias, resalta con grandes letras, observo en él un gesto de risueño disgusto: “¡Qué exageración! ¡Ni que yo fuera un torero¡”.

            Su temple bienhumarado crece en los días siguientes. Culmina al comprobar el positivo interés con que un público cuantioso sigue sus conferencias en el Teatro Politeama; son cinco bajo el nombre común de “Poesía y vida” y tituladas: “Límites del progreso”, “La razón heroica”, “Aristocracia de intemperie”, “Poesía abierta y cerrada” y “El trabajo gustoso”.

            Sin embargo, por encima de esta acogida ¿cuál es la razón fundamental de su complacencia, de su penetración simpática con el medio argentino? Muy sencilla: el gusto de oír hablar español, de sentirse envuelto en la atmósfera idiomática propia. En efecto, la tortura de su exilio –políticamente voluntario, moral,  ideológicamente forzoso- reside para él en vivir inmerso dentro de un ámbito lingüístico que no es el suyo.  Le ha sucedido en Washington, en Riverdale, en la Florida. En contraste, sus temporadas gozosas en La Habana y Puerto Rico. Y ello no por menosprecio o ignorancia del otro idioma, del inglés –que conoce hasta en sus más íntimos secretos, según muestran sus traducciones de Elliot, Yeats, Pound y otros poetas- sino tal vez por cierto temor de perderse o desnaturalizarse, desnudando –que no vistiendo, según aclaraba Unamuno- su pensamiento en una lengua extraña a su sangre. Inclusive la fonética y los giros criollos que le suenan ajenos, como a los castellanos, sino fraternalmente andaluces.

            De ahí que en vez de rehuir las gentes, como hacía en Madrid, diríamos que las busca. Acude a todas partes donde le invitan, recibe a sus espontáneos, prodiga generosidades y estímulos a los poetas jóvenes. Particularmente las poetisas han montado en torno a él una especie de guardia de honor. Ésta se refuerza el día de su despedida. Lo comprueba al llegar al hotel: un grupo en el vestíbulo, dos en el pasillo, otros dos en la puerta de la habitación... Apoteosis.

Ello explica su nostalgia porteña y los deseos que mantuvo largos meses después de regresar para afincarse en algún pueblo de los alrededores de Buenos Aires. Al no realizar este proyecto se libró de previsibles desilusiones: porque eran los años en que la Argentina se hundía en una sombra negra...

           

         “Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando”.

                                                                                J.R.J.

         Último encuentro. Octubre de 1956. Llego a Puerto Rico en el avión de La Habana. En el aeródromo, la primera noticia que me da Jaime Benítez, Rector de la Universidad, es ésta: “Zenobia está muy grave. Agoniza desde hace mes y medio. ¡Pobre Juan Ramón!”. ¡Extraña ironía del destino! –pienso. He aquí que el hombre aparentemente débil, que ha vivido desde la adolescencia acosado por el espectro imaginario de una muerte repentina, se mantiene en pie, mientras ella, la mujer fuerte, que desde hace cuarenta años estaba a su lado, sirviéndole (“con su espíritu, su bondad y su alegría”, según escribió el poeta en la dedicatoria a Zenobia del libro Canción) de sostén y estímulo animoso, cae ahora víctima de un manotazo ciego.

            Pocos días después los sones del alegre cariflón musical, echados a volar desde la Torre del campus universitario, convocan al homenaje que en el aula magna, ante más de un millar de estudiantes, rendimos a Juan Ramón Jiménez. Acaban de concederle el Premio Nobel y es un día de fiesta, no sólo para esta “isla de simpatía” y para esta universidad con donde Juan Ramón está como “poeta residente” desde hace cinco años, sino para todos los países de habla hispánica. Mientras tanto, Zenobia agoniza y hay un invisible, pero cierto, ondear de crespones negros, como presagios de luto, entre la esmeralda vida de los flamboyanes antillanos.

            En estas circunstancias ¿iré a ver a Juan Ramón? Por lo pronto, dedico una mañana a visitar la “Sala Zenobia y Juan Ramón Jiménez”, abierta en la Biblioteca de la Universidad, con cuadros y libros donados por ambos; escucho la voz del poeta recogida, con varias conferencias, en la cinta electromagnética. Pero al final de una tarde, venciendo mi perplejidad, Federico de Onís (“áspero y dulce como un paisaje de piedra y cielo”, según lo llamó el poeta en la dedicatoria de Sonetos Espirituales”) me insta a acompañarle, junto con Harriet de Onís...  Esperamos unos momentos bajo un porche. Llega poco después, tras haber pasado el día con la mujer agonizante. Le encuentro derrumbado, definitivamente envejecido, como una sombra del Juan Ramón que vimos en Buenos Aires, sin voz y sin mirada apenas. Nos estrechamos las manos en silencio. Sé, no obstante, que Zenobia ha alcanzado hoy aún a conocer la fausta noticia y a escuchar estas palabras de su marido: “El Premio Nobel es tuyo; lo has ganado tú...”.

            Mientras regresamos a la Ciudad Universitaria, surcando el crepúsculo, viene a mi recuerdo esta canción de fidelidad, de primacía erótica que Juan Ramón Jiménez compuso muchos años antes:

 

                                            “Renaceré yo piedra

                                       y aún te amaré mujer a ti.

                                       Renaceré yo viento

                                       y aún te amaré mujer a ti.

                                       Renaceré yo ola

                                       y aún te amare mujer a ti.

                                       Renaceré yo fuego

                                       y aún te amaré mujer a ti.

                                       Renaceré yo hombre

                                       Y aún te amaré mujer a ti”.

 

                                                 Buenos Aires, 1958.

 

 

(Papel Literario de El Nacional, 26-6-58, pp. 1 y 6).

 

 

 

JUAN RAMÓN ANUNCIÓ

A UN AMIGO QUE QUIZÁ REGRESE

AL PUEBLO QUE LE VIO NACER

 

                                                                           Louis Nevin                                                                                                       

 

Madrid, octubre 25. (AP).

Después de 20 años de ausencia, Juan Ramón Jiménez volverá a su país honrado con el Premio Nobel de Literatura.

         El mayor poeta de la España de hoy fue agraciado con el Premio Nobel mientras se preparaba a regresar a vivir en la Madre Patria, de la que salió con la guerra civil. La grave enfermedad de su esposa en San Juan de Puerto Rico le obligó a aplazar su viaje.

         El poeta, que cumplirá 75 años en diciembre, compró una casa a principios de año en Sevilla, capital de su Andalucía natal, y escribió a un amigo que volvía porque “quiero morir, así como nací, en paz”...

         ...Juan Ramón Jiménez Mantacón (sic) nació en Moguer, aldea de la provincia de Huelva, la víspera de la navidad de 1881, hijo de Víctor Jiménez y Purificación Mantacón (sic) de Jiménez, acaudalados terratenientes.

         Se educó en la escuela jesuita del puerto de Santa María, cerca de Cádiz. Su primera aventura en el mundo de las artes la efectuó a los 15 años, como pintor y dibujante.

         Un poco más tarde tuvo una postración mental, caracterizada por un complejo de persecución, y fue curado en un sanatorio en Madrid. En esa época sus padres, que estaban dedicados al negocio del vino, se arruinaron.

         Al salir del sanatorio, se dedicó a la poesía. Sus primeros poemas fueron publicados en 1898 y fueron elogiados por su originalidad y estilo. Sus primeros libros “Almas de Violeta” y “Ninfas” (sic), se publicaron dos años más tarde.

         Ya en estos libros se hace evidente su preocupación por la melancolía, causado al parecer por su anterior desorden mental y las dificultades económicas de sus padres.

         La mayor parte de su obra literaria es de género pastoral. Su libro de más fama, el poema en prosa “Platero y yo” fue escrito en 1914 y es una oda a un asno.

         Jiménez se casó con Zenobia Camprubí Aymar en 1916. Su esposa, educada en Estados Unidos también se dedica a las letras. Tradujo al español la poesía de Rabindranath Tagore.

         Juan Ramón colaboró en las secciones literarias de diversos periódicos de Madrid, durante muchos años, hasta que con la guerra civil, el  matrimonio salió de Madrid, llegando a Francia en 1936. Después viajó a América donde vivió, especialmente en los Estados Unidos, hasta la fecha.

         Algunas de las obras que escribió en el extranjero han llegado a España en ediciones publicadas en Buenos Aires, pero muchas de ellas no se conocen aquí.

         En carta reciente a Juan de Gorostidi, amigo suyo y actual alcalde de Moguer, dice Juan Ramón que está terminando un nuevo libro “Piedras, Hombres y Bestias de Moguer”.

         Fue a Gorostidi al que le dijo que volvería España para buscar paz. Refiriéndose a Moguer expresó:

         “De todo el cariño por Moguer que queda en mí, el primer lugar lo ocupa el cementerio, no por razones mórbidas, sino porque el cementerio de Moguer fue siempre para mí un agradable lugar de descanso, lleno de música, abejas, pájaros y flores. Pero todavía es muy temprano para que mi mujer y yo ocupemos un nicho en él”.

         Una hermana de Juan Ramón todavía vive cerca de Moguer, y el municipio ha anunciado la intención de crear el “Museo Juan Ramón Jiménez” en la que fue casa del poeta.

         La labor de Juan Ramón Jiménez es copiosísima, siendo más de 40 los títulos publicados.

         Al principio fue influido por el modernismo, pero más tarde supo elaborar una poesía de perfiles propios y crear una escuela extensa y escogida tanto en España como en los países de Hispanoamérica.

         En su labor literaria se distinguen tres etapas esenciales:

         La inicial desde la publicación de “Rimas”, en 1902, hasta la edición de “Sonetos Espirituales”, en 1917; la intermedia, inaugurada con su “Diario de un Poeta Recién Casado”, que llega hasta 1931; y la tercera, inaugurada con la publicación de sus poemas “Criatura Afortunada”, “Sitio Perpetuo”, “Flor que Vuelve” y “Pájaro Fiel” y continuada, con una pausa de muchos años, en la “Estrofa”, fragmento primero publicado en 1943.

         En 1953 publicó, entre otros libros, “Política Poética”, “Españoles de Tres Mundos”, en Buenos Aires; “Estación Total”, que con las “Canciones de la Nueva Luz” y “Animas de Fondo” (sic), ésta de carácter religioso forma parte de una trilogía: “Dios  Deseado y Deseante”, publicada en español y francés.

         También figuran “Arias Tristes”, “Piedra y Cielo”, “Umbrales y Eternidad” y “Poemas Mágicos y de Oriente”.

         No hace mucho el poeta publicó en Buenos Aires una antología de selección de obras suyas. Esta obra aún no se conoce en España, aunque se habla mucho de ella.

         Jiménez también publicó un libro, “Josecillo Figuraciones”, dedicado a Moguer, su tierra natal y a la que siempre ha recordado con amor infinito.

         En la poesía de Juan Ramón se nota la influencia de su tierra, la baja Andalucía. De él puede decirse que es el creador de una nueva sensibilidad poética difundida a través de toda la extensa serie de sus libros en verso.

         También cabe destacar que cuando más estrepitosa era la resonancia admirativa por Rubén Darío, Juan Ramón se adentró por su camino misterioso de infinitas sugestiones.

         Siempre en sus poemas exalta su mundo interior y destaca su amor por la belleza en las formas sencillas y tradicionales del octosílabo y en romance.

 

 

 

 

(El Nacional, 26-10-56, p. 33. En la misma fecha apareció la información en Diario de Occidente con el título “Juan Ramón Jiménez/ En las Ancas de Platero Hacia la Inmortalidad”.

 

Mirador

juan ramón

era de vidrio

 

                                    Germán Arciniegas

 

 

COMO Juan Ramón era de vidrio, no pudo hallar sitio más adecuado para pasar sus últimos años y morir que San Juan de Puerto Rico. Algún día se preguntarán sus asombrados biógrafos cómo pudo una vez entrar con su burrito, a la universidad y figurar en las listas académicas. Lo explica la manera como le abrió las puertas el rector Jaime Benítez. “Este campo es suyo, le dije a Ramón: Camine por donde le dé la gana, entre cuando quiera, haga lo que le parezca, diga lo que se le antoje, y no se preocupe más por su burrito; si se pasea por los jardines y se come las rosas, que se las coma”. Cervantes inventó un Licenciado de vidrio, obra maestra de su exclusiva imaginación. Juan Ramón, de veras, era de vidrio, y Jaime Benítez lo comprendió. Sabía que al más leve descuido se le podría quebrar, y por eso se cuidó mucho de evitar que pudiera rompérsele tan divino juguete. Cuando fui a San Juan visité a Juan Ramón en su casa, es decir, el manicomio.

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         Juan Ramón no podía separarse del doctor García, su médico. Si el doctor García iba a cine, a cine iba Juan Ramón. Si salía al campo, al campo iba Juan Ramón. Juan Ramón pensaba que de un momento a otro podría reventársele el hilo de la vida, y era indispensable tener al lado al médico para que a toda prisa pudiera anudarlo. Mientras el doctor García vivió en la casa de las hermanas Rodrigo, todo fue simple; pero cuando le dieron el puesto de médico del manicomio, y le hicieron obligatorio vivir en la casa del director –un pabelloncito rodeado de pabellones de locos-, Juan Ramón siguió al doctor y pasó a vivir donde él vivía. Por ahí desfilamos todos sus amigos, que no eran muchos. Juan Ramón era muy  hablado, y por nada arruinaba hasta las más viejas y fraternales relaciones.

         Ángel del Río me contaba cosas singularísimas de aquellas tertulias en el manicomio. Entre los profesores de Río Piedras había uno a quien J.R.     consideraba muy pavoso, de aquellos que son eternos portadores de la mala suerte. J.R. se estremecía sólo de pensar encontrarse con él. Por suerte, el hombre había salido en viaje de vacaciones y se hallaba en Nueva York. En la tertulia se estaba hablando tranquilamente de Góngora y Boscán, se revoloteaba por la floresta de otros siglos y una rara placidez dominaba el poético coloquio, cuando de pronto J.R. comenzó a aguzar el olfato e impuso el silencio extendiendo en el aire sus manos transparentes. Frunció el entrecejo, y dijo con voz de espanto: “¡Se nos vino el hombre!”. Sonrieron todos sin atreverse a contradecirlo: Ninguna noticia autorizaba a pensar en el regreso del pavoso. Pero J.R. insistió: “Claro que sí: Ya está bajando el avión y el hombre estará a veinte kilómetros cuando más...”. Poco faltó para que volcara una tacita de té. La conversación se reanudó con dificultad: ya nadie sabía en qué parte del tema se había quedado el coloquio.

         Pasaron diez minutos, y J.R. volvió a la carga: “¡Ya tomó el taxi, y se nos vino!”. Un gesto de impotencia le bañó el rostro desconsolado y dejó caer las manos transparentes. Ya entonces la vuelta a la conversación se hizo difícil. Todos sabían que estaban delante del hombre de vidrio. Pasaron cinco, diez, veinte minutos difíciles, hasta que de pronto alguien tocó a la puerta. Se abrió. Y avanzó, sonriente, el pavoso...

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         .J.R. tenía el sexto sentido. El caso más notable que recordaba Ángel del Río ocurrió también en Puerto Rico. Convino J.R. en aceptar una cena en cierta casa amiga, a distancia de una hora de San Juan. Se prolongó la reunión bastante más allá de la media noche, y el regreso ocurrió en medio de una tremenda borrasca. Tuvieron que cerrar bien las ventanillas del automóvil….

 

   NOTA: Al investigador se le olvidó anotar la fecha y el nombre de la publicación periódica.

 

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

Y EL PREMIO NOBEL

 

 

EL NOMBRE de Juan Ramón Jiménez, el más alto poeta español entre los vivos, es uno de los candidatos con mayores credenciales para obtener el Premio Nobel. La personalidad creadora de Juan Ramón, por arriba de la tierra de nacimiento, ya tiene nacionalidad en las letras universales. Como Ortega y Gasset, Pío Baroja, Unamuno y Azorín, todos pertenecientes a la generación del 98, ha sabido entregar un mensaje de profunda raíz creadora al mundo de nuestro tiempo.

            De aquí a la hora de definirnos, entre los candidatos que actualmente se mencionan con posibilidades para obtener dicho premio, no dudamos que la figura de barba nazarena, de cuerpo débil siempre –como en charla personal nos lo manifestó Don Pío Baroja-, de palabra reposada, y por sobre todas las cosas terrenas un gran poeta del idioma, será la más llamada a obtener el Premio Nobel.

            Entre otros candidatos, cuya obra también acusa aires de universalidad, se citan los nombres del mejicano Alfonso Reyes, quien después de Andrés Bello es el más notable humanista que dado Hispanoamérica; el de Saint John Perse, uno de los poetas franceses más trascendentes de la hora actual. Y el de Camus, novelista también de origen galo, cuyo solo libro “La Peste” es suficiente para consagrarle entre los maestros del género. De aquí, que al tomar el nombre del gran poeta andaluz, no nos ha guiado ninguna valoración comparativa, sino el simple hecho humano de que Juan Ramón Jiménez es el autor que más cerca ha estado de la poesía y la vida americana del presente. Pues su influencia sobre el corazón de los niños de América, por medio de las poéticas páginas de “Platero y Yo”, y de la obra de gran cantidad de poetas jóvenes del continente, es reconocida hasta por Pablo Neruda. Es decir, el gran lírico de los “20 Poemas de Amor”, “Residencia en la Tierra” y “El Canto General”, también lo acepta al negarlo abiertamente, al tomarlo en cuenta aunque sea en una forma no muy corriente de hacer elogios. Lo malo hubiera sido que nunca, por su mente de consagrado demiurgo, hubiera pasado la imagen de Juan Ramón. Por su parte, éste también le retribuye en la misma forma.

 

Juan Ramón Jiménez, como poeta viene de las fuentes del Modernismo, el primer movimiento literario que incorporó el continente americano a las letras universales. Luego su obra, como la de cualquier escritor verdadero, fue adquiriendo características propias, de innegable originalidad y gran pureza idiomática, hasta convertirlo en el primer poeta español de la hora presente. Es decir, la obra de Rubén Darío, por encima del juicio del señor Díaz Plaja en su libro “Modernismo frente a 98”, escrito –sofísticamente- para negar la influencia y la creación del movimiento modernista por parte del gran nicaragüense, dio buena sombra a la obra inicial de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. Éste es otro argumento a favor de Juan Ramón Jiménez, por parte de nosotros, para considerarlo el candidato de la tierra americana al Premio Nobel. Por esto su padre es Rubén Darío y su madre España. Y como poeta genial, a la hora de la verdad, por arriba del autor de “Cantos de Vida y Esperanza” y el localismo que siempre acusa la obra profunda de Antonio Machado, Juan Ramón ascendió hasta formas poéticas más puras, más estéticas, más pobladas de universalidad. Por su parte, Juan Ramón Jiménez, desde hace mucho tiempo en tierras americanas, y actualmente en Costa Rica (sic), al saber que su nombre era uno de los que tenía mayor probabilidad para el Premio Nobel, declaró al representante de una agencia noticiosa: “Creo que hay otros autores españoles que merecen el honor más que yo, por ejemplo, Ramón Menéndez Pidal. Pero si me concediesen ese honor, en realidad debería ser para mi mujer, Zenobia, que ha sido mi inspiración en la mayor parte de mi labor”. Estas declaraciones son nobles, hermosas, llenas de alto sentimiento y no cursi sentimentalismo. Son dignas del grande y verdadero Juan Ramón, es decir, del poeta. Ellas están por arriba del otro Juan Ramón, por el que injustamente, pero perdonables por ser un hombre unamunesco, le ha dedicado palabras poco cordiales a Pedro Salinas y Jorge Guillén, quienes son dos maestros también de la poesía castellana Si acaso le otorgasen el Premio Nobel, y así lo deseamos al escribir esta nota, pues estamos pocos acostumbrados a escribir y afirmar lo que no sentimos, esperamos que lo disfruten por igual: Doña Zenobia, el ilustre Juan Ramón Jiménez y el alma sedosa y buena de Platero junto al hombro de una nube.

 

 

 

 

 

 

(La Esfera, 26-10-56, p. 4).

 

 

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

                                                                                      César Lizardo

 

 

                                     Misionero del verso, compañero

                               que da mano de luz a tu albedrío.

                               Llora Zenobia al pie del limonero

                               la ausencia de un Platero de rocío.

 

                               Otoño es un doliente tinajero

                               con lágrimas filtradas por un río.

                               La sal del llanto es alma en el tintero

                               ofreciéndole rutas al navío.

 

                               Moguer te dio su campo y su campana

                               y Dios desde su altura soberana

                               nos bendice de luz el desconcierto.

 

                                Dialogas con la brisa y con la aurora

                                y un niño sueña en el silencio y llora

                                porque Platero lo dejó en el puerto.

 

                                                                   II

 

                                Me duele, sí, tu corazón viajero

                                que buscó el ala de la despedida

                                para dejar la luz con menos vida

                                y sola la garganta del jilguero.

 

                                Te lloro con la voz del marinero

                                 a quien la tierra le formó la herida

                                 para que la viera el agua prometida

                                 en la mirada de su mensajero.

 

                                 Tú vencerás el tiempo y la nada

                                  porque la muerte que te dio la almohada

                                  te paga la vida de la muerte.

 

                                  Y así, resucitada en la ternura

                                  Llora España en su huerto de amargura

                                 y convoca tu sombra para verte.

 

(Papel Literario de El Nacional, 4-9-58, p. 6).

            

 

                                                         Valores Universales

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ 

 

En un bellísimo pueblo andaluz de nombre Moguer nació el 23 de diciembre de 1881, Juan Ramón Jiménez, uno de los grandes poetas de la lengua castellana. Fueron sus padres Víctor Jiménez y María de la Purificación Mantecón, gente sencilla, honorable y preocupada por la educación del niño. El amor de Juan Ramón Jiménez por sus padres es un ejemplo digno de imitarse. A él lo recordaba siempre como “un hombre alto, blanco y rubio, de ojos profundos y azules”. Lo llamaba papá Víctor y acompañaba siempre en sus visitas y paseos por el pueblo, principalmente por las bodegas de vino que tanto lo ilusionaban. De su madre dijo que era una mujer alta, de gran dignidad, muy bella y con los ojos negros; muy honrada, trabajadora, generosa, modelo de madre y esposa.

            La mejor biografía de sus primeros años la escribió el mismo Juan Ramón en uno de sus libros. Recuerda su pueblo blanco y poblado de niños, donde estaba su casa de grandes salones y rodeada de verdes patios. “De estos dulces años –escribe- las solemnidades, las visitas, las iglesias, me daban miedo. Mi mayor placer era hacer campitos y pasearme por el jardín, por las tardes, cuando volvía de la escuela y el cielo estaba rosa lleno de mariposas”. A los once años fue enviado al Colegio de los Jesuitas en el Puerto de Santa María, en la Provincia de Cádiz. Para entonces tenía una letra clara y bonita y por este motivo su padre lo utilizaba como amanuense y cuando lo vio partir se sintió triste. Pero el futuro gran poeta debía continuar sus estudios iniciados en Moguer. El colegio, como él mismo lo ha descrito, estaba sobre el mar rodeado de grandes parques y cerca de su dormitorio había una ventana que daba a la playa y por donde las noches de primavera se veía el cielo profundo y dormido sobre el agua. Como no fue nunca amigo de los paisajes tristes a cada momento recordaba la luminosidad de su pueblo, en contraste con las lluvias frecuentes que desde su ventana de colegial veía por los lados de Cádiz con “la luz triste de su faro”.

            Al salir del colegio, ya un adolescente, conoció a la que más tarde debería ser su esposa, la extraordinaria Zenobia Camprubí, la verdadera musa del poeta, a quien se debe sin duda la realización de su fina obra literaria por los desvelos constantes que Zenobia mantuvo durante toda su vida. El matrimonio poco después en Sevilla y a partir de ese momento la inteligente esposa se dio cuenta del espíritu delicado, de la gran imaginación y la sensibilidad de Juan Ramón. Fueron inseparables compañeros y cuando este escribía ella vigilaba los movimientos de la casa para que los ruidos no perturbaran el trabajo de su esposo. Cuando se trasladaron a Madrid el poeta se hizo construir una habitación especial tapizada de corcho para aislarse aún más del mundo exterior. En esta ciudad conoció a los intelectuales más destacados de su tiempo y entre ellos a nuestro compatriota Rufino Blanco Fombona quien no creyó mucho en su genio literario. Dijo Rufino que un día se presentó a su hotel un joven pálido, un poco tímido, autor de unos versos tan pálidos como él. Esto no pasó de ser una frase irónica del venezolano y el tiempo demostró todo lo contrario.

            Se ha escrito que el carácter de Juan Ramón era un poco huraño, pero si estudiamos su vida comprobaremos que poseía una infinita ternura y un gran amor no solamente por su familia sino también por su  pueblo y por todos los seres de la creación. De su hermano mayor, Eustaquio, escribió unas páginas ejemplares por la sinceridad que puso en ellas; decía que él había heredado la rectitud y los rasgos físicos de su madre; era “alto, esbelto, educado, respetuoso, afable y querido de todos. Sólo su afán de exactitud le hacía caer constantemente en la desgracia de los falsos. Muy distinto a otros señoritos andaluces no se casó con ninguna de las muchachas ricas que lo asediaron sino con una muchacha bella y pobre”. A su hermana Victoria la recuerda con ternura cuando ambos eran niños y salían de paseo, a pie o a caballo, por los bellísimos pinares que rodean a Moguer. Fue su compañera de lecturas y ella lo contemplaba cuando él, niño, se dedicaba a pintar por largas horas en el jardín lleno de flores de su casa solariega. Juan Ramón Jiménez, como acertadamente ha dicho su sobrino Francisco Hernández Pinzón, fue “en su familia el hijo predilecto y con ese ritmo se desenvolvió su vida familiar. Entre su madre y su hermano Eustaquio llevan ese cariño y preferencia hasta la veneración”.

            Esa ternura, ese amor sin límites por todos los seres de la creación, le inspiró uno de los libros de literatura infantil más bellos y ejemplares escritos en lengua castellana: “Platero y Yo”. Elegía Andaluza, como gustaba llamarla, fue publicada por primera vez en 1916 y es la historia del burrito Platero, “pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera que se diría todo de algodón. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro”. Erróneamente se ha dicho que Juan Ramón Jiménez, después de haber escrito otros libros no le agradaba mucho que se dijera que “Platero” era su obra más destacada. Esta afirmación se desmiente con las mismas palabras del poeta cuando dijo que “Platero y Yo” ha quedado “para cuantos vuelvan sus ojos a esa edad de oro de la infancia isla espiritual del hombre, ante la que nada puede el fragor tumultuoso de vivir”.

            El libro está compuesto por un conjunto de poemitas en prosa, el estilo sencillo y lírico, donde el poeta evoca con honda ternura todos los amigos de la infancia, quienes no solamente eran los niños del pueblo, sino también el simpático burrito, el loro herido en el coto de Doñana por la escopeta vieja de un furtivo cazador; las golondrinas, las mariposas blancas, el día de San Juan, el perro callejero, en fin, la vida de todos esos seres humildes e inofensivos que en los días de su infancia se acercaban ansiosos de su cariño. Ese amor sincero y desbordado hasta el lirismo lo sintetiza el poeta en la dedicatoria –ofrenda a “Platero” en el cielo de Moguer. Ya para concluir el libro le canta así a su burrito querido: “Dulce Platero trotón, burrito mío, que llevaste mi alma tantas veces –¡sólo mi alma!- por aquellos hondos caminos de nopales, de malvas y de madreselvas: a ti este libro que habla de ti, ahora que puedes entenderlo. Va a tu alma que ya pace en el Paraíso, por el alma de nuestros paisajes moguereños, que también habrá subido al cielo como la tuya; lleva montada en su lomo de papel a mi alma, que caminando entre zarzas en flor de su ascensión, se hace más buena, más pacífica, más pura cada día. Sí. Yo sé que, a la caída de la tarde, cuando entre las oropéndolas y los azahares llego lento y pensativo por el naranjal solitario al pino que arrulla tu muerte, tú, Platero feliz en su prado de rosas eternas, me verás detenerme ante los lirios amarillos que han brotado de tu descompuesto corazón”.

            Juan Ramón Jiménez comenzó a escribir siendo todavía muy joven. Su primer libro titulado “Rimas de Sombra” lo publicó a los 19 años y hasta 1917 que dio a conocer su “Diario de un poeta recién casado”, existe en él un sentimiento melancólico refinado, con predominio de lo musical. Como en su infancia había tenido afición por la pintura, los paisajes que describe en sus versos están matizados de colores: el violeta y el amarillo: Desde 1918, fecha en que comienza su segunda etapa, aparece una modalidad nueva: la predilección por el mar que identifica con su propia alma. Esto quiere decir que el poeta se hace cada vez más íntimo y personal. Sin embargo, es necesario aclarar que jamás perdió la refinada calidad lírica de sus primeros años: siempre en sus versos están presentes los colores, la luz y los recuerdos de paisaje andaluz. Es por lo tanto un poeta que partiendo de lo nacional se hace universal; por ello sus composiciones han sido traducidas a todos los idiomas modernos.

            En 1939 realizó un viaje a América y posteriormente se residenció en Puerto Rico. Llegó a Cuba y el contacto con el paisaje tropical, lleno de luz y de color, como el de su nativa Andalucía, enriqueció su inspiración poética. Publicó sus versos en las revistas literarias de la isla, fomentó tertulias en su casa y asistió a reuniones sociales. Fue una como transformación en su vida, que sus amigos comentaban con satisfacción. También, como los cubanos, vestía ligeras ropas tropicales y parecía que los ruidos ya no le aturdían tanto como sucedía en Madrid. Visitó los Estados Unidos y en Miami cuenta un escritor amigo que lo visitó allí escribía en una habitación abierta sin las paredes tapizadas de corcho. Firmemente se instaló en Puerto Rico y la Universidad de Río Piedras lo recibe efusivamente. Fue nombrado Doctor Honoris Causa de la Facultad de Letras y desempeñó además una cátedra de literatura; ante numeroso público compuesto por su mayoría de estudiantes y profesores, explicaba poesía. Lo acompaña siempre su fiel esposa Zenobia y todas las mañanas se le veía conduciendo un pequeño automóvil para llevarlo a la Universidad. El rector Benítez hacía todo lo posible para que Juan Ramón estuviera satisfecho. Su casa pequeña, un chalet blanco y limpio con vista a los horizontes marinos y a los verdes esmeraldinos de borínquen, le recordaba su pueblo de Moguer. Agreguemos que Moguer es un pueblo andaluz de la Provincia de Huelva, también blanco y poblado de niños. Cuando se visita los niños escoltan a uno por las calles como si se tratara de una alegre comparsa musical en día de vacaciones. En la picardía y en los gestos se parecen a los que viven en las páginas de “Platero y Yo”: Anita, la Manteca; Arreburra, el Aguador; Pepe, el Pollo.

            Los años pasaron y el poeta era un hombre feliz hasta el día de la enfermedad de Zenobia. Por aquella fecha de 1956 llegó la noticia de habérsele concedido el Premio Nobel de Literatura por la Academia Sueca. Es éste el más alto galardón que existe hoy para los escritores que han alcanzado la cumbre de la fama. En esos días de la noticia Juan Ramón estaba muy triste por la enfermedad gravísima de su esposa y no era el momento propicio para celebrar entre los dos con alegría el galardón obtenido.

            Cuando desapareció su esposa aquel año, Juan Ramón Jiménez no volvió a escribir poesías. Su querida musa de tanto tiempo había dejado de existir y él no sobreviviría mucho. Así fue. Falleció en 1958, dos años después, y entonces sus cuerpos fueron trasladados a Moguer conde duermen el eterno sueño tranquilo, que merecen unos que han sido buenos y útiles en la tierra.

            En la Casa-Museo de Juan Ramón y Zenobia, en Moguer, el visitante puede leer en las paredes una frase original del poeta que sintetiza maravillosamente lo que fue su vida; dice: “Amor y poesía cada día”. Eso y no otra cosa fue su existencia, limpia y noble, digna de ser imitada por todos aquellos que aspiran la inmortalidad”.

 

(Tricolor, enero de 1969, pp. 13-14).

 

 

 

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

 

                                                               Rufino Blanco-Fombona

 

 

 

LA misma tarde de mi arribo a Madrid, enfermo con una fiebre de 40 grados y una angina agudísima. Llevo seis días en reclusión: no puedo leer, no puedo conversar, no puedo comer. No valía la pena de hacer un viaje para caer en cama, solo y triste, en un cuarto de hotel, a tantas leguas de mi casa, de mis amigos, y de los seres y cosas que me son familiares. Pérez Triana viene a verme y me distrae. También han venido, por turno, Gregorio Martínez Sierra, Manuel Machado, Pedro de Répide, Villaespesa, Valle-Inclán, y por último Juan Ramón Jiménez, uno de los poetas jóvenes que más ruido están haciendo en España. Me parece que tiene la afectación de no ser afectado. Si no me engaño, de la vida no conoce más que los poemas. En el fondo es un romántico. Vive en un sanatorio –romanticismo de nuevo cuño. Los románticos de ahora quieren estar enfermos de neurosis y habitar en los sanatorios, como los románticos de antaño enfermos de tisis y morir en los hospitales.

            Respecto de Jiménez, quizá me equivoque y sea éste un juicio prematuro. De todas suertes, es un hombre que interesa, social e intelectualmente; de piel muy blanca, a pesar de ser andaluz, ojos lánguidos y obscuros y una barbilla negra de corte un poco a la Boulanger.

            Sus versos me parecen llenos de silencio y como forrados en algodón: enamorado de Hécate, este poeta nocturno canta la blanca luna y la melancolía de la media noche, en los jardines de los conventos y en los dormidos campos.

            Es un poeta de gelatina. Le falta nervio. Su desosada poesía parece una bandera sin viento y sin asta: sin lo que hace ondear, sin lo que hace erguir; en suma, un trapo de colores por tierra. Pero debajo de ese guiñapo pintoresco late un alma sentimental, de una delicadeza enfermiza, un alma que tiene la enfermedad de las ostras y cría perlas.

            Cuanto a factura, nada nuevo: romance octosílabo, manejado con soltura, eso sí, y lleno de frescura juvenil.

            No puedo escribir más tiempo: las sienes me duelen, me duelen los ojos, la garganta, el cuerpo todo: soy una pobre caja de dolores.

 

 

(Revista Nacional de Cultura, julio-agosto de 1958. Publicado originalmente en  “La Lámpara de Aladino”, 1915).

 

 

 

 

El Tranvía de los Domingos

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

 

                         Manuel Rodríguez Cárdenas

 

 

En hora terrible llega el Premio Nobel a Juan Ramón Jiménez. Zenobia Camprubí, la novia del “Diario de un Poeta Recién Casado”, aquélla del 1916 en las murallas de Cádiz,

                        ¡Tan finos como son tus brazos,

                    son más fuertes que el mar!

muere ahora a su lado. El poeta, débil como la hoja madura, pende del tallo, en la oscilante claridad de la luna.

            Cuando le dieron, al alba, la noticia, se levantó llorando del rincón en que velaba. Desnudas paredes del hospital, manecillas del reloj sobre la mesa, pasos apresurados en los pasillos.

            El poeta, distinguido con el más alto galardón que dan los hombres, hizo una declaración escrita. Y dijo lo que tal vez nadie ha dicho hasta ahora en semejante ocasión: “El premio me llena de tristeza”. Jaime Benítez, rector de la Universidad, fue el encargado de comunicarle la nueva. Y pintó después la escena: los rasgos en piedra del poeta, húmedos de lágrimas; la esposa moribunda iluminándose con la última ternura.

            La vida de Juan Ramón Jiménez se ha deslizado toda bajo el signo de la melancolía y de la soledad, que ha sabido volver fecundas. Muchos de quienes le conocieron en sus días de mayor acción, le censuraban el cortante ingenio, la inadaptibilidad, la frase de punzante ironía. Intelectuales o gentes del pueblo. Recuerdo lo que me decía un barbero puertorriqueño de la calle 112 en Nueva York. Y lo que comentaba Luis Beltrán Guerrero de regreso de un viaje a Buenos Aires. Advierto que Guerrero fue conmigo, en los días más luminosos de la juventud, admirador apasionado de Juan Ramón; lectores de madrugar comentándolo... Juan Ramón se apartó de todos, quizás para encontrarse a sí mismo. Y de la coincidencia en la soledad nace su obra. Pura, límpida. Sencilla, espontánea y perfecta, como tal vez le agradaría que la llamasen.

            Me correspondió conocer al gran poeta en San Juan de Puerto Rico. En la Universidad de Río Piedras, donde el poeta enseña literatura oí a los estudiantes, para él y su esposa, las palabras más puras. Me llevaron a ver su biblioteca donada la Universidad. Decían “Juan Ramón y Zenobia” en términos inseparables y compactos, íntimos y cordiales. Esto explica el mensaje del Rector a los estudiantes, cuando les invita a leer de nuevo, bajo la sombra de los tranquilos árboles que pueblan el parque, y con ocasión del premio, los versos ya sabidos del poeta. Y es que Puerto Rico está orgulloso de su serena presencia.

            Sereno hoy y triste como siempre. Muy viejecito, blanca la barba que puntiaguda fue y famosa, caídos los mostachos sobre el acartonado semblante, Juan Ramón Jiménez parece ya fuera de toda realidad, lejos de las preocupaciones inmediatas. La voz es fina, muy opaca, la palabra lenta, el pulso trémulo. A los costados de la frente espaciosa le caen mechones ralos y negros, sobre las cejas negras, en contraste con la barba que allá, abajo, prolonga con el mentón, la aguda línea de la nariz. Habla frecuentemente de su quebrantada salud pero no pierde la norma de tiempo equilibrio que le imponen las buenas maneras. No puedo decir que conocí al comentado Juan Ramón de las ironías y el mal carácter. Por el contrario vi y hablé  a un hombre fin, ausente de la pasión –odio o amor- que el hombre engendra. A su lado, como una sombra, pero cubriéndole como madre, la exquisita Zenobia Camprubí.

            La ocasión en que le encontré por primera vez fue para mí causa de verdadera sorpresa. Yo conocía las ideas estéticas del poeta. Su insistente inclinación a “la minoría”. Me sabía de memoria aquello  de “No creo en un arte popular exquisito –sencillo y espontáneo... No hay arte popular, sino tradición popular del arte”. Lo había leído y meditado muchas veces. Por eso me admiró saber que entraba al Teatro “Tapia” de San Juan, donde se presentaba con gran éxito el “Retablo de Maravillas”, para conocer el folklore y los bailes populares de Venezuela. Su visita, muy extraña porque una reciente gravedad había multiplicado su aislamiento, debía suponer gran esfuerzo por parte del poeta. Tomó asiento en un palco acompañado por Zenobia. A un lado su médico. Yo sentía, junto con todos los venezolanos, el teatro lleno por la fina presencia del poeta. Alguien advirtió que no hiciésemos alusión a su visita porque podría molestarse. Hasta las fotografías que debían perpetuar para nosotros aquella gentileza tan honrosa, las tomamos con sumo cuidado, dadas las sugestiones de algunos amigos. No obstante, cuando fuimos a su palco en el entreacto, parecía complacido. Fue muy agradable y cordial. Se mostró agradecido por nuestras atenciones. Nosotros nos retiramos satisfechos de haber podido registrar aquella inaudita presencia frente a las hermosas tradiciones de nuestro pueblo.

            Hoy, cubierto para siempre por el reconocimiento de los hombres, entrado a la fama universal y asomado a la lengua de todos los países, Juan Ramón Jiménez marcha con sus últimos pasos bajo el aire de la inmortalidad. Hace mucho tiempo que tenía en nuestros corazones americanos y españoles un propicio rincón. Yo le imagino, ahora, inclinado sobre la blanca sábana donde se muere su novia. Por el aire de bromuro y calofrío cruzará como yedra la lejana remembranza:

                                             Se quejaba.

                                      No le preguntes: “¿Qué tienes?”.

                                      Como de luna, alumbraba

                                      la belleza de sus sienes...

 

 

 

(El Nacional, 28-10-56, p. 4).

 

 

TRIBUNA LIBRE

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

 

                            Luis Conte Agüero

 

Cuando se dice Juan Ramón, se sabe que es Juan Ramón Jiménez, el hombre que quiso sustituir todas las ge delante de las letras i y e por la jota de su Juan y su Jiménez. Recuerdo que siendo presidente de la Asociación de Estudiantes de la Escuela de Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana, envié una comunicación al claustro de la escuela en la que aparecía la palabra dirigir escrita dirijir. Un profesor quisquilloso señaló la falta, y cuando me informaron de su actitud comenté: dígale a es profesor que lea a Juan Ramón Jiménez.

            Tal vez un día se ponga de moda y se convierta en uso escribir con jota dirijir, oríjenes y todas las palabras similares. Eso evitaría confusiones. La g se utilizaría solamente delante de las vocales A,O,U.

            Más que la gramática, ahora nos interesa la vida, ahora nos interesa la muerte. Juan Ramón se nos fue. Se nos fue con Platero, el burrito tierno de su poema en prosa, triunfo sublime del estilo y del espíritu. Fue a encontrarse con él y con los niños que con él retozaban. En los pastos celestes hablará con Platero y le llevará al hociquito un terrón de su premio Nobel.

            Porque Platero es lo mejor de Juan Ramón, lo que llega más fácil al corazón de todos, de los niños y de los adultos, de los incultos y de los intelectuales. Es un mensaje de belleza para el sentimiento. Un chorro de luz y de poesía para bañar la sensibilidad. El analfabeto al que le lean Platero se conmoverá con su emoción, aunque no pueda captar toda la milagrería en el dominio exquisito del idioma. Platero es su obra popular, su voz para la multitud. Fue más determinante en la adjudicación del Premio Nobel que la producción selecta del maestro para las mentalidades depuradas y los críticos exigentes. En “Platero y Yo” su mano maestra acaricia el arpa de la sensibilidad humana. Eso explica el número de ediciones, la traducción a múltiples idiomas, la consagración multitudinaria de quien escribió para los escogidos:

 

                                           No la toquéis ya más

                                        que así es la rosa.

 

            Los pueblos lamentan la muerte del poeta y del hombre. Del poeta superior que cantó con voz de eternidad, aunque quiera ubicársele en una escuela, que influyó en el habla de su tiempo, que tuvo seguidores y discípulos, que fue crítico respetado, auriga de modos literarios, productor incansable. Del hombre que fue fiel a un ideal, amó la libertad y rechazó la invitación del gobierno franquista de irse a vivir, de irse a morir en España. Ahora lo llevarán allá y lo enterrarán en suelo español. Sus restos irán junto a los de su esposa, su dulce Zenobia, su amada Zenobia, recientemente fallecida. Junto a ella en la vida. Junto a ella en la muerte. Junto a ella en el suelo. Junto a ella en el cielo.

            Sube tranquilo, Juan Ramón. Acá abajo te lloran los buenos, los dignos, los novios de la luz, los hermanos del amor, los padres de las revoluciones, los hijos de la libertad.

            Sube tranquilo, Juan Ramón. Allá arriba te espera Platero con la mejor sonrisa de su hocico ingenuo, con los blancos dientes relucientes en las sombras y con un niño alado sobre el lomo.

 

 

 

(Últimas Noticias, 31-5-58, p. 2).

 

 

A 8 AÑOS DE SU MUERTE

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

                                                 Claudia Nazoa

 

 

En la literatura española dos personajes cabalgan por la eternidad: Don Quijote a lomos de su flaco caballo –el personaje de ficción-, Don Juan Ramón Jiménez a lomos de “Platero” borriquillo de acero y algodón, el personaje de la realidad y de la poesía.

            Hace ya ocho años lo escueto del cable trajo la noticia: el 29 de mayo murió Juan Ramón Jiménez. Sobrevivió poco tiempo a su Zenobia, la fina traductora de Tagore que fuera su musa y su amor por espacio de cuarenta y tres años. El Premio Nobel de Literatura –que le llegó en tardío reconocimiento- encontró anciano y cansado, aguardando en la sala de una clínica de San Juan de Puerto Rico, que la muerte llegara de una vez y le arrebatara a su esposa, muerte que se produjo tres días después, sumiendo al poeta en la más profunda pena, y en un aislamiento que abandonó sólo para reunirse con ella en una sencilla tumba.

EL POETA Y SU OBRA

            Vida prácticamente sin biografía, dedicada en su totalidad, durante sesenta años a cultivar en silencio su amor por la belleza. Vía luminosa recogida en la intimidad de artista, Juan Ramón Jiménez revela en sus primeros libros la influencia del Modernismo y especialmente de su máxima figura, el gran poeta nicaragüense Rubén Darío. Pero el espíritu de Juan Ramón, su toque vaporoso ligero, la desnudez esencial para expresar la belleza, lo distinguen del lujo formal que caracteriza a esta escuela.

            Juan Ramón, discípulo de Darío, se convierte a su vez en maestro e influye poderosamente en los llamados poetas de vanguardia. “De su obra están ausentes las ideas y las realidades exteriores y es toda, como la de los místicos, expresión en palabras de puras e inefables realidades interiores”, ha dicho con justicia Federico de Onís.

            A través de más de sesenta años dedicados íntegramente a la poesía, produjo arte sutil y musical, en un anhelo de sencillez y espontaneidad a la que alude en la carta-prólogo a su “Segunda Antología Poética (1898-1918) publicada en 1922: “La perfección en arte- dice, es la espontaneidad, la sencillez del espíritu cultivado”.

            Sus libros más característicos son: “Almas de Violeta” (1900); “Ninfeas” (1902); “Rimas” (1902); “Arias Tristes” (1903); “Jardines Lejanos” (1904); “Elegías Puras” (1908); “Elegías Intermedias” (1909); “Olvidanzas” (1909); “Elegías Lamentables” (1910); “Baladas de Primavera” (1910); “La Soledad Sonora” (1911); “Pastorales” (1911); “Melancolía” (1912); “Laberinto” (1913); “Sonetos Espirituales” (1917); “Diario de un Poeta Recién Casado” (1917); “Eternidades” (1918); “Piedra y Cielo” (1919); “Belleza” (1923); “Poesía” (1923); “Unidad” (1925); “Sucesión” (1932). En prosa escribió Platero y yo, en 1914, la más famosa de sus obras. Y en el género de la crítica “Españoles de Tres Mundos”.

            Dirigió las revistas “Sí”, “Índice” y “Ley” y escribió un diario poético en 1927.

            Lo mejor de su obra poética está recogido en una Antología realizada por el propio poetas: “Poesías Escogidas de Juan Ramón Jiménez” (1922).

PLATERO PLATERILLO

         En Andalucía, todos los borriquillos se llaman Platero, en honor del compañero manso y dulce que llevó a cuestas la humanidad transida del poeta “por aquellos caminos de nopales, madreselvas y malvas”. Más que un libro para niños Platero es, en la literatura universal el canto a la ternura primaria, la comunión de un hombre con alma de fuente y de un animal-niño. De ojos “como escarabajos obscuros”.

            Platero... Platerillo... Platerete... que lleva al poeta por los caminos de Andalucía, Platero que muere: “La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo y sus patas rígidas y descoloridas se elevaban al cielo... Por la cuadra en silencio, escondiéndose cada vez que pasaba por el rayo de sol de la ventanilla, revolaba una mariposa de tres colores. Platero, el borriquillo gris que hacía exclamar a los gitanos: “tié acero”. Platero, el borriquillo cuya alma “pace en el Paraíso, en un prado de rosas eternas”. El mismo prado de rosas eternas en donde está Juan Ramón, su dueño.

JUAN RAMÓN, EL EXILADO

            Juan Ramón dejó España durante la guerra civil y su tragedia fue el exilio. Perdió a Moguer, a la tierra y al cielo de Andalucía.

            No quiso volver, no pudo. No podía su sensibilidad soportar el desgarramiento de ese crimen absurdo que fue la Guerra Civil Española.

            La Guardia Mora de Franco, la División Cóndor de los alemanes, espantaron a Platero de su tierra florida... y espantaron a su dueño hacia el peregrinaje eterno, siempre con España... Siempre esperó volver a Andalucía a su cielo “azul por sobre todas las cosas”. Su nostalgia le hacía decir del cielo de Nueva York:

 

“como tu nombre es otro,

                                    cielo, y tu sentimiento

                                    no es mío aún, no eres

                                                                 cielo”.

 

            Bajo su cielo de Moguer, tan amado, reposa al fin Juan Ramón Jiménez. Junto a los prados donde, hoy y siempre, un borriquillo llamado Platero trota entre las flores.

 

 

 

(Últimas Noticias, 29-5-66).

 

 

           

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

A LA PUERTA DEL HOSPITAL

 

    San Juan, Puerto Rico.- Juan Ramón Jiménez, poeta español de 74 años, felicitado por sus amigos en San Juan de Puerto Rico, después del anuncio de que se le había otorgado el Premio Nobel de Literatura de 1956. Con él, al salir del hospital donde su esposa se hallaba ya gravemente enferma de cáncer, aparecen el Dr. Fernando Battle, Jaime Benítez, Canciller de la Universidad de Puerto Rico y el Dr. Luis Ortega. El domingo 28, la compañera de Juan Ramón, Zenobia Camprubí, falleció. (AP).

 

(El Nacional, 30-10-56, p. 23).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

           

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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