Vicente Antonio Vásquez Bonilla 

 

Máxima, después de una ardua labor de convencimiento, lleva a su esposo, Gregorio, a Guazacapán; tierra de brujas y hechiceros. Van en busca de doña Licha, famosa bruja que le fue recomendada por su comadre. Los acompañan sus dos pequeños hijos, Eloísa y Teodoro, y una hermosa gallina negra que será ofrendada a las secretas deidades del inframundo, antes o durante el secreto ceremonial, según lo disponga la oficiante.

            —Vení, acompañame —le había dicho Máxima al dueño de su amor—, esa señora es una maravilla, cura todos los males. Sé que no estás enfermo, pero su tratamiento será como una vacuna que te librará de males futuros y gozarás de envidiable salú.

            —Bueno, lo haré, sólo por complacerte; porque ya sabés que yo no creo en esas babosadas. ¡Estafadoras, eso es lo que son!

            Máxima no respondió nada. Sólo con que hubiera aceptado, estaba más que satisfecha y feliz.

 

            Arribaron al pueblo y, preguntando, preguntando, llegaron al barrio Mulasharo y luego, al lugar en donde atiende doña Licha. El “consultorio” está ubicado en una calle secundaria, paralela a la calle principal. El resto de la manzana lo ocupan humildes viviendas, a excepción de un bien surtido comedor, que linda con la parte posterior de las instalaciones del local de doña Licha, situado a la vera de la mencionada calle principal, que es parte de la carretera sin pavimentar que cruza la población.

La hechicera goza de fama y es tan popular, que al entrar al amplio salón que sirve de sala de espera, encontraron a gran número de clientes, haciendo cola a la espera de ser atendidos. Pagaron el valor de los servicios “profesionales” a la persona que cumple con la función de recepcionista y le entregaron a la inocente gallina que, ese día, pagaría el pato, y recibieron el número 23, que identificaba al turno que se les asignó.

            —Tienen tiempo para dar un paseo y conocer el pueblo, o hacer lo que crean conveniente. Al turno 23 le tocará como a las dos o tres de la tarde. Aquí, al otro lado de la manzana, hay un comedor, allí pueden almorzar.

            —Gregorio, apenas son las nueve de la mañana —indicó Máxima—, vamos a tomar un refresco.

            La familia encaminó sus pasos hacia el local que les indicó la recepcionista, entraron y pidieron el refresco que a cada quien le apeteció; los niños los consumieron con rapidez, mientras que Máxima y Gregorio lo hacían despacio, degustándolos, pues tiempo era lo que les sobraba.

Los niños salieron a la puerta y luego se sentaron en la orilla de la acera a platicar y a observar lo que acontecía en su entorno.

            Gregorio y Máxima escucharon dos detonaciones, que podrían ser cohetes o disparos de bajo calibre.

            —Voy a acompañar a los niños —dijo el padre—, no hay que perderlos de vista.

            —Sí, andá. Yo me quedo aquí un rato, descanso y disfruto de la agradable temperatura.

            Goyo se sentó a la par de sus hijos. Luego observó que enfrente, en un lote rústico, un muchacho manipulaba de entre unas piedras a dos aves muertas, un clarinero y un zopilote. A ambos los sostenía de las patas, con las cabezas, como si fueran plomadas de albañil, apuntando hacia el suelo. No estaba seguro si el joven trataba de colocarlas o retirarlas de las piedras, pero finalmente el muchacho se alejó con los dos cadáveres. A continuación, un patojo se aproximó a las piedras y las regó con lo que parecía ser semillas o migajas de pan, y luego se encaminó hacia unos matorrales cercanos en donde se encontraba semioculto un hombre adulto con un rifle de calibre 22.

            —¿Te fijaste papá? —dijo Teodoro, señalando hacia los matorrales—, ese hombre malo está matando a los pájaros. ¡Pobrecitos!

            Mientras Goyo observaba al cazador, un ave pequeña descendió entre las piedras, de seguro en busca del alimento que servía de cebo.

            —¡No! —gritó Eloísa, mientras se levantaba y corría hacia la trampa—¡Pajarito. No! ¡Te van a matar!

            Sonó el disparo, pero el ave, ante el espaviento de la niña, ya había volado y salvó su vida.

            El cazador frustrado abandonó su escondite y, furioso, se dirigió a Gregorio.

            —Imbéciles —increpaba a Gregorio y a los asustados niños—.  Me hicieron desperdiciar un tiro. ¡No se metan en lo que no les importa!

            —Perdone señor; pero a mis hijos les dio lástima el pobre pajarito.

            —¡Qué perdone, ni qué nada! ¡Vos sos el responsable de los patojos y te maldigo! Tus ojos se cerrarán y no verás más, para que aprendan a no estar mirando lo que no les va ni les viene.

            Luego escupió con fuerza al suelo, pisoteó el esputo e hizo girar el pie sobre él, como si tratara de matar a un indeseable bicho; dio media vuelta y se alejó rumiando su malestar, antes que Goyito tuviera tiempo de replicar nada.

            Máxima, ante el escándalo, salió y tras enterarse de lo acontecido, le indicó a sus hijos que entraran al local y que no se despegaran de su lado.

            —Háganle caso a su madre —ordenó Goyo—. Mientras tanto voy a dar una vuelta por el pueblo, quiero conocer la iglesia que vimos al llegar.

            —Tené mucho cuidado —recomendó la mujer—, no te vayás a meter en otro clavo. Aquí te esperamos.

            El matrimonio no se enteró de que el frustrado cazador era el marido de la hechicera, quien cazaba aves silvestres para vendérselas a los clientes pobres, a los que no tenían suficiente dinero para pagar los servicios y al mismo tiempo presentar una apropiada ofrenda para el sacrificio ceremonial. Así, se agenciaba de unos centavos extras, aunque les advertía que, si bien las ofrendas muertas eran adecuadas, no eran tan efectivas como las vivas.

 

            Gregorio encaminó sus pasos hacia el templo. Llegó a la entrada del solar que albergaba a la iglesia y que estaba formado por tres arcos; ingresó por el arco central, que era el más alto, descendió dos gradas y ya en la plazuela se dirigió al edificio que estaba a unos treinta metros de distancia. Ingresó y en ese momento se desarrollaba un acto religioso. «Qué a tiempo llegué —pensó—, hay misa» Buscó un lugar adecuado, se colocó de hinojos y oró: «Señor mío, siempre he creído en ti y en tu poder infinito. Perdona mis pecados cometidos y los que pueda cometer. Si hoy estoy aquí, no es porque crea en brujerías. ¡Tú lo sabes! Es sólo por complacer a mi amada esposa. Perdona mi debilidad, al darle ese gusto.» En ese momento se acordó de la maldición que acaba de recibir. «Padre, perdona mi temor; no creo en esas cosas, pero no puedo evitar sentir miedo. Me encuentro en este pueblo lleno de brujos, en donde campea el mal por todos lados y, quizás, eso hace que sienta temor y que mi fe se debilite. Protégeme y refuerza mi fe. Amén.» Por largo tiempo elevó sus oraciones al Creador y derramó algunas lágrimas por considerarse inmerecedor de la protección divina, debido a su tambaleante fe.

            Cuando terminó la misa, salió del templo y dispuso dar una vuelta alrededor del edificio para observar sus detalles arquitectónicos. Al llegar a la parte trasera, vio que había otra entrada y, oyendo que en el interior continuaban los cánticos, decidió entrar de nuevo. La puerta estaba abierta, pero sólo pudo avanzar dos o tres metros; los arreglos florales del altar mayor le bloqueaban el paso. Tomó la decisión de salir y continuar su recorrido. En ese momento, sintió que los párpados se le pegaban y no podía abrir los ojos. ¡No veía nada! Asustado, empezó a palpar todo lo que estaba a su alrededor y con terror busca la salida para huir de allí. Tal vez era la maldición que se hacía presente en castigo por su pecaminoso proceder y por su tambaleante fe.

            A tientas, salió del templo; guiándose por las paredes continuó rodeándolo y poco a poco sus párpados se fueron despegando y, cuando de nuevo llegó a la puerta principal, ya había superado el mal. En ese momento, Intentó entrar, arrodillarse y darle gracias a Dios por su recuperación, pero... «Bueno —pensó—, ya oré; Dios me escuchó, y además, ya es la hora del almuerzo y mi familia me espera.» Tomó rumbo al comedor en donde había dejado a sus parientes.

            Llegó al merendero y no encontró a sus familiares. Preguntó por su esposa y la dependiente le indicó que ya la señora y los niños se habían ido a la consulta, que dejó dicho que almorzara y que allí lo esperaban.

            Comió con gusto un guisado de pollo y, sintiéndose satisfecho, salió del local, bajó de la maltrecha acera y ya sobre el camino de tierra, inició la caminata para dar la vuelta a la manzana y llegar al consultorio. En ese momento, los ojos se le pegaron de nuevo. ¡No veía nada! Como se encontraba sobre la vía, por donde transitan los escasos vehículos que cruzan el poblado, se sintió, y con justificación, en peligro. Podría ser atropellado. Empezó a tantear a su alrededor, pero sus manos sólo encontraban el vacío. «Si tan sólo hubiera entrado de nuevo a la iglesia —se recriminaba— y le hubiera dado gracias al Altísimo por su misericordia. ¡Pero no! ¡Imbécil! Preferí no perder tiempo y venirme. ¡Este es mi castigo!». Muerto de terror, clamó por ayuda. Alguien lo tomó de la mano, lo guió al segmento buena de la acera y lo encaminó hasta el consultorio. Conforme caminaban, logró abrir un ojo y luego, con dificultad, el otro. Le agradeció a quien le sirvió de lazarillo por su amable atención y se despidió.

            Entró a la recepción. En ese momento no se encontraba nadie. Tuvo oportunidad de recorrer el amplio espacio y examinar lo poco que había: un escritorio y una silla para la recepcionista, varias bancas para los creyentes, un cuadro del “milagroso” Maximón, quien lucía uno de sus múltiples y vistosos trajes, y varios cromos de escaso valor, quizás, de deidades de la India.

Las paredes interiores del local no llegaban hasta el techo de dos aguas, y ante la falta de cielo raso y el silencio imperante, se oía lo que se hablaba en los ambientes vecinos. Reconoció la voz burlona de la empleada del comedor.

            —Aquí estuvo el tal don Goyo. Ése, al que usté maldijo hoy en la mañana y se veía preocupado; pero bien que comió. Si supiera el baboso, que la gaína que se hartó era la misma que trajo la pendeja de su esposa, quien ya le canceló el “servicio” a doña Licha, y todavía el marido, viene a pagar por el almuerzo —y rió con ganas.

            —Sí, qué buena onda la de la Licha, verdá, poner el comedor y utilizar lo mismo que la gente le trae para los sacrificios, y los majes todavía vienen a comer felices y agradecidos.

            —Doble ganancia. Buza caperuza que es doña Licha, verdá.

            —Simón. Mientras haigan babosos ¡A vivir de ellos se ha dicho!

            Don Goyo, al escuchar semejantes sandeces, sintió ira contra su esposa por ser tan ingenua y contra sí mismo por ser tan complaciente. De inmediato se dirigió a la entrada de la “clínica”, pero antes de tocar a la puerta, a sus oídos llegó la voz de su esposa. Con curiosidad, y con el puño en alto, se detuvo.

—Doña Licha, gracias por recibirme, antes de que llegue mi esposo.

—Ya sabe que estoy para servirla —artificiosa, le respondió—. ¿Qué problema tiene? ¿En qué la puedo servir?

—Vea —le dijo, volteando a ver a sus dos pequeños hijos, para estar segura de que no la escuchaban, y al comprobar que se entretenían viendo los artículos que usaba la hechicera para el desarrollo de sus actividades, prosiguió—, yo soy mera celosita y sufro mucho. Se lo confieso. Lo que quiero es que “trate” a mi marido de tal manera que se olvide de que existen otras mujeres. Que tenga ojos sólo para mí y que me ame el resto de su vida. Por supuesto, que él no se entere del milagrito, ya que cree que lo traigo por asuntos de su salú.

Gregorio ya no escuchó la respuesta que iniciaba la hechicera y, sin apellidarse Samsa, se sintió cucaracha. «¡Ve qué cabrona, para lo que me trajo!». Y, descontrolado emocionalmente por lo que acababa de escuchar, tocó con fuerza e insistencia, y cuando la puerta le fue abierta, sin mediar palabra entró con premura, tomó de la mano a su esposa y la sacó a remolque. Ella, sorprendida, pues nunca lo había visto así, lo siguió sin chistar, y los dos niños, a paso ligero, seguían a sus padres.

            A partir de esa fecha, Gregorio se juró que jamás, pero jamás, visitaría a ningún hechicero ni permitiría que su amada esposa lo hiciera. Ya era suficiente la vergüenza pasada y las burlas sufridas, para volver a caer de pendejo.

Lo que no se explicaba por estar fuera de su alcance, y quedaba en el misterio, eran las cegueras momentáneas que experimentó; podrían deberse a que su débil espíritu había sucumbido a la fuerza de la sugestión inducida por la maldición recibida o a las fuerzas del mal que de alguna manera actúan sobre los seres humanos. «No hay que creer ni dejar de creer.» Acotó.

           

 

 PARA TODOS LOS QUE LLEGARON HASTA AQUÍ Y PARA LOS DEMAS TAMBIEN

AUNQUE NO SE ENTEREN. CON CARIÑO,CHENTE

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