Alejo Urdaneta

DE FUEGO...

Escribir en el tiempo de octubre cuando todas las emociones vuelven al igual que la historia del mes de las historias, de las revoluciones, de hallazgos y muertes, de tormentas y humedad y calor. Escribir en octubre por tantas cosas de ese décimo fruto: el viaje desde la Rábida que leo en un viejo libro, las tormentas de San Francisco, las pasiones de todos los siglos; escondido yo en un desván pleno de cosas olvidadas, con harapos de recuerdo en álbumes amarillos; escondido yo para que no descubran la debilidad que tengo por esas cortinas de tiempo que todo lo envuelven, porque son sudarios gastados que no guardan ni un rasgo del rostro moribundo, magro de tanto sufrimiento, de Rosamaría, aya que cuidaba de niños y enfermos y que después no cuidaba sino las flores de una corona de difun¬tos que ella tejía sin cesar. Secretos de algún amor, tal vez, o el remordimiento que le pudo dejar un acto inconfesable. Una corona de difuntos que todavía cruje en el rumor de la lluvia, para alguien que la recordará desde la nostalgia. Y ahora, en este octubre de tanto calor, escondido en el desván de Rosamaría mientras leo la aventura de un viaje ultramarino que sólo pudo hacer un loco, y mientras golpea furiosa la lluvia con golpes de cilicio, me viene a la memoria lo que el aya me dijo siendo niño. En ese lugar se había cometido un grave delito, y era un mes de calor, tal vez octubre como éste, quizá domingo, cuando los mayores de la casa estaban en la misa de la tarde. Porque no eran sino cuatro personas, con el aya como compañía: la madre, la tía soltera y dos niños, él y ella, los que guardaban en la penumbra de un recogimiento el rigor de la devoción que se exigía en el hogar. Pero Rosamaría no me dijo delito sino una palabra que entonces me impresionó: habló de locura y pecado, de algo terrible que fue la causa de la muerte de la madre y de la enfermedad de la tía soltera. Había un corredor que llevaba a las escaleras que subían hacia el desván, donde colgaba una hamaca tejida que creo haber visto en el lugar de los trastos que hoy es mi sala de lectura. El aya contó el suceso desde la puerta del corredor mientras veía la hamaca mecerse en el desván, suavemente primero, con creciente intensidad luego, pero siempre con un movimiento di¬ferente al que hacen las hamacas cuando se mecen, y se acercó y abrió los pliegues del tejido para en-contrar dos cuerpos todavía impúberes pero jadeantes de calor cuando sudaban, uno sobre el otro, resbalando entre sus propios sudores. El aya dio un grito de advertencia y los separó, pero ya habían unido sus pasiones y lo que restaba era el cansancio de los cuerpos invadidos de sueño.
La historia que escucho desde el desván parece obra de una alucinación. La escena está en este ambiente empolvado, de paredes desconchadas, en las que apenas un rastro del pasado queda. El cuadro con la figura de San Cristóbal con el niño Salvador sobre sus hombros es una reliquia de símbolos que me coloca en la orilla de un río intemporal, con la evocación del relato de Rosamaría. Tal vez la presencia de octubre en el desván, con el olor de las cosas que ella decía; estas huellas, los viajes del Almirante y el batir de la lluvia en una ventana manchada de polvo y de viento, despierta recuerdos que veo en las paredes y en los tafetanes desleídos que riegan el desván. Algo de la lectura en las sombras olvidadas del cuarto abandonado convoca la memoria del relato de Rosamaría, pergamino cuajado de cicatrices como las cortinas, sudario que protege el secreto de la estancia curtida de tiempo.
Este silencio está también en las calles, como el mutismo que desde la silla mece tus anhelos. Eres esa niña que habla sin palabras, dominada por la lluvia de octubre, pasión que desea comunicar; y en la violencia sin ruido que se esconde en todos los lugares de este templo, estás conmigo y me das el juego húmedo de la convulsión de tu mirada, cerco que me aprisiona. En esta alcoba de recuerdos vas asumiendo forma para definir lo que no puedo entender pero siempre sentir.
Algo se mueve en algún rincón. Puede ser una alimaña o la etérea presencia de Rosamaría que me dice de nuevo su historia. Pero yo la sé, vieja amiga; sé que eras joven como yo y que tus pasiones se con¬tenían en el silencio de esta alcoba de murciélagos. Desde la mañana comenzaba a escucharse el murmullo de tus canciones de púrpura, encendidas y roncas como las que transmitía la radio de la casa, el único motivo que podía darte un desahogo. Era repetir languidez y desacuerdo, alguna vez llanto y rabia, porque sólo tenías ese camino y los niños eran alivio y podías jugar con ellos aventuras que sólo tú podías inventar. Los cuidabas y eras el auxilio de la madre en las tareas de mantenerlos limpios y acomodados para que su presencia fuese grata. Te acercabas a ellos y los mimabas con palabras y caricias, hacías tuyos sus cambios de humor y reías cuando los niños lo hacían, y te enfurecías por los castigos, casi siempre inmerecidos, que les imponía una severidad de ceniza. Querías más al niño. Le dabas una protección que suponías necesaria, y el calor de tu cuarto herrumbroso se convertía para él en refugio de sorpresas nunca confesadas a los mayores. Eras también niña; tus juegos sonaban campanas y despertaban desasosiego en los silencios que se ordenaban al atardecer. Un silencio rojizo como las cortinas con que envolvías el cuerpo de los niños, disfrazados a destiempo de fiestas, para que pareciesen reyes o para que el roce de las vestimentas ocultase la fruición de sus sentidos. Porque los juegos incitaban curiosidad y el ropaje tomaba sentido de prohibición. Podían los niños estar juntos bajo aquellos mantos y sentirse libres de vigilancia, y podías tú ser el arlequín que creaba gestos equívocos para ellos. Eras sumisa pero también reina en el mundo de las invenciones; dabas la magia y dabas la sombra, y corredores y patios eran tinglado de sorpresas.
El viento crece en la hora última del día, igual que la lluvia desatada de octubre, y en el álbum que veo sobre la mesa se desteje la maraña y escucho de boca de Rosamaría el episodio que me empeño en evocar. No, no fue así lo que pasó. Eran dos niños en la casa y yo los quería como hijos, o como hermanos menores. Por el varón sentí desde el principio una atracción especial. No podía verlo sin inquietarme y creo que él también me veía con atención. La niña era menor y con ella la relación era primero tensa; luego dejamos pasar nuestros celos y diferencias y nunca más nos enfrentamos. Cuando ellos jugaban, los seguía y quería jugar también; pero no me dejaban hacerlo y entonces me sentía mal. Pero eran juegos inofensivos que sólo nos daban alegría y nos emocionaban. Pero estabas tú y ahora puedes hablar desde la página amarilla del álbum, y mi voz tiene resonancias de montaña en este recinto cerrado de octubre. Di, entonces: Soy el niño del relato del aya, siento su presencia vital, su olor limpio, per¬fume natural del agua nunca envilecida por artificios. La veo venir silenciosa en la hora de la tarde, cerca ya la ceremonia de la misa a la que irán mi madre y mi tía, como siempre lo hacen. Ha venido desde su alcoba montada más arriba del corredor donde jugábamos con mi hermana menor. Ha pasado por los caminos de nuestras aventuras y trae algo en las manos: un libro de fotografías para enseñarme cosas comunes. Y siento que está diferente, que algo desconocido hasta entonces se muestra sin recato. Me invita al corredor y jugamos con frutas y cuerdas un juego de sugerencias. En los techos y aleros las palomas saltan y se persiguen, y en la calle suena el viento y está el río que los niños no pueden cruzar sin la ayuda de San Cristóbal, porque si estuviese con nosotros el río sería apenas un es¬tanque o un charco insignificante; pero ese río no puedo cruzarlo a solas y los santos no han acudido a esta cita de imágenes prohibi¬das que salen a locas de las páginas del álbum de Rosamaría. No sé dónde pudo hallar el libro azufroso, púrpura como los labios del aya en ese mo¬mento. La hamaca en el desván es el mejor lugar para sentir la zozobra y el tormento, ver con impaciencia las figuras que descuelgan de retablos de sangre, van por baldosas que sudan y se esconden en materos retorcidos, hasta llegar a la hamaca que adquiere formas nuevas cuando se mece como nunca se mecen las hamacas. Y el grito de mi madre y el asombro de la tía interrumpen la danza del oleaje, ritmo de espuma en una arena hecha fiebre por el calor lluvioso de esta tarde de octubre, en la penumbra de un desván que abre sus ventanas para que se propague el grito y la saciedad de dos cuerpos ya cansados, ya olvidados de culpa para siempre.

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