Anoche,
recostado en mis soledades pasajeras,
oí tus pasos.
Sentí tu presencia,
caminabas de un lado a otro,
como si quisieras recorrer el mundo
tan solo en un instante.
Algo inquietaba tu trascendencia de vida.
oí tu voz profunda,
como si discutieras con el tiempo
y con el espacio
que no pueden contenerte.
Sentí en lo profundo de mi espíritu
tus inquietudes,
tus sueños inconclusos.
Tu presencia era inmensa;
casi puedo decir que sentía tu respiración.
Me levanté,
caminé hacia tu presencia;
ahí estabas,
imperturbable,
infinito.
Me miraste a los ojos,
te miré con mucho respeto.
En tu mirada percibí toda tu grandeza,
tus batallas,
tu gloria.
Sentí tus triunfos,
tus ilusiones.
Te sentí humano,
te ví cara a cara.
Sentí tu elevado espíritu,
no eres un simple hombre,
porque tu personalidad y tus proezas
trascienden todos los tiempos,
todos los espacios posibles.
Me llamaste hijo,
en ese instante te reconocí como padre.
Eres padre de la libertad,
ideal de todas las revoluciones;
ejemplo eterno de los pueblos que luchan.
Tenias la espada en la mano,
desenvainada;
brillaba como el sol,
rugía como millones de truenos.
Tocaste mis hombros con tu espada invicta
y mirándome a los ojos me dijiste:
-¡Lucha!
Oí tu orden y tu grito inmenso:
-¡Lucha por tu patria que es la mía!
¡Libera a los pueblos oprimidos!
¡Grita por todos aquellos y aquellas
que no tienen voz!
Detrás de mí estaba un pueblo,
tu pueblo Bolívar,
el pueblo de la patria grande y universal,
el pueblo de todas las patrias juntas.
Ese mandato de libertad no era solo para mí,
era para todos los revolucionarios del mundo;
era el grito sagrado de liberación.
Bolívar,
convertiste mis soledades pasajeras
en sueños de libertad.
Comprendí en lo más profundo de mi conciencia
que había nacido en la tierra sagrada de libertad,
tierra de libertadores y libertadoras.
Recordé que mi primer grito al nacer fue: ¡Venezuela!
Obed Juan vizcaíno Nájera.
Maracaibo-Venezuela.
17 de Septiembre 2006.