Hoy te diré quién soy, poeta amigo. Te hablaré de mi paso por la vida.
Cuando mires a un niño harapiento
deambulando en las calles,
me estás mirando a mí.
Nací en la calle. Allí me crié.
Un árbol fue mi Padre –pues me brindó cobijo-;
bajo su sombra
aprendí a ser truhán,
igual que mis congéneres del barrio.
Conozco las trapacerías que ha diseñado el hombre
para domar al mundo…y convertirlo en suyo,
a bajo costo, y con poco esfuerzo.
Árbol… y calle;
bajo tu sombra añosa
desfila el mundo.
Por esas calles
aprendí los misterios del amor,
y aprendí la rudeza.
Un callejón cualquiera fue testigo
de aquel, mi primer beso.
Y en una madrugada de un día que no importa,
la navaja en mis manos
dibujó en las camisas de otros pillos
en bermellón y rojo –porque no soy un santo–,
una lección moral y de respeto:
se puede ser un pillo,
y ser un caballero con las damas.
Lo que he aprendido
me lo enseñó la calle: Mala maestra.
Guardo un secreto:
Poses del Kama Sutra
y Ananga Ranga.
Un día
mi Padre me guardó entre su tallo y sus raíces,
un libro de poemas.
Eso cambió mi vida.
¡Qué gran regalo, Padre, el que me diste!
Con ese libro
descubrí que la gente
–aunque sean malas y aparenten cosas–,
llevan por dentro la semilla buena;
y hasta en el ser más vil y despreciable,
está guardada el alma de un poeta.
Se los digo,
porque sé que es así.
He visto toda
la maldad y la angustia
en un espejo.
Camino entre la gente.
Y sigo siendo un hombre de la calle.
Nací en la calle.
Y un árbol fue mi Padre: Me dio cobijo.
Voy cada día
y hablo con él; le digo:
¡Te quiero, Padre!