Jesús,
Hijo de David, ten compasión de mí,
sana a mi hija,
está muy enferma.
Se ha consumido su enfermedad
todo cuanto teníamos para vivir.
Atiende por favor mis suplicas,
Dicen que un demonio la atormenta siempre.
Me arrodillo delante de ti,
Mesías de pueblo extranjero.
No me ignores,
mira a mis ojos para que veas,
y puedas sentir el dolor de una madre.
Estoy desesperada,
quiero mirar tus ojos,
tu alma,
se que eres un hombre sensible.
Mi hija tiene el rostro desencajado,
el dolor de no encontrar alivio la ha deteriorado.
La gente cruel le dice loca,
solo somos ella y yo.
Todos y todas nos han abandonado.
Ya soy una mujer casi anciana,
Cuando yo muera…
quedará desamparada mi hija,
ten compasión de mí.
- Dios me ha mandado solamente a las ovejas de Israel.
No esta bien darle la comida de los hijos a los perros-
Dijiste, como buscando de mi una respuesta
exacta y adecuada.
Oír esas palabras de tus labios,
fue duro y desconcertante.
Nos llamas perras,
¿Qué clase de hombre santo eres?
¿Por qué nos insultas?
Te he buscado Señor como última opción,
he venido con fe delante de ti profeta de Nazaret,
médicos y remedios han fallado.
-Deja que los hijos coman primero- dijiste
No entiendo tus palabras,
he mirado tus ojos Maestro de Galilea,
no encuentro en ellos odio hacia mí
que soy una mujer extranjera.
¿Por qué oigo de tus labios esas palabras?
Suenan duro a mis oídos,
en mi corazón de madre desesperada.
Me miraste con tus ojos llenos de amor,
buscabas dentro de mí no mi dolor que era mucho,
sino mi fe también abundante.
Lo vi en tus ojos profundos,
se metieron en mi espíritu angustiado,
soy una madre desesperada.
Señor,
Hasta los perros comen de las migajas
que los hijos dejan caer debajo de la mesa.
No se que fue lo que pasó,
me sonreíste,
me miraste a los ojos con amor.
Sentí que mi fe había crecido dentro de mí,
mi confianza había crecido,
mi autoestima.
Tú no querías que me acercara a ti
sintiéndome extranjera,
suplicando la migaja de tu amor infinito.
Querías que te viera como un amigo,
como un hermano,
como Dios.
Querías que me descubriera como mujer,
que rescatara mi dignidad perdida,
por los prejuicios de esta sociedad
que rechaza a mujeres,
ancianos, ancianas, sobre todo a los enfermos,
extranjeros y refugiados,
a los que nada tienen.
Querías que me levantara como persona digna,
que no me sintiera en tu presencia pequeña,
por ser mujer, extranjera o pobre.
Cuando entendí esto pude oír tus palabras,
fueron sanidad para mi hija y para mi hija:
- ¡Grande es tu fe!
Hágase como tú quieres.
Por haberte atrevido a hablar como lo hiciste,
cuando el convencionalismo religioso te lo prohibía
con su prejuicio machista y patriarcal.
Vete, ustedes han sido sanadas,
los males salieron de tu hija por tu fe.
Volví a mi casa,
volví a mi realidad,
recobré mi fe y mi dignidad.
Me sentí liberada,
de los prejuicios de la sociedad,
de mis complejos.
Obed Juan Vizcaíno Nájera.
18 de Septiembre 2009.