(Nevenka Pavic - Arte Visual)
Como dos mariposas azules en vuelo, las manos de la curandera avientan el humo de los sahumerios sobre el cuerpo de la paciente. Oraciones atropelladas que nombran supuestas deidades, brotan de su boca encendida de labial rojo furioso. Los ojos extraviados de la víctima de los maleficios, siguen los movimientos al borde del trance. Los alucinógenos estaban causando efecto.
–Son muy fuertes los amarres -dijo la curandera-, esto no se desata tan fácilmente.
“–Levante los brazos; respire hondo por la nariz y suelte por la boca -le indicó con firmeza y fue suficiente: entró en sopor la joven.
Llamó a los parientes y les recomendó que no la despertaran, que la dejen que se despierte sola, que con eso quedaría limpia; que tomara los tés indicados y que, si se mareaba, que no le de importancia, que así iba a curarse.
La llevaron en vilo a la paciente, la recostaron en el sulky y volvieron a casa.
Despertó de madrugada, con un fuerte dolor de cabeza y náuseas. Le dieron la poción y volvió a dormirse.
Juanita -la enferma- era una preadolescente. Hacía un tiempo que había empezado a manifestarse rara. Decía que tenía miedo y no quería quedar sola en la casa; de noche se iba a dormir con sus hermanos varones en otro cuarto, porque en el suyo veía “bultos”, y en una oportunidad creyó ver al diablo. Afligida su madre buscó auxilio en doña Cristina, la curandera.
Juanita sabía bien lo que le pasaba, pero le habían recomendado que no hablara. A pesar de su inocencia se sentía herida, invadida por fantasmas que, como flechas envenenadas, le atravesaban el alma.
A los pocos días de tratamiento quedaron en evidencia sus males: un aborto espontáneo sacó a luz los amarres y se armó el alboroto. Había que encontrar al culpable.
– ¡La niña recién tiene trece! -alardeó la madre. Fortunato, su padre, guardaba silencio. Los miedos no son todos iguales.
Arrinconado Fortunato por las presiones, esa misma tarde ensilló un caballo y se fue a ver a la curandera, con la excusa de pedirle algunos detalles para hacer la denuncia en la policía.
Al final del camino, una jauría de galgos desnutridos, echados en hoyuelos individuales distribuidos en el patio, anunció su llegada. Desde arriba del caballo, no más, golpeó las manos en la puerta de la empalizada y espió por entre las pencas de las tunas que aseguraban el perímetro de la casa. Encendió un cigarrillo y esperó un rato. Desde la penumbra del alero y sin darle tiempo a que hablara, doña Cristina le disparó su sentencia irrevocable:
–Esas cosas yo no atiendo, vaya a ver al cura, que las cuestiones de conciencia requieren de otra terapia.
Y como si hubieran remontado un arma, se escuchó el cerrojo de la puerta que se cerraba.
A Fortunato Calderón, la voz de la curandera le sonó lapidaria. Un intenso escalofrío le recorrió la médula y una bandada de angustias que andaba suelta, hizo nido en su garganta. Al pegar la vuelta, un largo y lastimero aullido de los galgos selló la despedida. En la soledad del camino y mientras rumeaba su infortunio, el silencio del monte de a poco se le iba volviendo tropel en el pecho.
Cuando el oscuro manto de la noche profundizó su negrura en el extremo opuesto de la vida; la bestia que montaba, desde su dócil mansedumbre, esperó el retrasado emerger del lucero para volver sola a la casa.
La curandera, en la convicción de sus saberes, le encendió una vela a san la muerte.
Eduardo Albarracín
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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