NARRATIVA Nº 8. UNA TARDE...ENTRE NARANJOS UN LIMONERO
AUTOR: FREDDY PACHECO
Su mirada de ojos náufragos, grababan en el artista los sortilegios del mágico pincel. Definitivamente profundos e insensatos como dos huellas serpentinas en un prado de azucenas… poblado de naranjos. El sol de la tarde andaluza rasgaba los misterios de una melodía de colores radiantes. Atraída por el umbral de un arco iris se detuvo la musa un instante frente a un espléndido naranjo, y recogió cuatro frutas sedientas para acomodar entre sus brazos; como quien recoge cuatro niñas huérfanas y decide entregarles la ternura de su pecho, el calor de sus manos, para después saborear la dulzura de su alma y convertirlas en néctar de su sangre.
El artista, embelezado por el gesto de aquellas manos y las curvaturas imaginables en el lienzo que había iniciado la tarde anterior, le propuso las llevara consigo hasta el pedestal y posara con ellas. Y esas frutas completarían entonces la composición perfecta entre sus virginales labios, sus senos maternales acariciando la vida. Le dibujó en el aire lo que sería el cosmos pleno de estrellas, la fantasía de soles fulgurantes, casi incendiarios, formando la figura torneada de su cuerpo. Ella sonrió con tal picardía en las comisuras de su rostro, en el guiño infantil de su regazo, que temblaron las manos del artista como si un mandato divino le ordenara pintar aquella expresión de ipso facto en el lienzo.
Llegaron al estudio, ella quitó la capa que cubría de nubes su dorso, dejando entre claroscuros las locuras desafiantes del movimiento… suave y terso, imperceptible y cierto, espectacular en sus devaneos de lujurias escondidas, de mensajes paradisíacos. Ese movimiento de dos colibríes como botones de rosa hipnotizando al espectador del fuego. El pintor invocó a todos los dioses del universo y rogó en silencio, un poco de serenidad a sus pensamientos. Que se detuviera el incendio que provocaban aquellos naranjos en flor coronando el patio de azucenas. Que pudiera encadenar sus sentidos y detuvieran sus manos desesperadas por atrapar las mariposas que batían sus alas sobre las líneas de aquel vientre, ¡las caderas y los muslos firmes!, impunes a las caricias de la crisálida, aún placentera, reposando en los pliegues de sus enaguas.
Inocencia, brevedad y un volcán en las pupilas y en un túnel luminoso que vencería todos los demonios; terrible infierno hundiéndose más allá de lo imaginado en exótica caravana de sensaciones dulces y agrias como los limones pérsicos, matizados, escondiendo su ácido destino entre las fulgurantes pinceladas. En los confines del placer ennoblecido por los tenues amarillos impactados por un follaje… dejado como al descuido, sólo para hacer posibles los contrastes de la vida al fondo del lienzo y los primeros planos de su mirada de ojos náufragos y sus labios rojos.
Aquella tarde en el campo de naranjos el artista había resuelto los planteamientos plásticos del color, las formas y los espacios. Todos los elementos geométricos contenidos en el movimiento incisivo y humano estaban moldeados por la exquisitez de las sugerentes líneas en los movimientos circulares, voluptuosos, agraciados y sensuales. Quedaba un solo camino para culminar la obra: suicidarse en puntos violetas insignificantes, lucecitas y resplandores artificiales cerca de su cara, glorificando el dejo de distancias en los espacios respirables de la composición. Eso embriagaba al artista y complacía a Dios aquella tarde, ya en la habitación desnudando sus ansiedades hasta dejar el brillo de aceites ungiendo el delirio y la pasión.