Pasaje de un Artista
Alejandro era un artista, un pintor marcado por su naturaleza mística y erótica, un hombre maduro, elegante, serio, inteligente. Sus manos eran mágicas y los pinceles se sentían a gusto acariciados por ellas. Su vida era metódica. Caminaba en las noches, recorría los mismos lugares, descubriéndolos cada vez. Su mundo era el arte y aquella mujer.
Ella era una mujer joven, esbelta, con una belleza ingenua que hechizaba. Su mirada era dulce y peligrosa a la vez. Tenía cabellos rojos muy largos y ensortijados. Sus ojos eran color esmeralda, sus labios sensuales y su cutis de porcelana. Parecía una estatuilla de vitrina. Tenía tatuado en su hombro izquierdo un pequeño cupido, bien colocado, que hacía más provocativo su gesto de dejar caer el tirante de su vestido. Beatriz, que así se llamaba, era una magnífica bailarina. Por “bailarina de las estrellas” la conocían todos los visitantes asiduos al cabaret Tropicana.
Los días transcurrían como sueños, guardando en cada uno de ellos un manantial de amor que sólo podía brotar los trece de cada mes. Sólo ese día las vidas de estos amantes cambiaban radicalmente de estilo. Alejandro no pintaba. Beatriz no bailaba. La última vez que se vieron, estuvieron juntos en Varadero. Pasearon tomados de la mano, recorriendo de arriba abajo toda su geografía peninsular. Fue una jornada inolvidable. Se amaron como nunca, en cualquier lugar, en todo momento. Las horas no les alcanzaban. La entrega era total, el acople perfecto. Las piedras los cubrían de miradas indiscretas. La playa de vez en vez los recibía en sus cristalinas aguas. Sus cuerpos lujuriosos dejaban huellas efímeras en la arena húmeda de la orilla, rastros que las olas en su retozo borraban para ser cómplices de ese amor turbulento y loco. No querían desprenderse, como si presintieran que esa sería la última vez…
Sólo con ella Alejandro olvidaba la sensación de vacío. Se desprendía de esa personalidad rígida y seca y se convertía en el más apasionado de los amantes. Besarla era una bendición. Sentir su cuerpo era estremecerse, vivir y morir a la vez, resucitar. Junto a ella experimentaba los placeres más sublimes, las más formidables e impensadas locuras, los besos más tiernos y sentidos. Al terminar el día, llegaba la triste despedida y sus vidas regresaban a la inercia de su cotidianeidad.
Él volvía a sus pinturas. Pintaba todo el tiempo antes de sus caminatas nocturnas. En sus cuadros daba vida y gestos a las imágenes guardadas en su memoria; lo hacía apasionadamente. Su amada era el centro de la mayor parte de sus obras. También era la única que lograba alejarlo del pincel cuando acudía a su encuentro el esperado día trece de cada mes. Renovadas las energías, regresaba él para pintarla con locura desmedida, delineando con exquisitez cada parte de su cuerpo, proyectando en el lienzo ese instinto sensual desmesurado y fascinante que en él ella despertaba.
Después de cada encuentro Beatriz volvía a su danza. Con elevado rigor, repetía una y otra vez los ejercicios que le permitían mantenerse a la altura de su exigente profesión. Bailaba con soltura, los ritmos parecían nacer del movimiento sísmico de su cuerpo Sus pies apenas rozaban el tablero, parecía que volaba.
Llegó el próximo mes y, con él, su día trece. Pudo haber sido un mes cualquiera. El reloj daba las campanadas como si anunciara la cita de siempre. Ese día ella iría a su apartamento. Él la recibiría con todo su amor. Esta vez le había preparado una cena romántica a la luz de las velas. Todo estaba dispuesto. Pero Beatriz no apareció.
Alejandro continuó todo el día y la noche observando desde su silla el caballete pálido y mudo, la cena intacta, las velas mutiladas, las copas sedientas. Amaneció en el mismo sitio, inmóvil, sintiendo un olor a soledad que lo ahogaba. Se levantó, y con pasos inseguros, abrió la ventana. La claridad de la mañana encandiló sus ojos. Los cubrió con el dorso de su mano derecha, hasta adaptarse a la luz. Miraba con tristeza hacia la calle cuando vio entrar al cartero en su edificio. Bajó rápidamente hasta su buzón con la esperanza de encontrar algún mensaje de su amada. Revisó con avidez los remitentes de la correspondencia recibida. Ninguno tenía relación con ella. Regresó decepcionado a su apartamento. Lanzó con descuido toda la correspondencia sobre la mesa. Tomó el periódico y comenzó a hojearlo casi por inercia, sin prestar atención a noticia alguna. Al llegar a la página cultural su vista se detiene casi por casualidad sobre una pequeña información situada en su parte inferior. Alejandro queda atónito al leer lo que la nota decía:
Muere en accidente en la mañana de ayer la “bailarina de las estrellas” cuando conducía su auto a gran velocidad…
Alejandro sabía que a esa hora Beatriz corría a sus brazos. No hubo palabras, ni lágrimas. Silencio, mucho silencio y un hondo pesar. Nadie mejor que él sabía que esa tragedia lo marcaría para siempre. Con el tiempo el dolor se agotaría poco a poco, hasta convertirse en resignación, pero su vida ya nunca sería igual que antes.
Aun sin proponérselo, sus recuerdos evocaron la última cita, esa pasión de entonces, ese aferrarse y desgarrarse con un deseo incontenible, los retozos en aquella playa, ese apetito de sexo, las palabras, las caricias sublimes, las miradas tiernas, el roce de las manos, el contacto de la carne, los orgasmos lujuriosos, ese raro presentimiento que los impulsaba a no desprenderse, a aislarse del mundo cual si fueran adolescentes en fuga. Quizás el destino les dio ese maravilloso y último recuerdo, sabiendo, que sería el último.
Alejandro se convirtió en un ermitaño, se cerró al mundo. La mujer que le fue arrebatada era su inspiración, su motivo, su lado bueno. Pasaban los días y las noches y él trataba de ver con vida a Beatriz en los cuadros que le había pintado con tanto amor. La miraba con una ternura infinita, con una tristeza inacabada. Su mano acariciaba con lentitud las líneas de sus cabellos, su rostro, sus labios, esperando por largas horas que la imagen del lienzo mostrara mediante algún movimiento alguna señal de vida. Su frente sudaba y por sus mejillas se deslizaban lágrimas de dolor profundo. Estaba lleno de desesperación. La ira y la desesperanza lo invadían una y otra vez. Por momentos enloquecía, la furia y la culpa se apoderaban de su mente. Tiraba todo al suelo como si nada tuviera sentido. Se deformaban sus facciones y su impotencia lo envenenaba. A veces tanto amor mata. Alejandro no volvió a pintar. Su sexo, sus manos y su musa murieron con Beatriz, ese día 13, de un mes cualquiera.
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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