Inútil sería considerar una secuencia apóloga de la palabra y todo lo que ella implica para contar una historia breve, real, concisa, clara y concreta. Eran jóvenes, se amaban intensamente y podían expresarlo solo a través de las miradas furtivas que se prodigaban en cualquier sitio en que pudieran encontrarse o llegar a tener un mínimo diálogo. Podían expresarlo solo a hurtadillas, porque para la época en que les tocó vivir, todo o casi todo era pecaminoso. El romanticismo, no obstante, acuciaba sus urgencias y alteraba el ritmo de por sí exaltado de sus vigorosos corazones. Ella tenía 18 y él 21 jóvenes y sedientos años. Obsesionados estaban cada uno por su lado y según sus circunstancias aunque más no fuera por llegar a tocarse. Rezaban para que ello ocurriera cada domingo cuando iban a la misa vespertina. Un domingo, “El” domingo llegó. Llovía torrencialmente y la poca gente de la aldea, quizás porque no tenía la ansiedad de llegar y verse como ellos sí tenían, prefirieron quedarse en casa. Cuando el Cura entró y los vio, cada uno estaba sentado, circunspecto, en cada extremo de las dos primeras filas de bancos. Entonces dijo: “Ana, Miguel. Hoy vamos a pasar por alto la misa. Sé de la bondad de vuestras almas y sabe Dios que una celebración más o menos, no será óbice para debilitar vuestra Fe. De modo que os daré la comunión y luego, cada uno, a su casa”. Así lo hizo, dijo una oración también breve, los bendijo, les dio una palmadita cariñosa en cada uno de sus rostros encendidos por la pasión que el Sacerdote (tal vez por su edad) no advirtió. Dio media vuelta y mientras recordaba que a ambos los había bautizado, se dirigió a la Sacristía para luego retirarse a sus aposentos. Lo que siguió fue la más pura, urgente y exacta puesta en escena de un amor largamente contenido. Se metieron debajo del altar mayor, amparados por las largas, blancas y bien planchadas cortinas que las señoras del apostolado preparaban cada semana para adornar la Iglesia. Y allí mismo, entre el “fru fru” de la enagua de ella, sus jadeos, sus besos y caricias y la tersura y la turgencia y el silencio recalcitrante del hombre acompañado de la habilidad innata de sus manos, al frente del propio Sagrario que parecía haber adquirido un nuevo brillo ante el milagro propicio, repitieron una y otra vez la paradigmática historia que realizan una mujer y un hombre que verdaderamente se aman, más allá o más acá de cualquier tipo de barreras de orden moral, religioso, ético, autoritario, inquisidor. Se amaron repetidamente y sin mesura ante el propio Dios durante el largo tiempo que duró la lluvia. Sin recatos ni remordimientos. ¡Fueron felices! Lo que siguió, es “harina de otro costal”.
Ricardo Arregui Gnatiuk
Poeta del Mundo De mi “Tacurú”
(De mi “Relatos Inverosímiles”)
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¡Muchas gracias!
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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