Jhonny Olivier.
Venezuela.
“Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva,
porque el primer cielo y la primera tierra pasaron,
y el mar ya no existe más.”
<Apocalipsis 21:1>
Apocalipsis.
La brisa del desierto azotaba los montículos de arena que se enaltecían como buscando la gloria de alguna deidad celestial oculta en aquellas siniestras y desembarazadas llanuras despobladas. El remanso de aguas escasas emitía un hedor pestilente, consecuencia de su propio estancamiento, inevitable es apreciar en lontananza la agonía de una superficie térrea, hendida y descampada. Sólo quedan los vestigios de una vegetación que en una época fue devastada salvajemente, con desnudos propósitos egoístas, sin considerar siquiera que una pesadilla como ésta podía hacerse vigente de manera tan apremiante. Nos dejamos cegar por la soberbia y la ambición que supuestamente nos ofrecía una falsa sensación de poder, ocasionando un efímero y aparente bienestar social.
A lo lejos, en aquel tumultuoso vacío agreste, se vislumbra la figura etérea de un hombre, el cual avanza con dificultad en contra del vendaval que azota aquella tierra maldita por la ignominiosa perversidad del destino. Un silbido ensordecedor es producido por las fuertes ráfagas de viento, ocasionando la imposibilidad total de cualquier contacto auditivo, es decir, la comunicación oral, resulta improbable si no se está a escasos centímetros del oído. De momento, aquel individuo se detiene y se queda inmóvil, expectante, como tratando de tomar aliento después de una larga y cruda travesía, en donde sólo existe polvo, ventisca y desolación. A la distancia, se puede divisar un pequeño recoveco de lo que una vez fue un río, aguas impetuosas de gruesos caudales naturales, se transformaron en chorrillos que corren cuesta abajo y que se pueden atravesar de un salto sin mayor esfuerzo. Una vez hubo llegado al riachuelo en cuestión, aquel hombre se arrodilló y comenzó a llenar un recipiente muy celosamente —no sin antes mirar con detenimiento, de soslayo, como esperando que no apareciera lo que no se desea encontrar—, tratando de no verter demasiada suciedad en él, apartando con una mano los residuos que viajan arrastrados por aquella endeble corriente acuosa. Aquellas aguas pestíferas delataban una historia lóbrega, emitiendo como especie de jadeos moribundos que confiesan la repugnante alucinación de un pasado gris, manchado con sangre inocente, víctimas de la ambición desmedida de un inmutable elitismo económico y social, que sólo pretendía conservar la supremacía sobre el resto de los habitantes del planeta.
Ahora se puede corroborar con mayor aserción que se trata de un hombre añoso, de aproximadamente unos ochenta años de edad, sus manos trémulas, hendidas y desgastadas, despliegan huellas que el tiempo y el trabajo duro han dejado en su costra. En el destierro, fulgurando en el firmamento, se advierte una mancha en el cielo, como una especie de aurora que no puede vadear la espesura del contexto hostil que apena al ambiente, se trata del Sol, cuya luz no puede trasponer la espesura de aquella silente llovizna terrosa que ahora asfixia la vida del planeta.
Una vez hubo llenado aquel recipiente con agua, el anciano emprendió su marcha de regreso, haciéndose invisible al confundirse con el vasto horizonte y las máculas arenosas que, revolotean como antaño lo hacían las hojas de los árboles en las más hermosas tardes de primavera. La peor pesadilla de la humanidad se ha hecho realidad, el holocausto nos ha sorprendido, como si no sabíamos que esto iba a suceder irremediablemente.
En una época industrializada, se hablaba de niveles aceptables de contaminación, para así tratar de convencer a los higienistas y ambientalistas de que el daño ocasionado a nuestro hábitat natural, era mínimo en comparación a los servicios y beneficios proporcionados a la sociedad, por estas compañías en cuestión. Sin embargo, hubo considerables derrames de petróleo en los océanos, las reservas naturales lentamente fueron devastadas, alegando que el desarrollo de la civilización requería de ciertos sacrificios imperceptibles que, en ningún momento alterarían el equilibrio de los ecosistemas. Lentamente nos fuimos ahogando en nuestros propios desechos cloacales, los gases tóxicos emitidos por los vehículos y las empresas paulatinamente fueron envenenando nuestro torrente sanguíneo, desplazando el oxígeno y menguando nuestras fuerzas, obscureciendo nuestra mente y haciendo de nuestra sociedad un enorme ataúd mefítico en donde todos moraríamos, tal cual fosa común que fue dispuesta por la inconciencia de nuestros actos y la soberbia de una ilusa hegemonía.
Aquel anciano, una vez hubo atravesado ese inhóspito pasaje de regreso hasta su morada, pudo volver a reunirse con su familia, su nieto salió a recibirlo, ayudándolo a la vez, con mucho entusiasmo. Aquel niño, era inocente de los sucesos que habían acontecido hasta la fecha y que ocasionaron la cuasi extinción de las especies vivientes en el planeta. Él, pensaba que aquello era algo normal y que el medio ambiente siempre había estado como hasta la fecha se advertía. Siempre veía a su abuelo con la mirada perdida como buscando un no sé qué, en aquel horizonte confuso y siniestro, se podía apreciar en su temperante trajinar que celaba muchos secretos, seguramente, aquel decano, guardaba con recelo recuerdos que lo mantenían al filo de un exquisito delirio de aquiescencia temporal.
En la noche de aquel día, sentados ambos bajo la bóveda celestial, aquel niño, nombrado Sarín, se dirigió a su abuelo, al que todos conocían como Órdago, inquiriéndole:
— Abuelo, ¿por qué a veces tu mirada se pierde en la distancia, como buscando una réplica, acaso no tienes tú todas las respuestas? En ocasiones puedo notar el miedo que te atrapa y no te deja vivir en paz, háblame del pasado ¿Qué fue lo que sucedió y te tiene tan perturbado?
— Sarín, mi pequeño Sarín. Cómo explicarte lo inexplicable. Cómo decirte que mi pasado es la mancha que ensombrece tu presente. La vida en la tierra fue hermosa en una época en donde existía una armonía prodigiosa entre nosotros y La Naturaleza, pero no fuimos capaces de apreciar lo que teníamos en ese momento: el canto de las aves, las aguas cristalinas de los manantiales, el aire puro que colmaba nuestros pulmones, el candor de las estrellas que iluminaban el firmamento, las hojas de los árboles que caían dócilmente abrigando y abonando la tierra, las lluvias que de manera natural humectaban los terrenos y hacían crecer las plantas, los ríos y los océanos que nos sosegaban la sed y el hambre. Parecía que esas maravillas nunca menguarían, no podíamos estar más equivocados, no se sabe el valor de algo, sino hasta que lo hemos perdido. Nunca consideramos que las generaciones supervivientes sufrirían encarnadamente las consecuencias de nuestras absurdas, ambiciosas y destructoras conductas con el único objetivo de conseguir la supremacía sobre los demás seres vivos.
Luego de un silencio recóndito pero necesario, en donde cualquier sonido hubiera rasgado la conciencia de ambos sin permiso alguno, Sarín, nuevamente se dirigió a su abuelo, tratando de escudriñar en su conciencia:
— ¿Por qué te sientes tan culpable de algo que no hiciste tú solo? Según lo que he entendido las personas decidieron en colectivo destruir su propio medio ambiente, suena así como una especie de suicidio en masa, o algo parecido.
— Sarín, cómo te explico Sarín, lo que apenas yo logro entender. Cuando existe un problema que nos afecta a todos, si no colaboramos en la solución del mismo, entonces llegaremos a ser como un tumor que nos carcomerá inexorablemente hasta llegar al más sombrío de los ocasos. Todos los que malamente hemos sobrevivido a este holocausto, ahora tenemos que cargar con la culpa de no haber hecho nada, cuando aún se podía remediar el daño que estábamos ocasionando a nuestro propio y único hogar. Cada vez que veo a mi alrededor no puedo evitar recordar lo bello que era este mundo, pero sólo eso puedo hacer, hay tantos buenos recuerdos, cómo me gustaría poder de alguna manera mostrártelos, para que pudieras entender el porqué de mi aflicción permanente. Sólo espero que ustedes los jóvenes nos puedan perdonar por haberles dejado tan inhóspito legado, sin embargo, me gustaría especular un poco, pensando que gracias al ímpetu y a la gallardía de la juventud, algún día la situación favorezca a nuestro medio ambiente, permitiéndole volver a ser lo que fue en una época, para que tus hijos y tus nietos puedan tener la oportunidad de ver árboles, aves, ríos y peces como una vez los hubo en demasía.
Órdago, trataba de exponerle a su nieto lo inexplicable, porque no existen palabras que puedan de alguna manera lógica explicar el porqué de nuestras excéntricas acciones del pasado. El silencio era la mejor manera de expresar el duelo que guardaba en su aliento, cuando nuestras acciones no tienen una explicación terrenal, el tiempo y el sigilo nos darán las respuestas que tanto añoramos saber. Pero el pequeño Sarín, necesitaba escuchar de la voz de su abuelo, alguna palabra de aliento que le calmara esa trémula y sedienta impaciencia, característica propia de la mocedad, producto de la más hilarante inocencia que todo niño pregona con sus cándidas palabras cuando busca una respuesta que, por cierto, sólo el tiempo se la ofrecerá.
Las vidas de Sarín y su familia, estaban enlodadas por la herencia de sus antepasados, no obstante, siempre existía una razón para seguir luchando. Mientras existan motivos, habrá siempre esperanzas para seguir viviendo, por más adversas que sean las situaciones que nos toque enfrentar. La capacidad de supervivencia de los seres humanos es sorprendente, si tan sólo hubiéramos utilizado ese mismo tonelaje en el pasado, cuando se requería tomar decisiones que hubieran cambiado ese rumbo lúgubre, al cual nos enrumbamos sin retorno hasta nuestros días, otra hubiera sido la historia que ahora estoy narrando. No obstante, lo poco que tenemos ahora es lo que cuenta, no debemos desperdiciar el tiempo añorando el pasado con falsos lamentos, si de algo nos puede servir recordarlo, sería para que no se repita.
Y pensar que en una época nos jactábamos de las bellezas que nos ofrecía La Naturaleza, de sus beneficios para nuestra salud física y mental, de la gran variedad de su exótica e infinita flora y fauna. Cada vez que era descubierto un nuevo espécimen, se consideraba digno de estudio, además, cuando alguna especie estaba en riesgo de extinción, se realizaban campañas internacionales a favor de rescatar a esos animales de la inminencia de un declive funesto. Sin embargo, nuestra ambición se burló de nosotros, hasta el punto de ser traicionados por nuestra propia inconciencia.
Con el pasar inexorable del tiempo, el pequeño Sarín, se fue convirtiendo en un joven robusto, prudente y elemental, gracias a los sabios consejos de su abuelo. Aquel joven llegaría a comprender la importancia que tiene atender oportuna y consecuentemente las necesidades básicas del ambiente, para poder tratar de rescatar lo poco que quedaba de nuestro frágil entorno natural. Cuando se tiene poco, pues sólo eso se puede perder, por lo tanto, una vez que reconozcamos nuestra propia carestía, entonces nos dedicaremos, de una vez por todas, a tratar de subsanar nuestros errores, a tratar de ser personas más humanitarias, dejando de lado ese ilusorio apetito voraz que nos enceguece y nos conlleva a renunciar a nuestros propios orígenes elementales. Las respuestas a todas nuestras interrogantes las encontraremos en La Madre Naturaleza, por ende, el bienestar de nuestra salud física y mental, estará directamente relacionada a la frecuencia con que tengamos contacto directo con nuestro entorno natural. Sarín, dedicaría parte de su vida a tratar de enmendar lo irreparable, colaborando en la creación de grupos voluntarios para el rescate de lo irresarcible. Añorando constantemente con levantarse algún día y ver aquellas praderas desoladas, verdes otra vez, soñando con ver las aguas fétidas de los ríos convertidas en límpidos remansos, ofreciendo vida y esperanza a los animales que dependen de la candidez de sus aguas.
Una vez que hemos conseguido un horizonte por el cual luchar, le daremos significado a nuestra vida, una vez que orientemos nuestra propia existencia, comenzaremos a valorar el entorno que nos rodea, ergo, una vez que empecemos a apreciar lo poco que tenemos, aprenderemos a ser felices. Sarín, llegaría a descubrir lo bendito que era, cuando al fin comprendió con mayor claridad que en vez de estar quejándose por lo afortunado que fueron sus antepasados —al tener la oportunidad de poder vivir en un ambiente completamente natural—, debía aprender a ser feliz con las migajas de ecosistema que había heredado. La felicidad no es un pendón que se consigue al final del camino, sino una forma de vivir, el viejo Órdago, se la pasaba quejándose por lo que no pudo hacer para evitar lo irremediable, en cambio, Sarín, encontró la sabiduría necesaria para poder aprovechar en demasía lo que otros consideraban inútil, él, pudo realzarse donde otros cayeron de hinojos. Y a pesar de las desavenencias, su vida sería muy aleccionadora para las demás personas que, sólo se dedicaban a quejarse en vez de aprender a disfrutar de lo que les había ofrecido el destino, porque aunque fuera poco, pues eso era lo único que tenían. Es preferible aprender a ser felices, asumiendo nuestras propias carencias con gallardía, en vez de vivir en zozobra soñando con algo que quizás nunca llegaremos a tener.
La Madre Naturaleza, nos ofreció su cobijo y su simiente de vida, durante años nos dio la luz y la oscuridad, nos brindó su calor y su frescura, nos proporcionó agua y alimentos, nos proveyó de las medicinas necesarias para sanar las enfermedades que propiciamos a medida que nos fuimos alejando de ella, nos ofreció los más bellos y coloridos paisajes que hayamos visto jamás, la inmensidad de los océanos nos confundía a la vez que nos llenaba de sosiego. Ella, era el origen y era el final, era el camino y el caminante, era la luz en la oscuridad y el ocaso de los días, bastaba con mirar un arco iris en la cúpula celeste, para saber que no había otro camino a seguir, suficiente era con dar una ojeada a las olas del mar sacudiendo las costas, para estar al corriente de su inmensa soberanía. Sin embargo, cuando no nos cuesta nada obtener algo, cuando podemos disfrutar de cosas tan maravillosas sin límites y de manera colectiva, al final, nadie desea comprometerse, esperamos que otro sea el que se ofrezca a cuidar y a conservar, hasta que esa conducta se convierte en un común denominador. Todos disfrutamos de la calidez de su amparo, pero nadie consideró nunca lo impensable, aquella fuente de subsistencia que parecía inagotable, se extinguió ante la mirada mísera de nuestros propios ojos.
Ahora, sólo nos queda seguir el ejemplo de Sarín, quien aprendió que el todo y la nada son lo mismo, que entre la dicha y la desventura no hay mayor trecho que entre el día y la noche, que entre la vida y la muerte tan sólo estaba La Naturaleza. Todos conocemos la sinceridad y por ella sabemos lo que es la falsedad, conocemos la bondad y por ella la maldad, conocimos la obra del Creador y por ende el holocausto. Por consiguiente, la nada infinita, las noches sombrías y el estertor de la muerte, serán nuestro destino de ahora en adelante, hasta el final de los tiempos.
©Jhon Cásmer
Jhonny Olivier Montaño
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GRACIAS POR TU VISITA Y TU VALIOSO COMENTARIO...
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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CUADRO DE HONOR
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