Alejo Urdaneta
Caracas, Venezuela
SEMBLANZA ESPIRITUAL DE PABLO NERUDA
Desde su adolescencia, Neftalí Ricardo Reyes Basoalto decidió cambiar su nombre. El nombre elegido, Neruda, lo había encontrado por azar en una revista y era de origen checo; no sabía que se lo estaba usurpando a un colega, un lejano escritor que compuso hermosas baladas y que posee un monumento erigido en el barrio de Mala Strana de Praga.
El poeta chileno había recibido el don de la creación artística y había publicado en pequeñas revistas y diarios de Chile.
Su nacimiento fue en la Araucania de bosques y lluvia de cataratas septentrionales. Quizás Macondo se puso a llover sin parar, cuando supo que en aquel distante paraje el agua venía por meses enteros; y en casi toda nuestra América ocurría lo mismo. Neruda decía que la lluvia caía como largas agujas de vidrio, interminablemente, y el poeta transfiguraba el hecho natural en melancólica poesía que se quedó en sus ojos y su canto.
Cuando llega a Santiago es para seguir la carrera de profesor de francés, pero su obra había tomado otro rumbo y, desde 1924, iniciaba la composición de los poemas recogidos después en su libro Veinte poemas de amor y una canción desesperada, en 1924.
Lo llamaba desde esa época la actividad política y se unió a la Federación de Estudiantes para hacer contactos con el movimiento anarquista. No descuida su tarea de escritor y al poco tiempo edita Crepusculario, en 1922.
Las dificultades económicas no le impidieron continuar la búsqueda de su liberación plena. Al abandonar sus estudios, su padre le retira toda ayuda material, y va detrás de un cargo diplomático. Sin embargo. Todo lo que obtiene, en 1927, es un destino consular en Rangún, Birmania.
Debe seguir su andariego itinerario y pasea y trabaja en el oriente asiático. De allí saldrá lo que para muchos es su obra más compleja: Residencia en la tierra, libro confesional y hermético que habla en el lánguido tono de su voz, de la soledad y la muerte.
Los cargos diplomáticos le venían bien para situarse en los lugares donde su poesía pudiese desplegarse con la libertad necesaria, la que exige la contemplación del mundo. Asume funciones consulares en Barcelona, bajo la responsabilidad del Cónsul General de Chile en España. Siempre cerca de los conflictos humanos, está en España durante la guerra civil de 1936, y allí escribe España en el corazón.
Al finalizar la guerra española en 1939, Neruda fue designado cónsul para la inmigración española derrotada en el conflicto bélico. Viajó a París y organizó una expedición de españoles con destino a Valparaíso, mientras él se quedó en Francia.
Su regreso a Chile fue en 1940, cuando ya había comenzado la Segunda Guerra Mundial. Pronto estará de nuevo en su andanza para llegar a México y ejercer en ese país el cargo de Cónsul General de Chile en México. Nuevas otras poéticas nacen de esa permanencia en México y luego Cuba, donde publicó su poemario: América, no invoco tu nombre en vano, incorporado después al Canto general.
La actividad política no pudo desplazar a la poesía que era él mismo. Neruda era acción y pasión, y era el paisaje que rodeó su infancia:
“Bajo los volcanes, junto a los ventisqueros, entre los grandes lagos, el fragante, el silencioso, el enmarañado bosque chileno (…) Es un mundo vertical: una nación de pájaros, una muchedumbre de hojas.”
El mundo entero ha celebrado a Neruda y su magna obra. Los carteros llevan la correspondencia a su casa y copian sus poemas de amor; todos hemos amado en la juventud con sus veinte poemas de amor y una canción desesperada. Pero también Neruda ha despertado la conciencia de América ante los atropellos de alguna casta, y ha mirado con ternura la tristeza del indígena.
En un capítulo de su obra póstuma: Para nacer he nacido (1978) nos ha dejado su confesión de amor a Nosotros los indios:
“El inventor de Chile, don Alonso de Ercilla, iluminó con magníficos diamantes no sólo un territorio desconocido. Dio también la luz a los hechos y a los hombres de nuestra Araucanía. Los chilenos, como corresponde, nos hemos encargado de disminuir hasta apagar el fulgor diamantino de la Epopeya. La épica grandeza, que como una capa real dejó caer Ercilla sobre los hombros de Chile, fue ocultándose y menoscabándose. A nuestros fantásticos héroes les fuimos robando la mitológica vestidura hasta dejarles un poncho indiano raído, zurcido, salpicado por el barro de los malos caminos, empapado por el antártico aguacero.”
Lo dicho por Pablo Neruda no es muy diferente a la queja en tono menor de otra gran chilena: Gabriela Mistral, Poetisa de América, al hablar de los aborígenes de su patria y de toda nuestra América adolorida:
[“Raza nueva que no ha tenido la Dorada Suerte por madrina, que tiene a la necesidad por dura madre espartana. En el período indio no alcanza el rango de reino; vagan por sus sierras tribus salvajes, ciegas de su destino, que así, en la ceguera divina de lo inconsciente, hacen los cimientos de un pueblo que había de nacer extraña, estupendamente vigoroso. La conquista más tarde, cruel como en todas partes; el arcabuz disparado hasta caer rendido sobre el araucano dorso duro, como lomos de cocodrilo. La Colonia no desarrollada como en el resto de la América en laxitud y refinamiento por el silencio del indio vencido, sino alumbrada por esa especie de parpadeo tremendo de relámpagos que tienen las noches de México; por la lucha contra el indio, que no deja a los conquistadores colgar las armas para dibujar una ‘pavana’ sobre los salones… Por fin, la República, la creación de las instituciones, serena, lenta…”]
Y estas frases de Neruda, para cerrar mis evocaciones:
“¿Sufre más aquél que espera siempre que aquél que nunca esperó a nadie?”
“Algún día, en cualquier parte, en cualquier lugar, indefectiblemente, te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas.”