Angie de Krassnoff no se hace la víctima, sino que sí es una víctima, aunque por supuesto que no es una víctima de jueces prevaricadores, ni de alguna imaginaria conspiración marxista internacional, ni de violaciones a los Derechos Humanos cometidas en dictadura o democracia: Angie de Krassnoff es otra cara de las víctimas de su marido y de la dictadura.
No recuerdo a Angie de Krasnoff, aunque es más que seguro que me la han de haber presentado más de una vez. En aquel tiempo, cuando Krassnoff vivía el más dorado período de su vida en Valdivia, mi adolescente atención estaba dirigida a mujeres mucho más jóvenes y en lo posible no relacionadas con el complicado mundo de la familia militar del que yo formaba un poco parte. Un poco porque mi padre era en realidad un abogado con grado –no recuerdo específicamente qué grado en ese momento– que lucía su uniforme militar no más de dos o tres veces al año: un milico de mentira, por suerte.
No recuerdo a Angie de Krassnoff, pero sí leí su carta y debo admitir que, contrario a lo que leí en muchos comentarios de lectores y columnistas, Angie de Krassnoff no se hace la víctima, sino que sí es una víctima, aunque por supuesto que no es una víctima de jueces prevaricadores, ni de alguna imaginaria conspiración marxista internacional, ni de violaciones a los Derechos Humanos cometidas en dictadura o democracia: Angie de Krassnoff es otra cara de las víctimas de su marido y de la dictadura.
La vida en la así llamada familia militar de los ochenta era simple: todos éramos gente de bien y ellos –los otros, los comunistas– eran los malvados, mientras que nosotros, nuestros padres más bien, eran los héroes victoriosos que combatían el marxismo internacional que tenía por objeto “convertir a Chile en otra Cuba”. Los miembros de la familia militar gozábamos de cierta comodidad y vivíamos en un mundo bonito, aislado y compuesto exclusivamente por más miembros del mundo militar y simpatizantes oportunistas de la clase alta que nos hacían sentir que nosotros también pertenecíamos a la oligarquía y que juntos éramos “lo mejor de la patria”. En los eventos de este mundo no recuerdo que sonaran los valses de Strauss, pero sí a los Quincheros sonando en la ramada aislada que se hacía en el casino de oficiales del Regimiento Cazadores. Estéticamente era todo muy parecido al mundo que se ve en algunas películas y series de la Alemania Nazi. No es de extrañar que hubieran censurado la serie Holocausto, porque la comparación era demasiado evidente.
Este mundo falso era, sin embargo, claro, pletórico de jerarquías sagradas, botones dorados, rituales llenos de sentido, espadas y sables, saludos protocolares y no tenía ningún misterio: lo blanco y lo negro se distinguían claramente y no había espacio para otros colores o matices. Los mismos esbirros que servían a la dictadura de Pinochet sí eran padres amorosos que cuidaban de sus familias porque, además, “la familia era el núcleo fundamental de la sociedad”.
La familia militar nunca supo de violaciones a los Derechos Humanos porque para ellos –y en ese entonces yo era más o menos uno de ellos– nunca existieron esas violaciones. Lo que sí sabían era que, en una “guerra”, habían matado comunistas que eran personas “intrínsecamente perversas” que querían “venderle la patria” al “yugo soviético”. Para ellos “comunista” era sinónimo de mal y los comunistas eran simplemente personas que no creían ni en su dios, ni en la familia, ni en la propiedad y estas eran razones suficientes para detenerlos a cualquier costo. Matices tales como socialdemocracia, democracia cristiana, izquierda cristiana y radicalismo entraban en el mismo saco que los comunistas, porque los oficiales que yo conocí nunca fueron gente especialmente ilustrada.
En este contexto, lo que para el resto del mundo fueron siempre violaciones a los Derechos Humanos, primero nunca ocurrieron para la familia militar, luego fueron un mal necesario para la salvación de la patria y, finalmente, como gran concesión, fueron excesos cometidos en el celo del cumplimiento del deber, la obediencia debida y otras excusas. Era más grave que no saber lo que ocurría: era la imposibilidad de poder entenderlo, evaluarlo y sopesarlo.
Desde 1990, mientras el resto de Chile y el mundo se enteraban poco a poco de lo sucedido en la dictadura de Pinochet, la familia militar se cerraba en sus mal entendidos valores tradicionales y en las misas celebradas por capellanes bien distintos a los curas de la Vicaría de la Solidaridad. Así, el mundo militar no cambió en la misma medida que lo hizo el resto del país –todavía hay una Biblioteca Presidente Augusto Pinochet Ugarte en la Academia de Guerra.
Por ello para mujeres como Angie de Krassnoff no ha habido crímenes, sino heroicas gestas en las que su apuesto marido combatió con el valor de los cosacos. Para Angie él no cometió ni violaciones a los Derechos Humanos ni violaciones puras y simples, sino que es un héroe traicionado por Chile, porque cuando la dolorosa verdad comenzó a saberse en los noventa, la familia militar creyó que todo no era más que un montón de mentiras de “comunistas resentidos”.
Aquella cerradura mental, con la que a estas alturas identificamos la familia militar, se apreció entonces como un valor intrínseco en su universo cerrado, como una forma enferma de ser “consecuentes” y “leales” porque no importaba todo el peso de la evidencia, porque la palabra de un “soldado de la patria” valía más que toda la evidencia del mundo: había nacido una nueva fe.
Es en este contexto que el cierre del penal Cordillera es para ellos una vejación sin sentido. Ya era suficiente con que sus héroes estuvieran presos sin motivos, porque para ellos y sobre todo para muchas de ellas, sus maridos están presos por las meras artimañas de los “jueces comunistas” y no porque de verdad hayan cometido algún crimen.
El salto para ver de verdad el mundo y salir de la visión de la familia militar es difícil, en mi caso, necesité de educación universitaria, apertura mental y el terrible ejercicio de humildad que significa cambiar de opinión. Esto, sin embargo, es aún más difícil para mujeres que fueron siempre en su mayoría dueñas de casa y cuyas principales obligaciones eran atender a una serie de eventos de señoras de oficiales en las que corría una jerarquía paralela a los grados de sus maridos. Mi madre, abogado y secretaria primero de un tribunal de menores y luego de uno del crimen, evitaba lo más que podía esas reuniones por considerarlas aburridas, huecas y carentes de cualquier utilidad teórica o práctica –“esas mujeres no hablan más que leseras”, solía decir.
Sí, la señora Krassnoff es también una víctima más del sistema de adiestramiento mental de la dictadura. Incapaz de aceptar la verdad, ahora vive en un eterno sinsentido y se cierne sobre su cabeza una nube de lo que para ella son injusticias que no tendrán jamás explicación alguna. Tal vez el único que pueda salvarla sea el mismo Miguel Krassnoff, si es que todavía es capaz de distinguir entre la verdad y la mentira, el bien y el mal y poner fin al absurdo al que ha condenado a su familia. Puede salvarla confesando por su boca las verdades que hace tiempo están disponibles para el resto de lo chilenos y así, de paso, revelarle a muchas familias dónde están los restos de sus seres queridos. De esa forma Angie de Krassnoff no podrá recuperar a su marido, pero podría por fin darle algún sentido a los acontecimientos.
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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