Capítulo I: El bebé.

Al nacer todos traemos la capacidad de adaptación para incorporarnos a la vida en este Planeta, llamado Tierra; aunque durante nuestras vivencias iremos diferenciándonos unos de otros., según los genes que biológicamente hayan aportado nuestro progenitores a través de los cromosomas, que constituirán la base fundamental de nuestras propias personalidades. Es la herencia genética que nos legaron todos nuestros antepasados; pero fundamentalmente, lo hace distinguir nuestras propias idiosincrasias: es la conciencia, que vamos formando continuamente en nuestro propio ser, como revestimiento de la casa que habitaremos a lo largo de nuestra propia existencia.                                                                                En gran medida, va a depender de las influencias externas –en mayor o menor medida- del medio externo en el que vayamos desarrollando nuestra propia vida. Los aspectos externos en la relación con los demás seres vivos, son los que marcaran las directrices de nuestra formación, la instrucción que vayamos recibiendo, el lugar geográfico y especialmente la dedicación que pongan nuestros padres en nuestra crianza, serán los cimientos, que siempre nos acompañaran durante nuestra propia existencia.                                                                                                       Nuestros días irán enfocados por las relaciones, que vayamos teniendo con el medio que nos rodea: familiares, amigos, trabajo, etc.; pero lo fundamental, siempre será la crianza que hayamos tenido en la niñez. Cabe decir aquí: “el árbol chiquito hay que cuidarlo desde sus primeros brotes, para que crezca derecho y fuerte, pues si no es así, cualquier viento podrá dalearlo o arrancarlo de raíz”.                                                        Las madres fundamentalmente, son las responsables de inculcar las mejores semillas a muy temprana edad, para que sepamos distinguir el bien del mal y poder circular en el futuro por los caminos que se nos vayan presentando con la mayor soltura y el menor peligro posible.            Estas enseñanzas no deben menguar nunca, pues el cariño de una madre y sus experiencias adquiridas, siempre serán el mejor soporte para poder salir airosos en nuestro futuro.                                                                               Los padres habrán de corresponder a esta formación por igual, aunque el padre, siempre estará algo más distanciado, por la costumbre de considerársele el sexo fuerte, que sale cada día a ganar el pan y por ello estará más alejado de nuestra crianza; pero no por ello estará más exento de responsabilidad; por lo que debe formar –como la uña con la carne- en la crianza de esos bienes tan preciados, como son los hijos.                                                                                                              Nunca deben ser una moneda de cambio, que va de mano en mano, con ello quiero decir, que cuando menos se manoseen a los bebés ser mucho mejor para su desarrollo y especialmente para su salud; pues los mayores, casi siempre estamos contaminados de microorganismos, que suelen ser fatal para los recién nacidos, al no estar éstos en disposición de luchar contra muchas enfermedades.                                                           Por otra parte, siempre hay que tener en cuenta la creencia antigua, de que: los pellones en sus nidos, no deben ser tocados por manos extrañas, pues corren el riesgo de engüerarse y morir en sus propios nidos, sin llegar a aprender a volar adecuadamente.                                 Las enfermedades infantiles, casi siempre llegan por las contaminaciones externas y provenientes de otros enfermos, que luchan con ella, provistos de mejores anticuerpos y en ocasiones se les convirtieron en crónicas. En la actualidad, las madres, por el hecho de tener que trabajar fuera del hogar, no prestan la debida atención a sus bebés y las hay –por motivos de conservar mayor belleza- que se inyectan para que les desaparezca la leche materna; cuando: no solamente están atentando contra la salud de sus propios hijos, pues necesitan de ese alimento tan preciado para su desarrollo y de su sistema inmunológico; sino, que ellas mismas, se exponen a padecer canceres mamarios, por no haber desarrollada la actividad de esas glándulas mamarias, cuando naturalmente más les favorecía. “Ningún alimento es tan adecuado y eficaz, como la lecha materna para los bebés”.                                                                                                        Aún guardo mi primer recuerdo de más de 70 años atrás, cuando mi madre me daba el pecho, estando ella en la puerta de nuestra casa de la calle Laurel, sentada en una silla y retrepada contra la fachada y yo aprecié por primera vez el cielo estrellado de aquella noche. Esa imagen que capté siempre ha estado presente en mí, durante mi larga vida.          Ya tenía unos cinco años, cuando aún mamaba del pecho de mi madre y cuando ésta observó que se le iba retirando mi lactancia, hasta recurrió a un remedio muy casero e inaudito, que no quiero dejar de reseñar en este apartado. “Existía la costumbre pueblerina, que cuando una mujer dejaba de producir leche, después de haber estado un largo periodo alimentando a alguno de sus hijos, las más viejas del lugar recomendaban: darle un pedazo de pan duro a comer a una cerda parida, cosa que retiraban con una tenazas del brasero para que la cerda no terminase de comérselo; entonces la mujer con falta de leche, se lo terminaba de comer y –según decían- le robaba la leche a la cerda parida. Esa práctica, también llegó a hacerla mi madre, con tal de tener leche con qué alimentarme”.                  Otro remedio casero de la comarca Axarqueña, consistía en arrancar la piel del lomo de un sapo terrizo y aplicarlo en la quebracía de cualquier bebé, que se pegaba a la piel del bebé como si fuese un esparadrapos y al irse secando la piel, ésta encogía y llegaba a cerrar la quebracía antes de llegar a caerse, separándose de la piel; también decían, que el remedio era eficaz, si el sapo –al soltarlo en el mismo lugar, donde había sido atrapado, conseguía recuperarse de tan atroz desuelle. Yo fui uno de los bebés que se curó con remedio y también lo recuerdo perfectamente. Había otros muchos remedios caseros, que hoy parecen mentira de que se pusiesen en práctica; como el curar las culebrillas escribiendo con algún plumín sobre la piel donde se enroscaba la culebrilla, al tiempo que se recitaban alguna oración religiosa en voz alta. Los remedios del papel de traza empapado en aceite de oliva frito, puestos alrededor del cuello, curaban los resfriados más pertinaces. Las infusiones de higos negros con mil blanca, también los curaban. Las cucharadas de miel blanca en ayuna, con zumo de limón, decían ser muy eficaces para la tensión arterial alta y otros muchos otros remedios, que las mujeres más viejas del pueblo, aconsejaban como remedios a las más neófitas madres.                                                                                                                                   En la etapa de la post guerra, bien es verdad, que las mujeres en su mayoría estaban siempre al cuidado de sus labores domésticas y podían dedicarse por entero a la crianza de sus hijos.                                          Todo ha ido cambiando con los tiempos y la mujer moderna, se ve obligada a trabajar también para poder atender a las múltiples necesidades del hogar y los bebés pasan largas horas en las guarderías mientras ellas trabajan.                                                                                             A pesar de los cambios modernos, que han llevado a la pareja a compartir las obligaciones para el mantenimiento del hogar, se hace necesario, que las parejas se mentalicen claramente, que la crianza de los hijos es el trabajo y el medio más rentable para el futuro, pues si criamos buenos vástagos, seguro que alcanzaremos mayor prosperidad en los días venideros.                                                                                                                           La escasez de medios, siempre la hubo entre la clase media, obrera y pobres; sólo los ricos hacendados, se podían permitir nodrizas y criadas que se ocupaban de los niños y por ende, posteriormente irían adquiriendo las costumbres, las características y el carácter de los servidores. Llegando en ocasiones al despotismo atroz de algunos niños para con sus servidores, subconscientemente, como represalia a que no habían tenido el afecto de sus progenitores, cuando más lo necesitaban; aunque existían muchos casos en los que el afecto por sus criadores les ha perdurado durante toda la vida.                                                                         La escasez de medios se daba muy frecuentemente en casi todos los hogares españoles de la post guerra, pero todo lo compensaba el amor de los padres para con sus hijos, llegando en ocasiones a ser los reyes de la casa, mientras los padres podían estar pasando hasta la falta de sustento. Recuerdo que mi apetencia por la leche condensada, era tal, que mi madre colocaba encima de la repisa más alta de su bazar el bote, para que estuviese fuera de mi alcance y una tarde conseguí encaramarme a lo alto del espaldar de una silla de palos de olivos y fui agarrándome a cada tablero del bazar, hasta que lo conseguí, pero en ese momento me moví de la silla y arrastré tras de mí todos los objetos –tacitas y figuritas de porcelana, que tan cuidadosamente habría coleccionado mi madre, para adornar su sala; a pesar del percance, me tragué todo el contenido de lata de leche condensada y cuando subió mi madre, que estaba a escasos metros en la cocina preparando el almuerzo, la pobre se echó a llorar como una desconsolada, pero no me dio ningún mal trato, sólo se ocupó de que no me hubiera pasado nada en la caída. Yo desde entonces, tenía en mi pensamiento, hacerme mayor y comprar dos latas de leche condensada, una para compensar a mi madre y otra para tomarme la de un  tiró.                                                                                                                    Habrá que decir también, que no todos los hogares eran modélicos, pues en ocasiones, si faltaba el amor entre la pareja, las familias se convertían en verdaderos infiernos; pues el hombre se convertía en un machista empedernido, que siempre quería tener doblegados a los demás miembros de su familia, especialmente a la mujer, a la que hacía culpable de todos sus males.                                                                                                                                No eran pocos los hombres que gastaban su exiguo jornal en la taberna y padecían los hijos y la mujer –no sólo los malos modos y acciones del progenitor, sino que frecuentaban las palizas a diestro y siniestro, cuando surgía la más mínima discusión entre ellos.                                                  También tengo algunos malos recuerdos de momentos, que no he podido olvidar de aquella etapa de mi más tierna edad.                                                Hoy con la edad que tengo puedo comprender muchas cosas, pero  hay recuerdos de la niñez, que no se logran olvidar por más veces que uno lo intente y estoy seguro que me han marcado a lo largo de mi actividad por la vida.                                                                                                                   Tengo unos malos recuerdos de la actuación que tuvo mi padre en una noche de pertinaz tormenta, relámpagos y truenos, en la que llegó a casa algo bebido y discutió con mi madre, como consecuencia de haber llegado tarde y en tal estado. No tardó en liarse a mamporros con mi madre y no tardó en ponernos – a mi madre, mi hermana y a mí en la calle-.                                                                                                                    Mi madre nos encaminó a casa de sus padres, que estaban viviendo en su finca a más de tres kilómetros del pueblo.                                                     Nada más salir de las tapias del Convento, la noche se hizo tan cerrada, que apenas podíamos vernos unos a otros; yo por aquél entonces apenas si sabía andar, pero de trecho en trecho mi madre me cogía en sus brazos y así llegamos los tres a la casa de mis abuelos maternos con las claras del día.                                                                                                                 Mi abuela y mis tres tías se sorprendieron enormemente de que apareciésemos a esas horas y tales estados – mi abuelo había muerto, al poco de nacer yo- y no tuvo que sufrir, tal oprobio; pues estoy seguro, que si le hubiese alcanzado la vida, nunca lo habría tolerado y alguna desgracia irremediable hubiese ocurrido en mi familia.                                Allí en pleno campo permanecimos, creo que más de un mes, hasta que mi padre: arrepentido y sintiéndose muy culpable, se presentó una tarde, después de comer, con el ánimo de que volviésemos con él.                         Mi madre no tardó mucho en doblegarse a sus deseos, quizás influenciada por el mucho amor que le tenía o más bien porque nos tenía a mi hermana y a mí aún muy pequeñitos; el caso es, que volvimos los cuatro al pueblo y durante mucho tiempo el comportamiento de mi padre fue exquisito para todos.                                                                                Recuerdo vagamente, que aquella discusión tuvo su raíz en las desavenencias que existían entre mi abuela paterna y mi madre a la que no toleraba, porque hubiera querido mejor partido para su hijo del que representaba mi madre entonces y como la casa donde vivíamos era de la familia de mi padre, él: en gran parte influenciado por el alcohol que llevaba encima y los consejos de su propia madre; no dudó en ponernos de patitas en la calle, aquella noche del demonio.                                           Poco después nos mudamos de vivienda a unas habitaciones que quedaron vacías en la casona del Juzgado de Paz, pues mi padre consiguió arrendarlas a buen precio y allí nos acomodamos, como mejor pudimos.                                                                                                         Pronto me apuntó mi madre a las clases particulares que daba en su propia casa Inesita en la calle del Cura. Esta mujer de gran carácter y algo instruida, había sido maltratada por su marido –pues un día dijo que iba a comprar tabaco y no volvió a aparecer más, ni siquiera a recoger el mechero. La heroica mujer se había quedado con un hijo recién nacido y se vio obligada a buscarse el sustento por su propia cuenta y, muy capaz que fue de ello y hasta creo que no hizo ninguna gestión por buscar al marido.                                                                                                           Esta gran mujer me enseñó las primeras letras –leer, escribir y algo de cuentas- pero sobre todo nos cuidaba a la veintena de niños, que tenía a su cargo, con esmero y disciplina.

   

 

Capítulo II: El aprendizaje en los niños de corta edad.

El niño en edad preescolar española y a partir de la democracia de finales del siglo XX pasado: aprende las habilidades sociales necesarias para jugar y trabajar con otros niños en tareas comunes y, a medida que crece, su capacidad de cooperar con muchos más compañeros se incrementa. Aunque los niños de 4 a 5 años pueden ser capaces de participar en juegos, que tienen reglas, éstas probablemente cambien con frecuencia a voluntad del niño dominante de cada grupo o clase.                                                                  Es común en un pequeño grupo de niños preescolares ver surgir a un niño dominante que tiende a "mandar" a los demás, sin mucha resistencia por parte de los otros niños.                                                                            También es normal que los niños en edad preescolar pongan a prueba sus límites físicos, comportamientos mentales y emocionales.                                                       Es importante tener un ambiente seguro y estructurado; dentro del cual puedan explorar y enfrentar nuevos retos.                                                          Sin embargo, los niños en edad preescolar necesitan límites bien definidos (muy claros y concisos).                                                                                                                   El niño debe demostrar siempre iniciativa, curiosidad, deseo de explorar y gozo en todos sus actos, sin sentirse culpable, ni inhibido de sus actuaciones; ya que con ello fomenta su creatividad y fortalecerá su propia personalidad, conjuntamente con sus facultades expresivas.                                                                                        Las primeras manifestaciones de moralidad se desarrollan a medida que los niños quieren complacer a sus padres y a otras personas de importancia, dentro de su entorno. Esto se conoce comúnmente como la etapa del ''niño bueno'' o la ''niña buena”.                                                                                                                            La elaboración de sus propias narrativas –en ocasiones- puede conducirle a la mentira, por lo que: debemos estar siempre muy atentos, para corregirles en sus precarias manifestaciones, por insignificantes que éstas pudieran parecer; pues si no se abordan estas tendencias en los primeros años de su edad preescolar, pueden continuar en su avance de crecimiento y constituirse en un perverso síntoma llegada la edad adulta.        Casi siempre se nos manifestaran con gestos inadecuados a su edad; como vociferar, dar respuestas insolentes y otras manifestaciones inadecuadas al momento, que serán las diferentes formas de llamar nuestra atención o desviarla del tema que tratamos en ese momento, para provocar reacciones fuera de tono; tratando de eludir sus propias responsabilidades en cualquier asunto, que ellos piensen, les pueda perjudicar.                                                                                                               Todo ha cambiado mucho en nuestro país y especialmente desde la pos guerra civil, donde la precariedad general en la que se vio inmersa la sociedad; sólo daba ímpetu escasamente para atender los llamados del sufrido estómago; muy especialmente entre las clases más desfavorecidas –la clase obrera- y en aquellas familias que habían sufrido las pérdidas de los hambres adultos en aras de la contienda.                      Por entonces los chiquillos a sus más tiernas edades, eran enviados a los cortijos de los más hacendados, para guardar el ganado o hacer las labores, que sus sufridos cuerpos podían soportar, tan sólo por recibir el sustento – atipo de racho casero- que era común para los trabajadores o labriegos por cuenta ajena, pero sin tenerles en cuenta a la hora de recibir algún tipo de jornal.                                                                                    Normalmente los padres de estos infantes, estaban contentos y agradecidos al señorito, que había tenido la gentileza de llevarlos a aplastar granzas en sus propios pajares, pues con ello les habían quitado un poco de sus miserias y de una boca que alimentar.                           Difícilmente alguno de ellos, tuviese la oportunidad de aprender a leer o escribir, aunque cayese en sus manos algún papel impreso, que fuese volando por los aires, ni tendrían conciencia de lo importante que les podría resultar para su futuro, el obtener algún aprendizaje instructivo. Cuando llegaban al pueblo cada quince días para cambiarse de ropajes, la mayoría de ellos tendrían que estar pululando por la casa o el patio desnudos, esperando que las ropas, que les habían lavado sus propias madres o hermanas, se secasen encima de cualquier tarama de ramón o en el cordel, que servía de tendero, pues al día siguiente tendrían que volver al tajo, donde le esperaban las piaras de ganado o de rebaños, que tendrían que salir de nuevo a los campos a carear.

Quizás otros, que podían cambiarse de ropas a su llegada, podrían darse una vuelta por el pueblo, o echar una tanda de garrafinas en el ventorro de la salida del pueblo; pero seguro que a ninguno de ellos se le había ocurrido ir a la tienda del Sr. García a comprar un lapicero y una libreta, para ponerse en los ratos de asueto, cuándo el ganado estuviese sesteando a tratar de copiar sus nombres o algunos números cardinales. No había costumbres que le indujesen a ello, todo lo contrario; el aprendizaje estaba mal visto entre los pobres, muchas familias de la clase media y tolerable entre los más pudientes. Sólo era bien vista entre los hijos de los que habían obtenido una profesión liberal, como eran los médicos, los farmacéuticos, los notarios, etc., que casi siempre tenían a sus hijos estudiando en alguna capital, al cargo de algún familiar o en colegios internos, pues sólo aparecían por la localidad en la época de vacaciones.                                                                                                          Muy lentamente la sociedad iba cambiando y los padres pudientes empezaron a cambiar paulatinamente la idea, de que era mucho mejor dejar a sus hijos una buena educación o una carrera, que muchas tierras que labrar. Así fue como se fueron incorporando los primeros hijos de los terratenientes a los colegios mayores y posteriormente a las facultades, especialmente la de Derecho, pues casi todos terminaban siendo abogados y hasta llegaban a comprar sus notas y sus títulos mediantes buenos regalos o a través de influencias y amistades.                                En cierta ocasión, se empezó a extender un gran fomento vocacional para la entrada en el Seminario y allí fueron a parar la mayoría de los favorecidos por el cura de turno, que en muchas ocasiones había sido también favorecido por los jamones, quesos o gallináceos de particulares que llenaban sus despensas.                                                                                 La mayoría de estos seminaristas, terminaron siendo maestros de escuelas o de profesores en alguna rama de las que impartían los colegios religiosos. Tan sólo dos de ellos llegaron a ordenarse sacerdotes, para gloria del pueblo y de sus propios benefactores.  

 

Capítulo III: Don José el maestro, da comienzo a sus clases particulares.

Por aquella época eran casi ningún niño asistía a clases lectivas, pocos eran los que habían tenido la suerte de nacer de padres instruidos en el pueblo, pues sólo los hijos del notario,, los del médico y del farmacéutico estaban recibido la instrucción correspondiente en los colegios religiosos de alguna localidad con más renombre de los alrededores; tan sólo en el pueblo existía un individuo algo instruido, que daba lecciones particulares -yendo de casa en casa, algunas horas al día impartiendo las enseñanzas básicas –aprender a leer, escribir o las cuatro reglas de cuentas (sumar, restar, multiplicar y dividir)- para aquellas familias más pudientes, que podían costear esos servicios, como eran: a los hijos de algún hacendado, empleados del ayuntamiento y poco más; también hay que decir: que la idea del aprendizaje, no estaba catalogada con buenos ojos para las clases pobres y obreras, porque muchos ilusos de aquella sociedad pensaban, que: ¿de dónde iban a sacar los dineros necesarios –tal o cual obrero- para darle estudios a sus hijos.                                                                          Lo normal era, que: los más necesitados estuviesen aplastando granzas en algún cortijo de los aledaños y a expensas de algún señorito, que los tenía como esclavos de sol a sol, guardando el ganado o haciendo las más elementales labores del campo, tan sólo por darles la comida, que a especie de rancho, comían todos los que pernoctaban en el cortijo. En contadas ocasiones  se les permitía a estos chavales, ir cada 15 días a sus respectivas casas para cambiarse de ropas y lavarse, y tenían que volver raudos a las tareas que habían dejado atrás, so pena, de perder el trabajo, que desarrollaban para el hacendado; pues hasta había competencia por coger cualquier hueco en esos menesteres.                                                No diremos nada de las chicas jovencitas, que empezaban a servir en la casa de cualquier patrón, que en la mayoría de las ocasiones, además de ser serviles mandaderas de las señoras, si no andaban bien listas, hasta podían salir con alguna buena barriga del patrón o de sus vástagos, más avispados, que nunca tenían miramiento con las clases bajas.                                                                          Afortunadamente para las familias de estos tres amigos (Juan, Paco y Pepe) y la de otros paisanos menos agraciados: el ayuntamiento contrató a un policía de asalto, que se había retirado o prejubilado, Don José, quien llegó al lugar con una mano detrás y otra delante y hasta le dieron casa familiar en el propio ayuntamiento y le instalaron una escuela en una antigua bodega del pueblo, que estaba en desuso, donde –siguiendo la orden de un bando, expuesto en varias esquinas de la población-: podrían apuntarse todos aquellos que estuviesen deseosos de aprender a leer y escribir de forma gratuita. El carpintero Luis, se dio bastante prisa para acomodar algunas banquetas y pupitres artesanales, con objeto de que no le llamasen la atención en el ayuntamiento, pues era la primera vez que dicha entidad, le había encargado algún trabajo y aunque él pensaba en la forma en que llegaría a cobrar su trabajo, puso empeño, para que el nuevo maestro no echase en falta sitio adecuado para sus alumnos, que en poco tiempo, llegaron a llenar toda la clase.            En aquella bodega, se constituyó la primera escuela unitaria del municipio y en poco tiempo estaba cubierta con más de cincuenta alumnos de muy diversas edades, pues había educandos de 6 hasta 18 años, siendo mucho más efectivo lo que aprendían unos de otros, que lo aprendido de las clases que impartía Don José. Bien es verdad que la disciplina era acérrima y hasta se armó el maestro de una cuadrangular pata de madera de una silla vieja, a la que terminaron todos por llamar Doña Ciforosa. Aquella pata de casi 60 centímetros de largo por unos 3 centímetros de ancho en cada una de sus cuatro caras, puso a más de uno las uñas negras y con malos pensamientos hacia el profesor; pues si no se habían sabido bien la lección, recibían cinco palos en la punta de las uñas, puestas la manos a forma de huevo. El silencio debía ser sepulcral dentro del recinto y si el maestro levantaba la vista y cogía a algún alumno de cháchara con el compañero, era llamado a la mesa del profesor y también recibí sus cinco palmetazos, esa vez no en las uñas unidas a forma de huevo, sino con las manos abiertas. Verdaderamente el guardia de asalto se impuso en breve tiempo y los educandos se aplicaban con gran esmero. La disciplina era elogiada en todo el vecindario y ya no se enfrascaban tanto la chiquillería en sus momentos de libertad; muchos de los padres, cuando se cruzaban con Don José por alguna de aquellas callejuelas, además de saludarlo y mostrarles sus respeto; cuando alguno se atrevía a preguntarle por sus hijos, siempre terminaban por asegurarle al maestro, que les apretase bien, que la letra con sangre entra.          No había chaval, por díscolo que fuese, que en viendo al maestro      –aunque fuese por la punta de cualquier calle- no fuese corriendo hacia él, para además de saludarlo, pedirle, si necesitaba alguna cosa. Bien que recordamos la mayoría de los que asistimos a sus clases, la efectividad de sus enseñanzas. Contaré como anécdota la siguiente: una tarde inesperada, Don José organizó una inspección entre su alumnado, para averiguar lo que llevaban encima sus educandos y encontró entre otras cosas, que cuatro de ellos llevaban en los bolsillos una petaca con parte de tabaco de picadura, encendedor de yesca y un librito de papel de fumar. Inmediatamente lo confiscó todo y los citó para la hora del recreo del día siguiente, donde se quedó a solas con los cuatro –entre ellos estaba su propio hijo-; previamente al salir de clase aquella tarde, se fue directo a la tienda de ultramarinos del Sr. García y compró metro y medio de cordel de pita blanca, cuando llegó a su casa, la puso a remojar en un cubo con agua y a la mañana siguiente la sacó y la puso en una bolsa y se llevó a la escuela. Cuando llegó el recreo, los cuatro alumnos incautados la tarde anterior, no salieron al recreo y fue entonces, cuando cerró la puerta tras de sí y cogió el cordel, que aún no se había oreado y empezó a dar zurriagazos con la cuerda, hasta que le faltaron la fuerzas; todos recibieron una buena lección de comportamiento, que les perdurará mientras vivan.                            Cuando Don José abrió la puerta de la calle, para que volviesen los chicos del recreo, éstos se encontraron a sus cuatro compañeros llorando a lágrima viva y en un temblar continuo.                                             Hay que decir, que no hubo ni un solo padre, que fuese a pedirle explicaciones al maestro y eso, que dos de ellos fumaban delante de sus propios padres.                                                                                           Cualquier maestro de hoy en día ejercita ese correctivo y seguro que le cae cadena perpetua.                                                                                    Bien es verdad, que hay otros muchos métodos más encomiables para enseñar a los niños, pero creo que aquellos cuatro precoces mozos, no volvieron a coger un cigarrillo de por vida.                       Las épocas han cambiado mucho en las formas de impartir las enseñanzas a los más neófitos, pero también ha ido en detrimento la falta de interés, la disciplina, el respeto hacia los mayores y muy especialmente a los educadores.                                                                Cuando el pan escasea, seguro que se le tiene mucho más aprecio, que cuando sobra y es cuando se tira al contenedor de la basura  sin miramientos.                                                                                             De aquella clase unitaria, muchos alumnos terminaron el bachillerato e incluso terminaron alguna carrera de tipo medio, como maestros de enseñanza primaria, peritos industriales o agrícolas; otros muchos entraron en el semanario, llegando a ordenarse hasta dos de ellos y algunos emprendieron carreras superiores en las facultades de Medicina, Farmacia y hasta en la de Ingenieros.                     Algunos otros se dedicaron al campo como labriegos de sus propios predios y seguramente no avanzaron más en sus estudios; pero todos ellos guardamos como un tesoro, la severidad de aquél maestro, que supo poner orden entre los chicos del pueblo de aquella época, que no sabíamos hacer otra cosa, que apedrear perros o correr mulos por los barbechos, cuando previamente le habíamos puesto –con la pistola de agua- un chicotazo de gasolina en el culo, para hacer una apuesta de comprobar quien aguantaba más encima del animal.                                                                                                El pueblo, que nunca había tenido escuela estatal, ni municipal; sólo se sustentaba de las clases particulares, que impartía un paisano algo avezado en ciertas materias, al que todo el mundo conocía por el sobre nombre del Conejito Casero –quizás por aquello, de que iba impartiendo algunas lecciones por las casas de los más pudientes-, seguro que el buen hombre hacía todo lo que podía por formar a una juventud, que desde su más tierna edad, estaba dedicada a las labores del campo, como lo habían venido haciendo todos sus ancestros.                                                                                                              Ante la falta de medios lectivos y cuando cayó en la conciencia de aquél alcalde algo más moderno y entendido de que los tiempos iban cambiando o de la necesidad de ir cambiando al paisanaje en sus propias costumbres; acordó personalmente, contratar a un maestro, que pudiese impartir clases gratuitas desde un centro oficial, donde pudiesen asistir todas aquellas personas, que pudieran estar interesadas en fomentar su propio saber.

CAPÍTULO IV: Comienzos de la independencia del ser humano.

La emancipación del individuo comienza desde el principio en que éste empieza a darse cuenta de los resultados o consecuencias de sus actos (es decir: es cuando empieza a tener uso de razón o lo que es lo mismo; en el momento en que comprende que está formando su propia conciencia). Con el transcurso de sus días los infantes se van dando cuenta de esa independencia o lo que es lo mismo: la emancipación o individualización de sus propios actos, que constituirán su propia alma. Existiendo una interrelación entre sus actos corporales y el remanente que queda grabado en su propia conciencia. Los actos corporales, que nos mantienen en vida con todo su funcionamiento fisiológico: están siempre ligados o conectados simultáneamente con la formación del alma, que nos irá formando la vida espiritual tan diferenciada.                                           La independencia del cuerpo y del alma de un individuo es total, aunque los actos corporales van dando lugar a la formación del espíritu, por lo que no existe una emancipación total hasta que el cuerpo deja de existir y el alma se diluye en los abismos de la nada o según las creencias se presentará ante el Supremo Hacedor para dar cuenta de sus actos mientras estuvo archivando todos los actos de cuando estuvo ligada a su propio cuerpo.                                        Podríamos decir que la emancipación del individuo goza de libre albedrío, ya que en el archivo de sus actos –la conciencia- debe servirle de guía para actuar, con total independencia en el camino que emprenda durante el paso por la vida.                                                  A pesar de que todos los individuos son responsables personales de sus propios actos: el dictador que es nuestra propia conciencia, siempre nos indicará en nuestro subconsciente el mejor camino que debemos dar a nuestros actos; pues todo lo que acontezca, quedará grabado en nuestra alma.                                                             Indudablemente, influyen muy sensiblemente en las directrices que tomemos: todas las enseñanzas o influencias que hayamos venido teniendo en nuestra relación con el entorno en que nos hemos criado o vivido durante nuestra existencia. Especial influencia la tienen: los padres, hermanos, familiares, profesores, amigos, etc. Siempre ocurre, que en este estado de emancipación del individuo, la vida cotidiana debe dejarse llevar por los dictámenes de la conciencia, que será más diáfana a medida que avanzamos por la vida y cuanto más severas sean las exigencias de nuestra conciencia, mucho más cerca estaremos de la perfección en los actos que vayamos realizando.                                                                  El modelado del espíritu de los niños es de tan alta responsabilidad, que para nada tiene comparación con los más diestros cirujanos del cuerpo, pues lo inmaterial que se moldea fácilmente, no está a la vista, sino que forma parte de la destreza que pongan los educadores en tratar esos espíritus en formación, que constituirán las almas del futuro. Si los educadores no son lo suficientemente diestros y virtuosos, los educandos irán adquiriendo lo peor de ellos en detrimento de las pocas virtudes que les vayan planteando.                                           Por tanto, independientemente de que cada individuo es responsable de sus actos, también lo son los educadores, que moldearon su espíritu desde la más tierna edad.  

 

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