Cuando nací, se abrió el arco iris en la serenidad del sol de diciembre y mi llanto fue la risa que se balanceó en el rostro de mi madre.
Ángeles de luz elevaron mis pensamientos en los jardines dorados del cielo y así florecí como una rosa en la cola de un cometa con tintes de eternidad. Mi cuna, iluminada por miles de estrellas, tenía sábanas de mariposas y la música más dulce de todo el universo.
En el corazón del océano, me sumergía buscando torrentes de caracolas para coronar mi frente y así el suspiro de la brisa me vio crecer.
Atravesé los oráculos de la historia extrayendo de ellos la serenidad que bebió mi alma.
Así, henchida de luces, caminé los senderos que abrí, entre espinas y flores, en esta vida.
Mientras el mundo afilaba sus piedras de odio y dolor, aprendí a derrumbar todos los sepulcros hasta escribir un himno mundial de paz infinita.
Abro el abanico de cada día como alas de palomas desplegadas en lo alto que se acercan al sol y no se incendian. Mi corazón es de volcán como la sangre de los atardeceres que juega en el oeste entre arpegios de nubes convertidas en pájaros, que no saben dónde dormirán cuando la combustión negra pinte lo alto.
Si los ríos quedan secos, la cabellera de mi alegría los llena de agua dulce.
Soy la palabra vestida de humildad que escribe en los papiros y en la arcilla indeleble que ni el viento tallará borrando mis huellas.
La herida de la luna lastimó mi alma pero la boca del cielo sembró mi aliento y quebrada como roble, volví florecer suspendida en el aire como un ruiseñor que sobrevivió a sus heridas.
De mar y cielo son mis recuerdos y pongo luciérnagas de oro cada amanecer, ellas iluminan mi tiempo, mis horas, como faroles eternos donde el sol no se esconde.
El amor me nutrió en lenguajes de ternura para decorar con rosas eternas mi corazón de melodía y canto.
Un techo de botellas transparentes dibujan el aura que me protege y no pienso en la muerte en su cono de silencio monstruoso mientras disfruto la vida como el mar que vuelca sus sales en la arena.
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