El bigote enroscado
(relato verídico de mi viaje a Egipto)
Lo que sucede es que a mí no me detienen aquello que hace llorar, y mucho menos lo que hace reír. Al día siguiente de la descabellada carrera en camello directo a estrellarme contra la Gran Pirámide de Giza, ya iba con mis tres amigas rumbo a la Pirámide más antigua, la de Zoser. Pertenece a la dinastía III del Imperio Antiguo, esa que contiene el misterio del Neterkhet.
A los turistas no siempre les dan toda la información que necesitan para no meterse en serios problemas. Como por ejemplo, cuantos centímetros de ancho tiene el túnel con la escalinata de piedra que se debe bajar para llegar a la cámara menor donde se encuentra las tumbas de las esposas del Faraón.
Llegamos a Zoser, hicimos la fila para entrar a la pirámide. No se pueden imaginar el entusiasmo que teníamos, esas cámaras con los sarcófagos y las paredes llenas de jeroglíficos casi intactos nos tenían en frenesí. Siento que debo ser un alma muy antigua, en muchas ocasiones sueño que estoy momificada y que hablo en lenguas. Esto lo pueden confirmar con el duende que se queja constantemente de lo terrible que me veo mientras duermo en posición de momia y balbuceo por horas toda clase de frases egipcias que él no puede descifrar.
Ya en la entrada nos preocupó lo oscuro que era en hueco que debíamos bajar para comenzar a descender la escalinata. No era solo oscuro, también estrecho. Lo que no sabía era que según descendíamos se hacía más y más estrecho.
Las risas y las frases sin sentido que decíamos muertas de una extraña curiosidad por llegar a las cámaras nos fueron llevando distraídas del posible peligro que yo corría. Y digo que yo corría, pues mis amigas son de estura y peso normal, pero la que les cuenta es mucho más voluminosa, digamos que un cincuenta por ciento más caderuda. Por momentos me tenía que torcer en un ángulo de 45 grados para poder seguir bajando.
Ahhh, pero cuando me quise enderezar quedé encajada. Ni para arriba, ni para abajo, ahí, presa. Esas paredes milenarias me agarraron por las caderas y no me permitían moverme. Grité pidiendo auxilio, mis amigas retrocedieron para halarme, los turistas que me seguían me empujaban impacientes y sin ningún pudor. María y Marisol me halaban, y un hombre extraño de barba larga y ojos de buitre me puso sus dos manotas en mis pompis y empujaba con toda su fuerza. ¡Que horror!
De tanto halar y empujar terminé soltándome, pero creo que me traje pedazos de jeroglíficos tatuados para siempre en la piel debajo de los jeans.
Un poco más y… ¡alá, alá, maravilla! Llegamos a la primera cámara llena de belleza en las paredes, seguimos por pasadizos y más cámara, y finalmente a la cámara mayor, allí sí que respiré aliviada.
Pero el alivio me duró poco, pues rápidamente nos llamaron para regresar. El guía decidió ser el que saliera detrás de mí. Dijo que me protegería del turco que me empujó de entrada.
Nunca sabré si su oferta fue de verdadera cortesía y caridad, o que muy en el interior de sus deseos malévolos deseaba su turno para agarrar mi trasero.
Ala no me ayudó, pues de esa no me salvé. Al día siguiente notaba con gran inquietud como se le enroscaba el bigote al guía cada vez que me acercaba para escuchar sus explicaciones, especialmente en la visita al Museo del Cairo, cuando nos mostró los condones de piel de intestinos de cabra que usó Tutankamen a los 16 años de edad para protegerse.
La vida ha sido un poco cruel conmigo, pero nada me detiene, y mucho menos el bigote enroscado de un árabe.
Carmen Amaralis
www.carmenamaralis-vega.com/
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