Vicente Antonio Vásquez Bonilla
En esta casa las puertas se abren y se cierran solas, las luces se encienden y apagan sin intervención humana. Se oyen ruidos en la noche y en el día. Se escuchan quejidos, suspiros y voces. Al principio no tenía miedo, ¡sentía terror! Pero ahora ya no me importa. Ante lo cotidiano, uno se acostumbra a todo.
En las noches me costaba reconciliar el sueño y después de dar mil vueltas en el lecho, ante la imposibilidad de dormir, abría los ojos y con sobresalto, veía frente a mi cama a un bulto humano, parecía un monje, alto, delgado, enfundado en su habito y con la cabeza cubierta por la capucha del atuendo. La primera vez que lo vi, como es lógico suponer, sentí pavor. Quería gritar y no pude, sólo me quedó el recurso de cubrirme la cabeza para no verlo y temblé, hasta que me dormí. Durante las apariciones posteriores, me quedaba quieta y lo observaba por largo tiempo. La aparición no se movía ni expresaba palabra alguna. Era un ser pasivo.
Como dicen que somos raras, por todas las cosas que nos suceden, no le conté nada a nadie, ni a mi madre. Las apariciones continuaron y el temor fue desapareciendo, me acostumbré a su presencia, hasta que terminaba por dormirme. Sin embargo, un día me animé y le conté a mi madre lo que me sucedía. Ella me vio sorprendida y me dijo:
—Nena, júrame que esto no me lo habías mencionado antes.
–¡No, mami!.
—¿Por Dios, que no lo habías hecho?
—No, madre. Es la primera vez que te lo digo. ¿Por qué?
—Porque siento como que fuera un fenómeno que ya compartíamos y porque yo también lo veo. Se para en silencio, al extremo, frente a mi cama. Pensé que lo sabías y por eso no te comentaba nada.
Nos vimos con miradas de complicidad, comprendimos que a ambas nos sucedía lo mismo y guardamos el secreto. Si ya con anterioridad éramos catalogadas de locas, para que seguir en boca de la demás gente.
Pasó el tiempo. Un día se nos presentó la oportunidad de hacer un recorrido por Europa y tomamos un tour por diferentes ciudades. En Asís, visitábamos una iglesia. El guía conducía al grupo por los diferentes lugares del templo, dándonos las explicaciones del caso. Yo me quedé rezagada, admirando la riqueza artística de los retablos y luego, decidí explorar por mi cuenta otros lugares del edificio; al llegar a un punto por donde no había pasado el grupo, me quedé petrificada, prácticamente con la boca abierta. Reaccioné y fui en busca de mi mamá.
—¡Madre, madre, tienes que venir a ver quién está aquí!
—¿Quién? ¿Algún conocido? ¿Alguien de Guatemala?
—Ven y lo verás
Guié a mi madre al punto indicado y al igual que yo, se quedó sorprendida, muda, como lo estuve minutos antes. Frente a nosotros estaba la estatua de un monje alto, enfundado en su túnica y con la capucha cubriéndole la cabeza.
—¡Es el hombre de nuestras apariciones! –expresó mi madre con aprehensión.
Ambas sentimos un escalofrío recorriendo nuestros cuerpos. El monje estaba rodeado de calaveras y la mano de un esqueleto jalaba su túnica. Supusimos que simbolizaba el destino final de todo ser humano: la muerte.
Nos preguntamos si las apariciones que precedieron a nuestro viaje ¿Serían premoniciones de nuestra futura gira? ¿Quién sabe? Hay cosas que no tienen explicación, pero lo cierto es que no volvimos a tener la presencia del encapuchado.
Comentario
Leí cada línea con sumo interés, Vicente. Pienso que a veces la muerte quisiera dejarnos saber que no hay nada que temer. Un relato muy bien desarrollado, lo felicito!
Abrazos,
Tere Matthews
Estupendo cuento, Vicente... bien llevado, bien descrito y bien finalizado... ME GUSTO MUCHO!!!
Bendiciones incesantes
RED DE INTELECTUALES, DEDICADOS A LA LITERATURA Y EL ARTE. DESDE VENEZUELA, FUENTE DE INTELECTUALES, ARTISTAS Y POETAS, PARA EL MUNDO
Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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