EL NIÑITO DE LA BICICLETA

 

 

            La casa era vieja y señorial. No se si por la historia acrisolada en sus ambientes, por la estirpe de sus dueños anteriores,  o por la vida interior que cobijaran sus salones. Pero algo había en su espíritu que aquietaba las paredes, en runrunes de pisadas en sus patios, en algún ruido al pasar que se escuchaba en ciertos momentos del día, sobre todo a la hora de la siesta.

 

            A veces, al abrir la cancel los lunes por la mañana, un revuelo de ánimas alborotadas parecía querer ganar espacio entre la puerta vidriada y la de entrada, tropezando con los goznes de ambas puertas. Un ruido a hojarasca en remolinos venía desde el fondo, como desde la que antaño fuera la despensa y la cocina, y se agolpaba con furia en el patio anterior, abrazándose entre las rejas que daban a la calle.

 

            Por esos días, funcionaba en esa esquina una oficina pública. No era una oficina de las tantas, no. Se destinaron los espacios para diferentes quehaceres con el paso de los tiempos, hasta que por fin, a alguien se le ocurrió que esos salones se prestaban mejor para otras cosas, para otras actividades más elegantes, para el deleite de las contemplaciones de un pasado de historia y cuaternario.

 

            Se distribuyeron los espacios, se dividieron las secciones, emplazaron vitrinas y mobiliario, reorganizaron horarios y actividades. Daba gusto presenciar de vez en cuando el esplendor de una casa de juventudes remozadas y público engalanado con su atuendo de salida de cultura o esnobismo. Fuera cual fuera la invitación que organizara la agenda de tanta gente encumbrada y bien pulida, la casa estallaba de esplendores aquietados en la sobriedad de sus salones. Las luces de la imponente araña del zaguán de la entrada rebosaban de caireles cristalinos en la solemnidad de las presentaciones. Todo era brillo y elegancia, murmullos y caleidoscópicas gesticulaciones que ora reían, luego se emocionaban, más tarde se divertían, estallaban en los brindis de los vernissages con una algarabía de fiesta, hasta que la soledad de los cuadros se hacía cada vez más sola, cada vez más aquietada, cada vez más infinita.

 

            Entonces, la gente volvía a acomodar sus chales en una gesticulación de sobremesa, los besos de despedida aleteaban en mejillas neutras hasta caer en el vacío ruidoso de sonrisas, uno a uno se retiraban conocedores, invitados, curiosos y entretenidos, hasta que la casa volvía a cerrar sus puertas a la soledad de ánimas en su domicilio.

 

            Algo tenía que ser que allí ocurría. Poco a poco comenzaron a correr las versiones y los dichos. Primero, al regresar a las tareas de lunes por las mañanas, los muebles estaban corridos, las puertas entreabiertas, los catálogos desparramados, pisadas de ángeles en la cocina.

 

-          El sábado anduvo el niñito de la bicicleta- contó Pocho el lunes a la hora de la merienda. – No sabe cómo corría por los pasillos, se conoce que estaba contento, gritaba y se reía, toda la mañana anduvo dando vueltas…

 

Felisa lo miró, descreída. Uno a uno fuimos acercándonos a Pocho para escuchar lo que decía.

 

- Qué, usted no sabía? Aquí había un niñito, dormía en el cuarto del fondo, al lado de la sala de restauraciones. Dicen que murió siendo chiquito…

Nos quedamos callados. Felisa sintió que la piel se le ponía como de gallina, toda crespa a pesar de no hacer frío. A ella le tocaba cerrar a la tarde, y quedaba sola apagando luces y controlando puertas. Lo tomamos como de quién venía.

 

            El martes, cuando llegamos, en el medio de la sala de la esquina, había una pelota de goma, de esas antiguas.

 

-                    Ah, si… -dijo Pocho. La otra vuelta, el niñito largó la bicicleta en el medio de la galería y se puso a jugar a la pelota. Se conoce que estaba contento, porque no sabe cómo se reía. Se divierte tanto, juega, tira la pelota, si cuando vengo los sábados a abrir las salas para las visitas, has veces que los turistas se quedan mirando  para todos lados, porque se escuchan risas… Dicen que hay un hombre importante que venía cuando era chiquito, y jugaba con el niñito…

 

      Felisa lo comentó con Eduardo y  con Graciela, sus compañeros de oficina. Todos quedaron de acuerdo con estar atentos, cerrar bien las puertas, que todo quedara en orden para no tener más sorpresas. No era que pasara algo, solo que estas cosas, nunca se sabe, por ahí dan miedo, se produce un cosquilleo que inquieta y deja como pensativo… Cuando Pocho dejó de trabajar en esa oficina, la cosa se puso más rara. Lo tomaban con picardía, atribuyendo cada circunstancia extraña al niñito de la bicicleta.

 

            Ese invierno que siguió fue agitado. De cuándo en cuándo se veían pisadas raras, como de niño, a la mañana temprano sobre el piso encerado. Cuando se cambiaron los cuadros de la sala de plástica, aparecieron obras de importancia reconocida. Del depósito sacaron una bellísima. Le habían pintado un triciclo verde. Parecía conducido por una mariposa. Todos los días amanecía torcido.

 

     Desde que se colgó ese cuadro, todos los días se escuchaban voces, gritos de niños, algún bullicio. Pisadas de pies chiquitos, cada vez más marcas en los pisos. Marcas como de bicicleta, y hasta parecían de triciclo. Las voces se hacían gritos, por momentos todo era un revuelo de carcajadas y gritos.

Subieron a los techos, revisaron el sótano, controlaron las obras, recontaron las piezas de yeso, de asbesto, de cartón piedra. No faltaba nada pero estaba todo movido, en lugares diferentes cada vez, las luces aparecían encendidas cuando se dejaban apagadas, apagadas si las dejaban encendidas.

 

     Un lunes, la puerta del depósito apareció entreabierta. Isabel juraba que había quedado con llave. Pero estaba abierta. El silencio era pesado, pastoso, pringoso. Mientras las mujeres controlaban todo, el viento golpeó una puerta. Se sacudió una cortina, el cuadro cayó de un golpe. Era el cuadro del triciclo, la puerta estaba cerrada, no había por dónde se colara el viento.

Sonó una carcajada al otro lado del patio, un tumulto de vidrios rotos, otra vez el cuadro en el suelo… El manubrio del triciclo estaba torcido, una rueda se le caía…

 

           Se miraron despavoridos. La piel de Felisa ya era de gallo, ni siquiera de gallina. El miedo le invadió la sonrisa, por un rato quedó helada, nadie podía creer lo que sentía. Después, volvió la calma, todo quedó como estaba, las visitas recorrían los espacios señoriales, nadie hubiera podido creer que allí había nadie más que los que se veían.

 

El niñito de la bicicleta era un sonsonete al que acudían cada vez que algo salía torcido, que se perdían las cosas, que se escuchaban demasiados ruidos desconocidos. Después de ese lunes en que la puerta de la sala de restauraciones volvió a aparecer empujada, abierta de par en par y con pestillo, decidieron rezar un rosario y colgar un san Benito.

 

Pasó el verano, se calmaron los gritos, las huellas desaparecieron de los pisos.

Una noche, todos se rieron cuando al salir a cerrar la puerta se sintió un rumor de pasos, y como si fuera el ruido de unos pedales moviéndose hacia atrás.

 

-    El niñito de la bicicleta - rieron todos.

-          Tené cuidado, te va a llevar a dar una vuelta, chanceó Graciela.

 

 Eduardo y Graciela se fueron por adelante, Felisa quedó cerrando las puertas desde el frente, controló que estuviera todo, saldría sola por la trastienda.

 

Al día siguiente, no fue a retirar la llave para abrir la oficina. Todos estaban esperando para entrar al trabajo  pero Felisa no estaba. No había avisado nada, qué raro, nunca faltaba. Llamaron a la guardia, vinieron de Seguridad, abrieron la puerta de rejas, la del zaguán, la puerta vidriada con anagramas de  la cancel y allí, pintada con huellas de rodado lila y verde en los pliegues de su falda, estaba Felisa  sentada en el suelo, dormida, sonriente, extenuada.

 

El triciclo no estaba en el cuadro. Sólo la mariposa de alas lila y verde  llevaba unas riendas al aire. Apoyada sobre la pared, una bicicleta de antes, de rodado veinte y asiento como de cuero, gastadito.

 

En la puerta de atrás, estampada en el vidrio, la cara sonriente y feliz de un niñito.

Afuera, había un triciclo.

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