El péndulo del reloj marca el compás de la vieja mecedora.
La tarde, amarilla, se diluye en su postrer hora.
Los ojos viscosos, opacos, van del balcón al horario.
El mismo ritual diario desde hace tanto tiempo, ¡tanto…!
En intenso suspiro la angustia se escapa por su boca:
él no llega.
Las rosquillas endurecen bajo la pulcra servilleta,
en la tetera el té se muere de frío…
Galopar de recuerdos en el cuarto en penumbras, polvoriento.
Susurros del viento en el jardín desierto.
De a ratos detiene el balanceo:
expectante, aguza el oído.
En la vereda unos pasos se han detenido.
Mas no… siguen de largo…
Cruel golpeteo de las horas sumidas en mortal letargo…
Él vendrá hoy. Está segura. No pasará más sin verla.
Entrará sonriente, ensayando disculpas.
Le hará mil mimos… ¡le contará tantas cosas…!
Y ese momento juntos, será para ella
un año más de vida, ¡es esa su medida!
Los recuerdos juguetean, tangibles, por la casa.
Caramba con este corazón, ¿qué le sucede hoy?
De a nada desacompasa… está tan distinto…
como si quisiera quedarse muy quieto…
¡Dios! ¡cómo pesa cada latido!
Y este sopor extraño…
Y este dolor lejano, indefinido…
Señor…
No quisiera irme sin haberlo visto,
Sin acariciar su pelo
Sin dejarle en la frente un beso…
Sin apretarle las manos
Ni escucharle la jamás cumplida promesa:
“Vuelvo mañana”
La mecedora va quedando quieta.
Detiene su marcha póstumo suspiro.
Sólo del reloj retumba, macabro, el sonido
en la muda estancia…
Sentado a la mesa de un bar, café con amigos:
“¡Se me hizo tan tarde! ¡Vuelvo a casa!
¡Nos vemos mañana!”
Leyendo en la cama, viene a recordar:
“¡Qué torpe! hoy tampoco fui a ver a mamá!”
Se duerme confiado, no se preocupa más:
si le alcanza el tiempo, mañana se llegará
total, la vieja, siempre esperándolo estará…!
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