Yadira acude al consultorio de la sicóloga con la esperanza de encontrar la ayuda que tanto necesita, pues considera que su matrimonio se acerca peligrosamente al borde del fracaso.
Es una mujer cuarentona, morena y algo rechoncha. La lozanía de su piel se ha perdido con los años y la poca atención que le ha dado. Viste un traje sastre de color azul y su peinado está pasado de moda.
Su esposo, según cuenta, ha sido un mujeriego empedernido que la ha hecho sufrir con sus infidelidades y aunque le ha prometido enmendarse, no cree que le cumpla y lo cela de continuo.
—Doctora –le dice con aprensión—, estoy desesperada y no encuentro paz. Vivo con la inquietud de saber en dónde está mi marido, qué hace y con quién está.
—Eso está mal, indica falta de confianza en usted misma y en su esposo.
—Lo sé, lo sé; pero ¿qué quiere que haga? Ahorita mismo, me lo imagino en brazos de otra mujer.
—Tranquilícese, no ve que todo está en su imaginación.
—Sí, doctora; pero hágame un favor. Présteme su teléfono, necesito hablar con él.
La profesional le facilita el celular para que haga la llamada, y así recobre la calma tan necesaria para continuar con la consulta. Mientras tanto, aprovecha la oportunidad para observar el comportamiento de su paciente durante la conversación telefónica.
Antes de retirarse Yadira, quien no paraba de hablar, le pregunta a la profesional si la puede recibir una vez por semana.
Berta, necesita de los honorarios, pero se dice —¡Dios me guarde!—.
Esta paciente que habla hasta por los codos, la desesperó. Así que prefiere indicarle:
—Hay que darle tiempo al tratamiento para observar sus resultados, así que es más conveniente que la atienda una vez por mes; mas adelante, ya veríamos.
—Está bien, doctora. Usted es la que sabe y manda.
Cuando la sicóloga da por terminada la consulta, Yadira luce tranquila. Se ha desahogado y ese acto le permite que se aleje en paz.
La clientela de Berta es reducida por tratarse de una profesional recién graduada. Mantiene la ilusión de desarrollar una carrera exitosa. Viste de forma conservadora, pero a la moda, con ello, trata de impresionar a sus pacientes. La primera impresión es la que cuenta, se dice de continuo. La oficina la mantiene impecable.
Berta sigue con la rutina de su profesión. Una tarde suena su teléfono celular. Interrumpe la lectura de un expediente y responde:
—¿Diga?.
—¿Está el licenciado Cardona?
—Se equivocó de número —responde y cuelga.
Toma de nuevo el expediente, pero el sonido del celular interrumpe su acción.
—¿Está el licenciado Cardona? –la interroga de nuevo la voz femenina.
—No. Aquí no hay ningún licenciado Cardona. Le dieron mal el número.
—Ya sé que ahí no hay ningún licenciado Cardona. Ya sé que usted es la puta con quien mi marido se está acostando.
Berta, ante la agresión verbal, permanece estupefacta y lívida.
—Deje en paz a mi marido –continuó la voz—, o se arrepentirá de haber nacido. Puta desgraciada. Destructora de hogares. Puta y reputa — y colgó.
Berta no sale de su asombro, se queda con el teléfono en la mano, tratando de asimilar lo ocurrido. Ella, que ha llevado una vida intachable, creada en el seno de una familia ejemplar y sin haber dado ningún motivo, tiene que sufrir está humillación de parte de una desconocida. A pesar de su profesión, el único recurso que halla viable es ponerse a llorar.
Berta llega a casa y le cuenta a su madre sobre la llamada telefónica.
—Y sabes, madre, ¿qué es lo peor?
—¿Qué, hija?
—Que esa voz me parece conocida. Pero no doy de quién es.
Acto seguido, se pone a llorar de nuevo. La madre la consuela, tal como lo ha hecho siempre, después de todo y a pesar del paso de los años, sigue siendo su bebita.
Durante la cena vuelven a tocar el tema.
—Esa voz la conozco, madre. Estoy segura, pero no se me viene.
—Tiene que ser de alguien conocida, hija; pues te llamó a tu celular y no creo que muchas personas sepan ese número.
—Así es. Pero me tengo que recordar.
Continúan cenando en silencio. De repente, Berta dice:
—¡Ya sé quién es, madre! Es una paciente de nombre Yadira. Sí, era su voz. Estoy segura.
Al día siguiente, Berta en su consultorio, busca el número de teléfono de Yadira y la llama.
—¿Doña Yadira?
—Sí. Ella habla.
—Doña Yadira, la saluda Berta, su sicóloga.
—Mucho gustó, doctora. ¿En qué la puedo servir?
Berta le hace el reclamo de la llamada y le indica que está muy indignada por el mal trato que le había dado en forma anónima. Que ella no se merece semejantes calificativos y que de ribete ni siquiera conoce a su marido.
Yadira se deshace en excusas, le dice que está avergonzada y le pide que la perdone. A manera de excusa agrega:
—Doctora, es que examiné el teléfono celular de mi marido y encontré registrada una llamada de ese número. Cegada por los celos, ¡compréndame!; llamé, pregunté por un licenciado y me contestó una mujer; ya se imagina mi dolor al escuchar la voz de una joven.
—¿Ya se le olvidó qué usted me pidió prestado el teléfono, para hacer esa llamada?
La paciente no volvió más por el consultorio.
Comentario
Magistral forma de escribir en círculo, gran forma de hacer ver que lo que uno quiere que suceda, simplemente sucede. Si uno decide inventar la realidad acaba siendo víctima de su propio invento. Más que en la gracia del celular me atrapa el surrealismo de los celos, ese sentimiento absurdo que es justificante para volverse idiota.
saludos
sos
Chente, cada dia me gustan mas tus cuentos... lo he disfrutado de principio a fin...
F E L I C I T A C I O N E S
BENDICIONES INCESANTES
Jajajaja...excelente, excelente...te felicito Vicente. Pasé un buen momento.
Un abrazo grande
Elisa
RED DE INTELECTUALES, DEDICADOS A LA LITERATURA Y EL ARTE. DESDE VENEZUELA, FUENTE DE INTELECTUALES, ARTISTAS Y POETAS, PARA EL MUNDO
Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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