Vicente Antonio Vásquez Bonilla

Embajador Universal de la Cultura 2014 UEAT-UNESCO

 

            Las horas transcurren con la lentitud y la paciencia de la gota de agua que con persistencia de siglos esculpe formaciones pétreas en la naturaleza.          

 

            Adrián Chamalé no ha podido dormir.  El eco de las campanadas del reloj público que anunciaron las dos o quizás las tres de la mañana, aún rebotan en las paredes de la prisión, antes de ser absorbidas por los adobes.

 

            Se encuentra melancólico.  La tristeza estruja su alma cual tusa en la mano del campesino, tras el fastidio del prolongado desgrane de las mazorcas.

 

            Los recuerdos de su amada Josefina y de su pequeño hijo Agustín, parecen proyectar su imagen en la oscuridad de la celda.  Los contempla como en una de esas películas de tercera dimensión, que alguna vez vio con asombro en una visita que hizo a la capital.  Los ve y les sonríe.  Extiende las manos para acariciar los rostros que le devuelven la sonrisa.  Sólo encuentra el fatal vacío.

 

            Su tristeza crece.  El peso de la soledad lo agobia, tanto o más que el mecapal de la faena cotidiana.

 

            Vuelve la cara hacia la ventana, que le permite ver un retazo del cielo estrellado.  Por el tamiz de ella se cuela el espeso silencio de la noche, acompañado del aullido de un perro y el canto lejano de un gallo.

 

            La tenue claridad que entra por la ventana permite distinguir las lágrimas que se originan en lo más profundo de su ser y que, con el hervor de sus emociones, suben hasta sus ojos para brotar como perlas salinas de suaves destellos robados a la luna.  En la soledad de la cárcel y con la complicidad de la noche, los hombres cuentan con permiso para llorar.

 

            A ciencia cierta, no sabe por qué está preso.  Se le acusa de comunista, de insurgente y de no sé qué cosas más.  Pero si ni siquiera sé que significan esas palabras, le había dicho al juez, sólo sé de trabajo agotador, hambre y miseria.  Porque no creo que sea pecado pedir más sueldo, para dejar de comer sólo tortillas con sal y chile.

 

            ¿Acaso el indio no tiene derecho a soñar con una vida mejor, para él y su familia?, lo justificó el defensor de oficio.

 

            Se encuentra a la espera del fallo.  El defensor, sin emoción alguna, le advirtió: Lo más seguro es que seas condenado; los prejuicios acumulados por más de quinientos años, caerán sobre vos y desde ya anticipan el desenlace.  El resentimiento contra el magistrado y la sociedad, estranguló el alma de Adrián, haciéndole brotar un odio espeso que embarró al juzgador y a su familia.

 

            ¿Qué hará mi Josefina para sobrevivir y para darle de comer al patojo?, suspira con aflicción.  Los minutos siguen desgranándose para ir a depositarse en la troje del infinito que nunca se llena.

 

Adrián ni siquiera sabe cuántos de esos minutos que al acumularse forman horas, días y años, pasará en esa cárcel que aprisiona su cuerpo, más no a su alma que vuela como palomilla en pos de la luz, tras sus seres queridos y que al alcanzarlos convive con ellos, en el constante revivir de sus recuerdos.

 

            Está por amanecer. Los gallos han intensificado sus cantos con notas que le suenan tristes y los perros ladran como alarmados por algo que presienten.  Su tristeza se acentúa.

 

            De pronto se escucha un murmullo lejano que proviene de las entrañas de la tierra. Un murmullo que va creciendo, que se acerca a la superficie y que amenaza con salir e invadirlo todo.

 

            Adrián se estremece. Un escalofrío recorre su cuerpo y alarmado se pone de pie.  No comprende lo que pasa, pero intuye el peligro.

 

            Al murmullo se le une un movimiento del suelo que hace crujir las paredes.  Es un movimiento vibratorio, hacia arriba y hacia abajo, combinado con otro horizontal.  El pánico se apodera del prisionero.

 

            —¡Terremoto! —grita aterrado—. ¡Está temblando! ¡Socorro!

 

            Sus gritos se ahogan en el crepitar de mil ruidos.  Corre hacia la puerta de la celda y con desesperación trata de abrirla, mientras implora por ayuda. En vano.  Está cerrada y nadie responde.

 

            Luego corre hacia la ventana que da al cielo, que permanece impasible ante la furia sísmica.  Los barrotes son firmes.

 

            Retrocede aterrorizado.  No hay hacia donde escapar.

 

            Siente la soledad inefable del condenado a muerte.

 

            ¡Está perdido!

 

            Adrián, durante su vida, había experimentado muchos temblores.  De pie, sentado o acostado, guardaba la calma mientras otras personas la perdían.  Él sencillamente los dejaba pasar y luego continuaba con lo que estaba haciendo. Se consideraba hombre valiente y tranquilo, que no le temía a los sismos, pero... éste era diferente.  Era fuerte, más fuerte que cualquiera del pasado y parecía no tener fin.  Un zangoloteo infernal, que daba la impresión de prolongarse indefinidamente.

 

            -¡Hoy sí moriré! —Se dijo con el terror pintado en el rostro—. ¡Es mi fin!

 

            Con desesperación buscó protección e instintivamente se metió debajo de la deteriorada cama de la celda.  Su cuerpo temblaba más que el propio sismo.

 

            Al fin, después de siglos de terror que sólo duraron treinta y tres segundos, cesó el terremoto.  La oscuridad de la noche es mayor, el alumbrado eléctrico del exterior se ha extinguido y un polvo sofocante lo invade todo.

 

            Adrián está sudando frío, con el sistema nervioso alterado.  Sale de debajo de la cama con la intensión urgente de huir y dirigirse a lugar seguro.  Con terror recuerda que está preso y que no es posible.

 

            El corazón le palpita con más fuerza que cuando fue capturado, o más aún, que cuando la Josefina le dio el sí.

 

            Afuera hay un silencio sepulcral que sólo es profanado por voces que imploran auxilio o por quejidos esporádicos.

 

            Los perros han dejado de ladrar y los gallos de cantar.

 

            Sólo el pensar que puede venir otro sismo igual o peor, lo hace estremecerse.

 

            De pronto toma conciencia de que el trozo de cielo que observa es más grande que el que está acostumbrado a ver en sus noches de insomnio.  Una de las paredes ha caído hacia afuera.

 

            Con la agilidad de un conejo perseguido, sortea los obstáculos y sale.  Al aire libre se siente seguro, por si se repitiera el fenómeno telúrico.  Ahora su temor es que los guardias se presenten a cumplir con su deber.  Pero los minutos pasan sin que den señales de vida.

 

            En la semioscuridad se ven calles de apariencia desconocida.  Los espacios cerrados han desaparecido.  Todo ha cambiado.

 

            Algunas sombras se mueven entre los promontorios que cubren el paisaje.  Otras escarban anhelantes entre los montículos que sólo momentos antes fueron casas.

 

            Lamentos, quejas, llamadas de auxilio y llantos desesperados forman la sinfonía de la muerte.

 

            —¡Hoy o nunca! —se dijo—, es el momento de escapar.

 

            Corre por las calles de Chimaltenango a toda velocidad.  Lo persiguen sus temores, más no los guardias que de seguro tienen sus propios problemas.  Pasa entre escombros, entre personas que se mueven como sonámbulas, aterradas por su propia desgracia.

 

            Nadie repara en él.

 

            Sofocado por el esfuerzo, deja de correr y camina por lo que fue la calle principal.  Poco a poco recobra el aliento y camina despacio.  Observa la destrucción que hay a su alrededor y comprende que en ese momento nadie está para buscarlo.  Se siente seguro y continúa su camino.  El terremoto es para él una bendición.

 

            Pronto será de día y el desastre se verá en toda su magnitud.

 

            Calmado y con la intención de mantener su libertad, continúa la marcha.  Ha encontrado sosiego y está consciente de lo que ocurre a su alrededor.  Se encuentra casi en las afuera de la ciudad, en dirección a El Tejar.

 

            —¡Socorro!

 

            La voz proviene de una casa derrumbada.

 

            —¡Por favor, ayúdenme!

 

            Es la voz de un niño.

 

            Su primera intención es la de continuar la marcha, pero una tercera llamada de socorro lo detiene.  Mira a su alrededor.  No hay nadie más.  Tendrá que prestar auxilio o dejar morir al que implora por ayuda.

 

            Él estuvo en peligro y nadie acudió a sus gritos desesperados.  Ahora es su oportunidad para no mostrar indiferencia y hacer una buena obra.  Unos minutos de retraso, piensa, no serán de mayor peligro en estos momentos de incertidumbre.  Sobre todo para ayudar a un niño.

 

            Adrián aparta tejas, palos, restos de paredes y otros obstáculos que formaron parte del mobiliario de la casa.  En la penumbra del amanecer, a su paso vio cadáveres en posiciones grotescas.  Llega hasta donde permanece un niño, que milagrosamente está indemne.  Se encuentra debajo de los escombros de lo que fue una habitación.

 

            Al menos el patojo se ha salvado, se dijo, pensando en su propio hijo.  Se sintió feliz de poder ayudar.  No sin esfuerzo saca a la víctima y le indica que se aleje de allí, hacia lugar seguro.  El niño obedece.

 

            Adrián se apresta a salir de la habitación derruida, cuando un nuevo temblor estremece el lugar. Lo que queda de la construcción se derrumba.  Una viga le cae sobre la cabeza y después el resto de la estructura, sepultándolo en medio de nubes de polvo.

 

            Sin saberlo, paradójicamente, perdió la libertad y la vida para salvar la del hijo del juez que conocía su causa.

 

            Fue sepultado como XX en la fosa común que acogió a las víctimas de Chimaltenango y pasó a formar parte de los veinticinco mil muertos que presentan las estadísticas del terremoto que devastó a Guatemala el 4 de Febrero de 1976.

 

            Oficialmente, Adrián Chamalé se encuentra prófugo.

 

 

 

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Comentario de Vicente Antonio Vásquez Bonilla el febrero 8, 2020 a las 12:16pm

Estimada Bethzaida: Gracias por tu lectura y tu amable mensaje. Feliz día, con aprecio, Chente.


ADMINISTRADORA
Comentario de Bethzaida Montilla Aparicio el febrero 8, 2020 a las 8:55am

Mi estimado Chente me he sumergido en este relato detenidamente, en donde nuestro héroe fue libre sólo por pocos minutos, pero tal vez fueron estos los que salvaron su alma en un último acto de bondad humana. Triste pero aleccionador final y justo homenaje a todas esas víctimas de aquel terrible terremoto. Gracias mi CHente por ser y estar.                                           

 


ADMINISTRADOR
Comentario de Elias Antonio Almada el febrero 5, 2020 a las 1:48am

Comentario de Vicente Antonio Vásquez Bonilla el febrero 4, 2020 a las 8:15pm

Estimados amigos: Hoy hace 44 años que Guatemala sufrió un terremoto que dejó más de 25,000 muertos. Muchos países nos brindaron ayuda, Gracias a todos. Cordialmente, Chente.

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