Capítulo 30: “En el Hospital”.

Despierto mareada sin saber donde estoy, un cúmulo de ideas se agolpa en mi cabeza. Sábanas suaves rozan mi cuerpo y mantengo los ojos cerrados un buen tiempo. Siento que la cabeza me duele, como si se fuese a quebrar pero no por ello sin previo aviso. Al fin me decido a abrir los ojos, no recuerdo nada de lo que me ha sucedido en los últimos días. De hecho, no tengo ni la más remota idea en mi mente. Por fin abro los ojos y miro a mí alrededor. “¿Qué demonios hago en un hospital?”, fue mi pregunta en voz alta. Y sentí un dolor ahora más profundo en mi vientre. Miré por debajo de las sábanas y me vi vestida con una camisola blanca plagada de puntitos rojos por doquier. La levanté un poquito y vi con espanto mi piel zurcida con un hilo quirúrgico y pensé: “Esto es una broma, no inventen ¿quieren?”, un corte transversal atravesaba la zona inferior de mi vientre. Y me intenté levantar, pero caí abatida en la camilla y pensé lo peor: que no podría caminar nunca más. Y mis dudas se acrecentaron acerca de lo sucedido… ¿qué había pasado?, no tenía idea. Cómo una rápida asociación entre mis ideas revueltas y alocadas y mis manos temblorosas palpé mis piernas para saber si sentía algo y así despejar una de las incógnitas que recorrían mi cabeza de punta a punta sin perdonar un poco siquiera mi estupor. Las toqué y luego las moví, y esto me ayudó a descubrir que ya no debía temer eso.

-Tranquila, puedes caminar-dijo una voz de mujer que ya se me hacía conocida.

La miré y era mi madre, no me costó gran cosa reconocerla, llevaba su ropa de siempre y se veía como de costumbre.

-¡Ah, no!, esto sí que es una broma, no, peor: una pesadilla, volveré a dormir a ver si para cuando despierte todo sea normal-dije contrastando la ternura con que ella me había hablado, y haciendo como que dormiría.

-Agradece que te traje hasta acá, si no estarías en una fosa común a esta hora-replicó acercándose y hablando en el mismo tono que yo había utilizado consiguiendo captar mi atención.

-Qué sigue ahora que lo estoy ya, por favor, mamá lánzame toda la desgracia de una ¿quieres?-contesté en tono sarcástico.

-Por suerte tú no estás incluida dentro de esas desgracias-dijo.

-¡¿Qué?! Rebobina y play. ¿Qué rayos significa que no soy parte de esas desgracias? ¿Quién murió?-inquirí desesperada saltando en la cama.

-Significa que hay gente muerta de tu bando-dijo con tono obvio.

-No, sí esa parte ya la entendí. ¡Ay, Dios! ¡Esto no puede estar pasando! Ahora sí que estoy teniendo una severa pesadilla-dije abatida, cubriéndome la cara con las manos-¿Quiénes murieron?-dije ahora en tono resignado y con los ojos cubiertos de un grueso manto de lágrimas.

-Murió tu hermana, Carolina va  a ser asesinada en el Congreso de Valparaíso a punta de metralletas hoy a las 4 de la tarde-dijo con una mirada que no sé decodificar, y haciendo una mueca de resignación con los labios se sentó en el sofá.

-¿Qué hora es?, ¿qué día es?-dije preocupada y entreviendo la esperanza en la luz de mi mirar que desde que había despertado se encontraba apagado y silencioso, sin querer delatar detalles de los experimentos por los cuales mi alma estaba pasando. La esperanza era lo único que me quedaba cerca y me debía aferrar a toda costa a ella.

-Son la una de la tarde del jueves 7 de abril-me contestó acariciándome la cabellera.

-Andas en el auto ¿cierto?-pregunté.           

-Sí, ¿porqué?-preguntó.               

-Te ubicas en la carretera ¿cierto?-dije haciendo caso omiso a su inquietud.

-Tú conoces mi olfato de sabueso, me ubico en cualquier lado, ¿porqué?-preguntó.

-Allá iremos antes de que den las 4-dije levantándome de la cama con dificultad.

-¡No, no, no, no, no!, tú no irás a ningún lado, recuerda que estás convaleciente-respondió conduciéndome de nuevo a mi antiguo sitial.

-A ver, no puede ser tan terrible lo que tengo, no creo que lo sea, dime de una vez por todas que pasó-dije en tono que no admite réplicas.

-Una batalla, eso pasó, una batalla-contestó.

-A ver si es por eso, no es para nada terrible, he tenido miles de batallas y sana y salva. Así que continúa-dije en tono sarcástico.

-Ese es el problema, no es una batalla cualquiera-dijo, y mirando su celular-me tengo que ir.

Se fue por la puerta, y me di cuenta de todo. Hacían tres semanas ya de mi última carta de diario de vida, la que les coloqué. Estuvimos un buen tiempo después en el lugar que ya había mencionado. Ofrecíamos tentativas de grueso calibre, pero un día sucedió lo inevitable, nos salió el tiro por la culata, nos siguieron, y se formó una de las batallas más sangrientas para la historia de Chile.

Era el día 3 de abril. Había amanecido con lluvia. El viento azotaba los árboles, y el zoológico estaba cerrado. Se sentían desde allí los ruidos de los animales que se encontraban encerrados para que el público los fuese a ver, chillaban despavoridos. No era una lluvia cualquiera, era el primer temporal que ese año se hacía presente en el país. Las calles estaban inundadas, había árboles caídos y los cables eléctricos se mecían con el viento de manera aterradora, todo chillaba a nuestro alrededor, todo crujía, el ruido no cesaba, no daba tregua. Despertamos con ese paisaje con el amanecer, por la radio supimos que el panorama poco cambiaba desde la madrugada y lo que cambiaba lo hacía para peor. Las escuelas públicas estaban cerradas, y los llamados de gerentes de empresas se sucedían uno tras otro, ese día nadie iría a trabajar. Con mucha valentía fueron llegando uno a uno los trabajadores del zoológico a cuidar de los animales y proteger que ninguno de ellos se escapase del establecimiento aprovechando la ausencia de los funcionarios. Luego de un rato instalamos en mi carpa una cortina de baño y un televisor, todos pasarían el temporal allí hasta que amainase un poco y planificaríamos si hacer un atentado aprovechándonos de la situación. A eso de las 8 de la mañana estaba la amplificación de la carpa instalada, junto con la cortina de baño para cambiarnos de ropa y el televisor. Nos fuimos cambiando de ropa poco a poco, hasta que estuvimos vestidos y una niña, creo que fue Annays se apoderó del control remoto en busca del reporte meteorológico. Estuvimos largo rato buscando con nuestro receptor el informe climático. Los paraguas e impermeables eran una plaga en las calles capitalinas. Hasta que la señal no dio para más y el aparato se fue a negro. Franco y Enrique fueron a ver qué ocurría con la antena y regresaron alborotados.

-¿Qué es este alboroto?-preguntó alarmado Manuel levantándose del piso, acción en que todos le seguimos.

-Vienen los españoles, nos vienen siguiendo-contestó Enrique.

Luego cogimos las armas, pero olvidamos los caballos, pues sentíamos sus pasos y sus gritos aterradores cada segundo más cerca. Franco me dirigió una mirada desde el umbral y se retiró. Yo miré mi pañuelo, lo acomodé, y luego coloqué mi sombrero encima de mi cabellera. Antes de salir me acomodé el poncho que se me había quedado enredado.

No tuvimos necesidad de correr ni avanzar en busca de un campo de batalla, ellos estaban tan cerca que en un sector lleno de árboles comenzó la lucha. El tiroteo fue ágil y vivo. Todos llevábamos una oración en los labios y un recuerdo en la memoria. Las espadas se cruzaban con fuerza y agilidad. Conseguimos herir a unos cuantos, pero todo empeoró cuando me detuve a cargar mi revólver. Uno de mis contrincantes se dio cuenta de quien se trataba esa muchacha que tenía un arma en la mano y que desenvainaba con fuerza y valentía la espada. Me hizo puntería en el vientre y una bala profanó mi piel. En ese entonces me despedía de la vida. Con los ojos llenos de lágrimas miraba al cielo tormentoso y gris. Comencé a respirar con dificultad y la cosa se puso fea. De la herida de la bala emanaba sangre, pero era tan pequeña que yo conseguía vivir. Polette me cogió como pudo y disparando a diestra y siniestra, cuidándose de no herir a nadie del bando, me llevó hasta la carpa y me administró primeros auxilios. A las pocas horas vi llegar a mi madre, y en ese mismo punto sentí la inconsciencia de mi mente, todo se borraba de mi memoria. Esa inconsciencia perduró por espacio de cuatro días, hasta el día en que desperté.

-¿Se puede, señorita?-preguntó una enfermera desde la puerta.

-Entre, por favor-dije.        

-Vengo a cambiar sábanas, por mientras vaya la baño-dijo señalándome un habitáculo que quedaba al lado.

Para cuando salí del baño ella se había ido, pero mamá estaba adentro, y en su cara encontré el recuerdo de Carolina.

-Te traje sopa de pollo-dijo extendiéndome una bandeja.

-Gracias, es mi favorita-dije recibiéndola.

-Te vine a acompañar-dijo.

-Mamá, ¿qué pasó después de que llegaste al campamento?-pregunté.

-Manuel siguió peleando para que no descubrieran el campamento, y cuando el ejército se fue se llevaron de rehén a tu hermana, Manuel los llevaba tras los talones así que se fue con cuantos pudo a un lugar que ignoro y Karina, bueno ella está desaparecida. El campamento quedó abandonado y se llevaron las cosas que eran personales, nada más, yo me traje las de ustedes-dijo dándome a entender que se traía las de Carolina y las mías.

-No cabe duda… Karina es rehén-dije.

-Yo conseguí entrar por atrás al campamento para que no me vieran, por suerte estaba haciendo un trámite acá y pude ir, después te llevé al auto y volé a la clínica-dijo.

-Rebobina y pausa. Cuando tú llegaste todavía estaban peleando-dije.

-Exacto-dijo.

-¿Y cómo sabes lo que pasó con la Carolina?-inquirí.

-Manuel me contó que se la llevaban, y a su vez de que huían, y por supuesto de que si veía a Karina le avisara de que se iban de allí, pues él estaba en la carpa buscando los bolsos y los caballos-respondió.

-¿Y qué de Hae’koro?-pregunté.

-¿Hae cuánto?-preguntó.

-¡Hae’koro!, es mi caballo-contesté.

-Se lo llevó naturalmente-respondió.

-Y qué dices de ir a Valparaíso-dije tomando ruidosamente la sopa.

-Primero, no sorbetes, y segundo no creo que estés bien como para ir a Valparaíso, el viaje es largo-replicó.

-Sí, de noventa minutos, dura lo mismo que un bloque de clases y eso no es cuando tú vuelas en la carretera, es una velocidad normal y hasta lenta-contesté.

-Pero estás convaleciente, me da miedo que te pase algo-dijo.

-¿Cuándo me sacaron la bala?-pregunté.

-Anoche-dijo.             

-Entonces… dejarás que la Carolina se muera así cómo así-dije.

-No, pero…-dijo y la interrumpí.

-Pero, nada, vamos a ir hacia allá, estuve unos cuantos días inconsciente y me hicieron vivir, no puedo dejar a alguien morir-fue mi conclusión.

-Después no quiero oírte quejarte de que me duele esto, que me duele lo otro, que me duele aquí que me duele allá, ¿entendiste?-dijo.

-Por supuesto, es un hecho-respondí.

-Termínate la sopa será mejor-contestó.

Terminé de comer y bajamos, yo me vestí con ropa de verano, estaba haciendo mucho calor en el aire libre. El sol se veía con nitidez, y una pequeña brisa hacía moverse las hojas de los árboles, ya era otoño. El suelo se veía tapizado de hojas de los árboles que rodeaban la acera. Unos niños corrían al edificio a ver a su madre que llevaba a un bebé en los brazos, mientras que su marido la rodeaba con el brazo. Luego entramos en el auto e iniciamos un camino de noventa minutos, bueno se suponía sería de ese tiempo.

Estábamos a la mitad del camino, cuando vi a Hae’koro pastando.

-¡Hae’koro, es Hae’koro!, apárcate mamá-dije.

Se aparcó al ver mi entusiasmo, mientras una seguidilla de personas bendecía en un sentido nada literal a mi madre por aparcar en la berma del camino su auto. Yo hice caso omiso a las críticas de los automovilistas y bajé corriendo hasta Hae’koro que era sostenido con fuerza por un hombre.

-¿Sofía?... ¡Sofía, eres tú!-dijo ese hombre.

-No si seré Juan Pablo II, obvio que soy yo, y más vale que usted suelte a mi caballo-dije en tono decidido y sarcástico.

-Tranquila, soy yo-dijo y se bajó el pañuelo que le cubría el rostro.

-¡Manuel!-grité feliz al reconocerle mientras nos abrazábamos.

-¡Sofía está sana y salva!-gritó hacia todos lados.

-Sí, lo estoy, pero no por ello lo publicarás en la Plaza de Armas-dije haciéndole señas de silencio.

-A que no sabes a quién van a ejecutar…-dijo Arlette.

-A dónde creís que voy poh’-repliqué.

-Entonces vamos a Valpo-dijo la misma.

-¿A quién llevo?-preguntó mi mamá desde su asiento en el vehículo.

-A quienes no tengan caballo-respondí ya arriba del mío.

No tuve ni tiempo para respirar y el auto estaba lleno.

Hae’koro galopa con fuerza, tan segura que me siento arriba de él, como si nada malo fuese a sucederme. Casi no siento la herida de mi vientre, y recuerdo que debo ir a sacarme los puntos dentro de una semana a la clínica. El viento roza mi cara y mi madre nos anuncia con un bocinazo que debemos hacer la entrada a Valparaíso. En silencio dirijo una mirada de complicidad a Manuel y pienso: “Y tan rápido que pasa el tiempo, ¿porqué será así?” Desde lo alto de los cerros se ve el océano, claro y hermoso. Respiro con profundidad el aire porteño, con los ojos cerrados para sentir la paz que hacía tanto tiempo no sentía, y luego siento el viento en mi cara y pienso: “¿Estaré en el paraíso?”. Cuando la brisa deja de sentirse en mi rostro abro mi mirar y vi las embarcaciones, en fin, un montón de cosas que me traían recuerdos. De un año de data eran esos recuerdos, cuando habíamos triunfado ante los ibéricos, y ahora llegábamos derrotados y en la misma búsqueda del año anterior, solamente que ahora tenía fecha de caducidad.

-¿Estás bien?-me preguntó Arlette.

-¿Caso no habría de estarlo?-inquirí, ambas hicimos una mueca de indiferencia y proseguimos el camino.

Todos sabíamos donde quedaba el Congreso, y cuando miré la puerta de ingreso me quedé taciturna, más parecía la entrega de los Premios Óscar que una ejecución. Tenía tintes de fiesta más bien. Las mujeres llevaban la gran mayoría vestidos largos, de fiesta, aretes con incrustaciones y finos accesorios, las carteras pequeñas, con el aspecto de una billetera eran lejos las reinas del festejo, en especial si combinaban con los finísimos zapatos que se llevaban; en el intertanto, los varones llevaban esmoquin o traje, zapatos de preferencia marca Guante, guantes blancos y algunos un sombrero. Esto no consiguió amilanarnos y entramos de lo más bien, por supuesto que tuvimos uno que otro truco para burlar a los guardias que tenían mandato de no dejar ingresar a nadie que no fuese de traje elegante a presenciar el acto. Y después de cantar el himno español, llevaron a mi hermana adelante, habían dicho que la asesinarían con armas de fuego, pero luego se dieron cuenta de que eso podría dañar a los asistentes al evento así que instalaron una horca en la mitad del escenario. Pero antes de que sucediese lo peor, un hombre salió adelante y comenzó a hablar.

-Buenas tardes, distinguidos asistentes-en ese instante el público, excepto 50 asistentes se largó a aplaudir-estamos aquí para realizar un acto de carácter público.-Se tomó su tiempo para tragar un sorbo de agua de una copa lujosa-Como pueden ver, aquí tenemos una rehén del comando patriota, de la guerrilla Nueva Húsares de la Muerte. Ella es la hermana de la comandante, su nombre Carolina Poblete, hermana mayor de Sofía Poblete. Esta jovencita que aquí tenemos está a punto de morir por su causa, duro ejemplo de que nadie se burla del régimen español. Como ustedes bien saben, hemos irrumpido en el campamento de esta montonera que se localizaba en el Cerro San Cristóbal, en Santiago, y esto es el anuncio de que la temible guerrilla que por tantas noches os ha quitado el sueño ¡Se separa!-entonces el público se para a aplaudir lo acontecido, mientras yo hervía de rabia-Si, tal como lo he dicho, pues el comandante varón ha desaparecido sin dejar huella, hemos destrozado a los combatientes, herido a Karina Saavedra, segunda comandanta, quien se prepara en un hospital para su condena y asesinado a Sofía Poblete, más conocida por ustedes bajo el alias de Boudica, en la batalla, un disparo le atravesó el vientre, y ella quien fue nuestro mayor problema durante el año pasado está en una fosa común-en ese instante el público asistente se largó a aplaudir de pié mientras gritaban: “Viva Adolfo Santa Rosa”, él era el hombre que acababa de hablar y era el nuevo gobernador de Chile.

Mientras él aún no terminaba su copa de dudosa agua mineral, yo me preparaba para subir al escenario a tomar una labor personal, Manuel me seguiría de cerca en caso de que llegase a tener inconvenientes. El público seguía aplaudiendo, hasta que todos profirieron un grito al verme detrás de Santa Rosa deteniéndole su cuello perfumado con mi cuchillo, lleno de óxido, en el cuál cientos de rivales se habían desangrado en el peor error de sus vidas. Yo no titubearía en usarlo si se me daba la necesidad de hacerlo, en especial si la vida de mi hermana peligraba. El hombre al sentir el grito intentó voltearse para saber qué sucedía a sus espaldas, sorpresa mayor cuando me vió a rostro cubierto.

-No intentes vengar a tu comandanta Sofía, pequeña, no vale la pena-dijo con una parsimonia pasmosa, asombrosa simplemente, quizás en sus cuantiosos años de vida habría visto tantas cosas que esto no le asustaba.

En ése instante los guerrilleros saltaban al escenario a acorralar a los guardias y efectivos de ejército, apuñalarles, en fin, un millón de cosas innombrables y mamá se subió también para quitarle las esposas a Carolina y abrasarla, mientras que mi hermana lloraba en los brazos de mi madre.

-¿Creía usted que la guerrilla se separaría?, pues no, así no será. Yo no vengo a vengar a nadie, pues nadie murió. Karina está vivita y coleando, el comandante está acá y Sofía está viva-dije.

-¿Cómo sabes eso?, ella está muerta-dijo el hombre retorciéndose bajo mi cuchillo.

-No, no lo está, se lo digo porque lo sé, y no es porque la conozca, no estoy dispuesta a comunicarle mis fuentes-dije, pero la voz de su cuerpo habló y me hizo entender que debía decirle como lo sabía-Pero si usted insiste, le comunicaré cómo lo sé.

Manuel en ese minuto ocupó mi puesto del cuchillo, con su fuerza hacía que el hombre que nadie pensaría tendría miedo alguna vez en su vida se retorciera de terror bajo un puño guerrillero que estaba dispuesto a hacerlo sangrar si así la situación lo acreditaba.

-¿Sabe porqué sé semejante cosa?, por qué yo soy Sofía Poblete-dije bajándome el pañuelo rosa que me cubría desde la zona inferior de los ojos mi rostro-¿Quiere mi cabeza?, pues la mía tendrá, pero no la de Carolina, ella no tiene la culpa de nada. Yo soy la guerrillera que usted tanto ha buscado. Le costará su resto atraparme volando bajo. Pero aquí me tiene, soy su peor pesadilla, no podrá negarlo jamás.

Luego no recuerdo qué más dije, fue un discurso largo, que llenó de miedo a todos los asistentes. Luego la horca se tiñó de sangre del gobernador. A eso de las 9 de la noche éramos las personas que estaban a cargo del poder. Nadie se atrevía a desafiarnos, pues habíamos masacrado todo lo que nos habían masacrado a nosotros. La horca era la responsable de que la vida del gobernador y la mayoría de sus seguidores se acabara, ya no tenían vuelta, las cosas se acababan allí, donde ellos habían llegado creyendo que iniciaban, donde pensaban que su yugo comenzaría en el acto de una masacre. A quienes no asesinamos por una u otra razón, les robamos hasta el alma, no hubo una billetera en esa fatídica tarde que se salvara de nuestras manos sudorosas que querían usurpar el poder de quienes nos lo habían quitado. El poder es del pueblo, nosotros éramos parte del pueblo. Luego descuartizamos los cuerpos, los paseamos por la ciudad para amedrentar a los seguidores del régimen español. La huida española fue masiva esa noche, en el puerto sus destinos los encontraban y perecían allí mismo en nuestras manos, o se transformaban en nuestros prisioneros de guerra. En Santiago todo era un caos total, los patriotas volvían en estampida a la capital, al país. Esa noche fue como lo que fue la Noche Triste para los conquistadores españoles en el siglo XVI frente a la arremetida azteca. Los participantes del ejército español, cuando intentaban imponerse ante los chilenos perecían o les sucedía lo que menos podía esperarse. Los peninsulares que conseguían salir vivos del país tenían algo en común: ninguno de ellos pretendía volver nunca más.

Los efectivos de las legiones realistas eran diezmados, todo era una masacre, en especial la ciudad puerto que se teñía de sangre ibérica. El alumbrado público de la ciudad se quebraba. Piedras azotaban como un látigo las ventanas y paredes de quienes creyeron podrían amedrentar al país. Luego proseguimos con un saqueo nocturno a todas las casas de la corona y de cualquier bando, era nuestra arremetida. Miles de patriotas se nos unían e izaban en sus patios la bandera nacional, la más pura señal que nos indicaba que eran en quienes podíamos confiar.

A partir de esa noche oscura y tenebrosa para el régimen de la monarquía nada fue igual, los robos a los suyos eran habituales, como encontrar a uno muerto, en esa noche aprendieron que los muertos podíamos vivir.

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ESCRITOR DISTINGUIDO
Comentario de Robert Allen Goodrich Valderrama el mayo 21, 2012 a las 12:15pm

Hola interesante capítulo aunque tengo que ponerme al corriente de los demás, saludos

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