Un Grito en el Silencio
Murieron ya los sueños sagrados de la infancia
y la naturaleza también, la que me amaba.
ALEJANDRA PIZARNIK
Ana y Pedro lloran abrazados con profunda congoja. Ya no podrán salvar la vieja casona. Se los ha dicho el albañil en forma drástica luego de revisarla exhaustivamente de arriba abajo, de subir al techo y observar con detenimiento los agujeros ocasionados en él por el tornado que azotó hace algunos días al pequeño pueblo. Hay que demolerla. De su vieja casa ya nada quedaría en pie, solamente el viejo árbol sería testigo de los años pasados en ella.
¿Qué harán ahora? ¿Dónde irán con su pequeño hijo que no puede caminar? La desgracia ha caído sobre ellos, sólo son unos pobres pordioseros a la orilla del mar mirando sin ver más allá del horizonte.
Sus mentes casi en blanco sólo registran las imágenes de lo vivido durante el tornado: Las casas reducidas a escombros y aplastadas contra el suelo; árboles arrancados de cuajo; los viejos autos y hasta algún tractor desafiando la gravedad y elevados a los cielorraso de algún garaje vecino o encastrados en cualquier jardín; líneas eléctricas derribadas y suministros de agua interrumpidos
Las pocas casas que permanecieron en pie tienen sus ventanas o los techos, como la suya, destrozados por piedras de granizo del tamaño de una bola de golf, otras con las chapas y los galpones de madera retorcidos entre los carteles indicadores, a varios metros.
Recuerdan también cuando sus oídos comenzaron a destaparse, luego de las estampidas que los ensordecieron y escucharon un rugido. La familia buscó un refugio al tiempo que parte de su cubierta voló, pero el cielorraso del baño quedó en su lugar. Creen que eso fue lo que les salvó la vida, ya que ahí habían corrido a cubrirse con su pequeño niño.
Temerosos aún, se asomaron lentamente fuera del escondite y rodearon la casa. A ella, solo la había protegido un designio de Dios. A la luz de los repentinos relámpagos vieron las casas vecinas, ninguna había resistido el embate.
Emprendieron la marcha hacia la calle ¡Qué singular procesión era aquella! Algunos vecinos con sus bebés o niños pequeños en brazos como ellos y otros con sus hijos detrás en fila, sosteniéndose unos a otros para atravesar el enlodado camino; la vieja Clotilde con su única compañía, la pequeña Lulú, su perrita; el viejo Esteban con dos gallinas en brazos, lo único que había podido salvar. La angustia de todos no cesaba. A algunos les asaltaba el terrible presentimiento de que le faltaba alguno de sus hijos y llamaban temerosos buscándolos entre la llovizna cada vez más fuerte y la total oscuridad.
Fue la pesadilla más tremenda de que tuvieran recuerdo.
Ya no tenían otra posibilidad, sólo les quedaba esperar la llegada del primer barco o barcaza que fondeara en la bahía, subir a él y partir hacia donde el destino los llevara, seguramente sería mejor que este.
ANA MARÍA HERNÁEZ 2 / 02 / 2012
Comentario
MUCHÍSIMAS GRACIAS ALMENDRA ESO ES LO QUE HE QUERIDO TRANSMITIR TODO EL DOLOR QUE SIENTE EL QUE HA PERDIDO TODO Y YA NO SABE QUÉ HACER
MUCHAS GRACIAS MARCO POR ESTAR
Hermosa prosa, un honro estar en ella , Marco
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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