Una mañana luminosa y apacible en la Alta Axarquía Malacitana, parecía que el Ojo de Dios, se estaba asomando por el oriente, tratando de favorecer los viñedos, animándoles a parir los dulces caldos de sus vinos moscateles; en sus almendros florecidos, favoreciéndoles a cuajar sus allozas y en el faenar de sus hijos, que empezaban las labores terrizas -agropecuarias- por aquellos pechos de belleza inigualable.
El verdor de algunos cañadones de las umbrías, aún no habían entristecido al gris opaco de las solanas limítrofes, ni había tomado sus temperaturas ambientales. Hacía tiempo que no llovía, una sola gota de agua, por aquellas tierras: pizarrosas, pendientes, de viñedos y almendrales; salpicados de olivos; donde aún se mantenían los pastos verdes y frescos de las mañanas; localizados en las zonas más arcillosas y menos expuestas al sol de un junio transparente, favoreciendo el avance biológico de sus pequeñas cabañas de animales. Haxparcol, había saltado muy temprano de su jergón de granzas de cebada, para ir a ayudar a su tío Pepe (cabeza de familia) y empezaba a ordeñar la veintena de cabras, que eran fundamentales, pues constituían el sustento primordial de toda la familia; formada por: Josefita (la esposa, que estaba esperando su tercer hijo), Antonio (hijo mayor de 6 años, y Francisco (segundo hijo de 3 años). Todos ellos conformaban una unidad familiar, muy bien avenida, que dentro de las estrecheces del momento social por el que se atravesaba -en general- durante los últimos años de la II República Española: conseguían mantener una buena armonía en su conjunto y un excelente comportamiento cívico social en relación con los demás miembros locales. Haxparcol, que a la sazón tenía –recién cumplidos los siete años-, se manifestaba, como un niño muy avispado e inteligente.
Era el único hijo varón de María y de Frasco Infante, compuesta -ademas- por sus tres hijas: María de 12, Antonia de 10 y Salvadora de 8 años.
Estaban ubicados en una de los muchos lagares de la comarca, denominado actualmente –la Fuente de la Teja de Frasco Infante-; situado más hacia el noreste; a unos doce kilómetros de distancia; subiendo y bajando aquellos pechos de rozas y cahorrales que formaban las primeras vertientes del río de Vélez.
Frasco y su cuñado Pepe, había acordado, desde el verano pasado, que: Haxparcol estuviese durante algún tiempo guardando las cabras de su tío Pepe en la finca de éste, denominada Las Encinillas, situada al este de la N-321; era por entonces la única vía de comunicación asfaltada entre Málaga con Madrid –también se la denominaba la carretera de Bailen: seguramente por pasar dicha vía por esa población jienense-.
A pesar de la corta edad del niño, muy probablemente los dos cuñados, habían ideado ponerlo de cabrero, para así: cubrir ese puesto y descargar el mucho trabajo que Pepe tenía, soportando y a sus espaldas, todas las tareas agropecuarias, ya que, sus dos hijos eran todavía pequeños; para procurar llevar el lagar medianamente atendido y por otra parte, Frasco se descargaba un poco de tantas bocas como tenía que alimentar; no habiéndose repuesto todavía del traslado y la pérdida de su trabajo de guarda, que ejercía en la costa antes de la llegada de la II República. Fuese como fuese, lo cierto es que ambos dieron ocupación al chiquillo, bastante alto para su edad y que además era: muy despierto y obediente.
Ya llevaba más de un año ejerciendo las tareas encomendadas por su tío y había adquirido en ese tiempo, bastante soltura y agilidad en todos sus comportamientos; estaba muy curtido por sus andanzas diarias, detrás del pastoreo de una treintena de animales –veinte cabras, seis chivas, un macho cabrío, dos ovejas y una burra-. Algo delgaducho, pero fuerte por el continuo ejercicio que hacía diariamente detrás del ganado y por la inquietud que siempre le llevaba a trepar por los árboles de los aledaño, buscando frutas y en algunas ocasiones nidos de pajarillos.
De piel blanca –tostada por el sol en las zonas poco protegidas, con el pelo castaño y los ojos azules, como los de su madre María, la hermana menor de su tío Pepe. Sus padres vivían en la parte alta de las estribaciones de los montes que se divisaban al este; como a una distancia –en línea recta de unos 6 ó 7 kilómetros; (el lagar de sus padres –en los días claros, como el de hoy- se lo podía ver en la lejanía, muy blanco, resaltando sobre los demás colindantes). Siempre que hacía un día claro con luminosidad, él se quedaba traspuesto, mirando hacia el lugar donde vivía su familia y sus tres hermanas; todas ellas más mayores que él y que lo llenaban de mimos en cuanto tenían ocasión de verle.
Se le iban las horas enteras, contemplado los caminos y alrededores que conducían a su casa y muchas veces cerraba los ojos y se imaginaba: ir recorriendo el camino, recordando mentalmente -con todos los pelos y señales-: los obstáculos, curvas y encuentros que se le podrían presentar, si tuviese que ir hacia ellos. Algunos días de nubes bajas o nieblas caídas, se entristecía porque no alcanzaba a divisar el lugar donde estaban sus padres y sus hermanas; entonces imaginaba, verlos pulular por los alrededores del lagar, ocupados en las faenas normales de la vida rústica. Su padre (Frasco), habría salido al amanecer –apenas sin luz diurna- poniéndose en marcha, para alcanzar el sitio de trabajo, a la salida del sol.
Él trabajaba por su propia cuenta, pero a destajo personal (que él mismo se fijaba) perforando aquellos pechos y rozas, tratando de encontrar los manantiales, que le encargaban, para conseguir agua potable para las casas salpicadas del entorno. Su madre (María), estaría preparando la masa de harina y confeccionando los panes (unas 6 piezas), mientras sus hermanas: arrimaban y preparaban el horno de leña, hasta calentarlo adecuadamente, para luego cocer el pan.
La hermana mayor (que se llamaba también María, como su madre) y la segunda hermana (Antonia en honor a su abuela paterna); después de prender la leña del horno, irían a la mina para traer agua fresca en sendos cántaros, para abastecer las necesidades del día; mientras la menor de sus hermanas Salvadora, ayudaba a la madre y cuidaba del prendimiento del horno. Cada día transcurría sin grandes contratiempos en la casa del tío Pepe, pues Haxparcol estaba muy pendiente de los animales, para que no hiciesen daño a los árboles, por donde pululaban en sus careos.
Llevaba siempre a raja tabla, las indicaciones y normas que le había dictado su tío Pepe, quien al final de cada jornada, siempre le pedía que le informase de todo lo acontecido y, si una cabra, se había subido con las manos a la cepa de un almendro para alcanzar –más cómodamente el ramaje- él tenía la obligación de darle cuenta del hecho a su tío. El ganado, siempre estaba pastando dentro del recinto que conformaban los terrenos de aquella finca, propiedad de su tío- y nunca tuvo que soportar las quejas de los vecinos limítrofes, pues el chico que los guardaba era muy responsable, a pesar de su corta edad; por todo ello y los lazos de familiaridad que les unían. Pepe estaba siempre muy contento con su sobrino Haxparcol. A la hora del almuerzo, siempre le permitía que encerrase al ganado en los corrales, para sestear durante un par de horas: cuando el sol más apretaba y, durante ese descanso, además de almorzar: jugaba con sus dos primos menores que él y les ayudaba en las tareas, que el maestro rural, les imponía para realizar y que corregiría a la vuelta en el próximo día de lección. A veces, tenían un rato para estar entretenidos por la casa en aquello que más le agradase, para él, casi siempre era tallando -con su navaja- alguna figura sobre un palo seco; se había aficionado, seriamente, por iniciativa propia a la talla de objetos y en muchas ocasiones constituía su principal pasatiempo, cuando estaba con el ganado pastoreando. Hacía unos arados de palitos, que se asemejaban muy exactamente a los de verdad.
Algunas mesas, alcanzaban -en miniaturas- la perfección que no tenían en la realidad. Ya estaba incluso haciendo algunos cuerpos de animales, con los que convivía a diario y no distaban mucho de su parecido.
La burra, que ya había confeccionado, se parecía muchísimo. Cada tarde, después de sestear, se acercaba a los aledaños de la ruta pavimentada, que colindaba con los terrenos del lagarillo, por su parte oeste; buscando el pasto de las cunetas y de los bordes o terraplenes, donde siempre corría una ligera brisa que venía del mar Mediterráneo, lamiendo las colinas de vides y alcornocales y trayendo los aromas de bolinas y cantuesos de aquellas serranías.
Varias veces había distinguido el mar, en la lejanía, mucho más azul oscuro, que el azul del cielo, pero en la mayoría de las ocasiones, ambos espacios parecían del mismo color, estando confundidos o tapados por una ligera niebla en la lejanía.
El mar, se lo veía siempre al filo de las crestas de los montes, hacia la parte sureste. En las tardes claras de poca atmósfera, podía llegar a distinguir, bastante bien, las vertientes de Sierra Tejeda, con sus cumbres afiladas en forma de dientes de sierra, aplastando a pueblecito de Alcaucín y alejándose hasta los abismos del mar, donde se perdía la vista en el horizonte y muchos otros pueblos, blanqueando sus figuras en el fondo grisáceo de los campos. Aún no podía distinguir por sus propios nombres aquellos pueblos, de los que se sentía nostálgico y que deseaba conocer cuando fuese más mayor. Su tía Josefita, le había prometido meses antes: pedirle -en su nombre- a los Reyes Magos, para que éstos le regalasen –si era muy bueno- y para el día 6 de Enero: un libro, donde pudiese conocer, con todo lujo de detalles, aquella zona que veía en la lejanía, con tantos pueblos blancos; incluso se esforzaría al máximo para que el libro, trajese muchas fotos, donde él pudiera imaginarse, que andaba por aquellas calles pueblerinas; claro estaba, que él se tenía que comportar muy bien con todo el mundo, ser muy obediente y cuidadoso con los animales; procurando siempre no maltratarlos, ni tirarles piedras –como solía hacer, cuando trataban de ramonear en los árboles.
La misma mañana que se despertó al día de Reyes Magos -06-01-1.935-, tenía su libro de los pueblos blancos debajo de su almohada; fue tal su sorpresa, alegría y se distrajo tanto mirando el libro: que el tío Pepe tuvo que venir a buscarlo a la casa para que saliese con el ganado, que él había dejado saliendo del corral hacia los campos abiertos. Haxparcol… Haxparcol, le llamaba a gritos: no te entretengas que los animales ya están saliendo de los corrales y no quiero que hagan destrozo, ni en la huerta, ni en los árboles que la rodean; pronto se te irán a la pila del abrevadero y no podrás alcanzarlos.
Si voy enseguida tío…, y trincó el libro bajo el brazo, mientras la tía Josefita le alargó una pequeña bolsa con algunas cosillas de comida y fruta, para que se entretuviese hasta llegada la hora del almuerzo, -a la que él correspondió con un sonado beso-.
Salió corriendo como alma que lleva el diablo, procurando que el tío Pepe no se enojara con él. Afortunadamente –pensó: nadie le regañó más, ni le aconsejaron que dejase el libro en la casa. Esa posibilidad de llevarse el libro consigo, constituyó un gran éxito para él y en cuanto pudo apaciguar un poco al ganado en el terraplén del este de la carretera N-321 (era la que subía de Málaga por los montes y atravesando muchos pueblos –oyó una vez decir al maestro, en la clase de un viernes, dirigiéndose a sus primos llegaba hasta la capital de España- y desde allí se podía ir a cualquier parte del mundo-.
Aquella explicación se le quedó gravada a él mucho mejor que a sus primos, porque eran algo más pequeños y que según recordaba –porque lo estuvo repitiendo mucho tiempo, desde que lo oyó, se llamaba Madrid.
Estuvo toda la mañana pendiente del contenido de libro; primero miraba las fotografías que traía y que a él le parecieron muy pocas y se recreaba en algunos dibujos y nombres bajo unos puntitos negros, con los nombres de las poblaciones a las que correspondía.
Entre tanto, no dejaba, ni un momento, de que los animales –especialmente las cabras- se acercasen a algún árbol, porque luego, cuando pasara por allí su tío, lo notaría y le regañaría fuertemente y hasta sería posible que le quitasen el libro, al que tanto empezaba a amar y eso, nunca podría soportarlo. Había sido muy perseverante en aprender, todo aquello que escuchaba del maestro de pago, para dar sus clases a los dos primos Antonio y Francisco y sobre todo, procuraba estar presente cuando, dos veces por semana, llegaba el maestro rural Segismundo, casi anochecido, para dar las correspondientes lecciones a sus primos. En algunas ocasiones, cuando al maestro se le hacía muy tarde para volver a su casa en Colmenar y al día siguiente tenía que seguir con las clases a otros niños, por otros lagares de la zona, se quedaba a cenar y a dormir en un jergón que le ponía la tía Josefita, en la misma cámara donde Haxparcol dormía y éste no dejaba de preguntarle por cosas interesantes y desconocidas, hasta entonces, para él. En muchas ocasiones, era él quién les resolvía a sus primos, algunas de las tareas que el profesor, les dejaba, para que los estuviesen ocupados y siempre las tenían que tener listas y aprendidas, para el repaso de la próxima visita. Casi sin darse cuenta y solamente por el interés que mostraba en ello, había aprendido muchísimas cosas, aunque ya sabía leer y escribir, bastante bien cuando llegó a la casa de sus tíos, porque su hermana Salvadora, se había instruido muy bien y sus primos siempre recurrían a él, ante cualquier dificultad que encontrasen en sus tareas, pues ninguno de ellos, quería quedar mal delante del maestro: eso constituiría un gran bochorno y les causaría muchísima vergüenza, aparte del castigo que podrían recibir de su padre, si lo consideraba un acto de negligencia.
Así que las dificultades, siempre las tenía que resolver él, que aunque tenía apenas ocho años, aparentaba un cuerpo, como de catorce y se sentía bastante instruido, al menos, más que muchos de algunos hombres que él conocía hasta entonces, que no eran pocos-.
En muchas ocasiones, sus tíos, cuando tenían alguna visita, casi siempre gente de la zona: procuraban que Haxparcol, no se acercase a ellos, porque siempre salía con algún tema de conversación, en los que quedaban ridiculizados: casi siempre referente a las labores del campo o al cuidado de los animales y el pequeñajo, como muchas veces su tía le decía, quería siempre sobresalir con sus sabidurías, como también solía decir: apabullando a los visitantes que se acercan por la casa y, después de cualquier percance de esos, nunca más volvían a visitarlos.

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Comentario de Norma Cecilia Acosta Manzanares el marzo 20, 2014 a las 10:01pm

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