No hacía ni dos años que Haxparcol estaba cuidando las cabras de su tío, claro está sin cobrar nada, sólo por el mantenimiento de su persona, pues cuando más niño había estado siempre en la casa de sus padres y con el esmero, cariño y cuidados de sus tres hermanas –todas más mayores que él- y a las que añoraba muchísimo. Especialmente echaba de menos a los suyos, porque siempre guardaba muy buen recuerdo de todos los acontecimientos que compartían y donde a él siempre lo consideraban como el rey de la casa, era el centro de atención de todos los suyos. 

Todos los mimos y caricias de las cuatro mujeres se volcaban en él y su padre en todo el tiempo que estaba en casa, lo tenía a su lado y lo trataba de igual a igual, hablándole tan ásperamente –como la vida misma- sin cortedades, ni revueltas; ya que cómo él siempre le decía: la vida es dura, pero hay que saber afrontarla de frente y sin dejarla que le crezcan las espinas. Sus tres hermanas habían estado un tiempo en colegio de monjas y habían sido niñas muy aplicadas, porque su madre María, siempre había estado muy pendientes de ellas en todo lo referente, a: aseo personal, respeto hacia todas las personas, aplicación en los estudios, normas de urbanidad, saber oír y procurar hablar poco, cuando hay personas que saben hacerlo mejor, etc., etc.
Cuando su padre tomó la decisión de volver a la finca –heredad de su familia- dejando su trabajo en la costa, la familia se vio obligada a irse a vivir al lagar semi-abandonado denominado La Fuente de la Teja en el Término Municipal de Colmenar, en medio de los Montes de Málaga o en los Altos de la Axarquía Malacitana y situada en una ladera de colinas, que casi todas, daban hacia el oeste. Los pocos dineros existentes en aquellos días, la escasez de trabajo por cuenta ajena para ganarlos e iniciar la actividad en un campo abandonado desde hacía años, pusieron a la familia entera en órbita, para subsistir.
Pronto la madre se hizo con un par de gallinas, comprándola al recovero, que pasaba por allí cada semana y consiguió un gallo de una hermana suya, que se lo dejó prestado por un mes. Fue guardando con mucho cuidado los huevos que pudo, hasta llegar a tener como unas dos docenas y cuando una de las gallinas se quedó clueca, le puso todos los huevos para empollarlos; así –poco a poco- se hizo con un buen corral de gallinas que llegaban a abastecer las necesidades de la casa y aún dejaban varias docenas de huevos semanalmente, para vender al recovero o cambiar por otras cosas necesarias: ropa, algunos comestibles e incluso herramientas, etc. A su hermana mayor María, le regalaron una pareja de conejos caseros, cuando fue de visita a la casa de los vecinos del lagar limítrofe del Villena, -algo más abajo y cercano al río- y, se cuidó de que nunca le faltase la hierba fresca y el agua –el padre les preparó unas conejeras, hechas con lajas de piedras echadas contra la pared y cubriendo las yagas con una masa de barro- y empezaron a criar, tan rápidamente, que en poco tiempo tenían que estar todos buscando cerrajas y carrillones, para que no les faltase comida.
Llegaban a beberse, casi un cántaro de agua, que cada mañana temprano traían las hermanas de la mina, distante como a un kilómetro de la casa, en la cañada de enfrente. Más de media docena de aquellos conejos: eran vendidos o cambiados al recovero y otros tres o cuatro eran consumidos a la semana por la propia familia, en buenas fritadas de tomates, pimientos, patatas o berenjenas, que el padre cuidaba en el propio huerto, formado por tres tablas de terreno, que había preparado un poco más debajo de la mina; con lo que podía regarlos del resumidero de la propia mina e incluso los sábados, completaba el riego total de las tablas, cuando desocupaba toda la perforación de la mina.
Aquél manantial, era muy antiguo, pero inicialmente, sólo existía un pequeño chorreadero, sobre una poza, que permanecía húmedo casi todo el año; Frasco –al poco de establecerse en la finca: -estuvo unos dos días cavando un zanja en horizontal, siempre siguiendo el hilo de agua, que le servía de guía, -llevándolo delante de si, mientras cavaba-; de esta forma: llegó a hacer una gran brecha, que se fue internando tierra adentro, hasta alcanzar unos veinte metros de largo, por dos de alto y unos ochenta centímetros de ancho, con lo que consiguió almacenar unos 32 m3 de agua, posteriormente, hizo una pared de contención a la entrada, dejándole un desagüe redondo en la parte baja, que taponó con un trozo de corcho al que lió algunos trapos y colocándolo por dentro del murete, resultó: que al día siguiente la brecha de perforación horizontal estaba llena de agua y casi rebosaba por un pequeño aliviadero que le había dejado en la parte superior, con una teja clavada en el mortero que utilizó -formado con arena, arcilla y cal-, de forma que el agua que manaba aquella mina, soltaba un hilo de agua por el filo de la teja.
Antonia tuvo la iniciativa de coger un enjambre que se había parado en la cruz de un olivo verdial y, una noche que hacía bastante frío, se fue acercando con mucho cuidado –provista de un guisopo, que soltaba mucho humo- y que, ella misma había confeccionado don una mezcla de aceite del candil, algunos trozos de tocino y todo ello liado en un palo; con su propia mano: fue, con mucha suavidad desplazando las abejas dentro de un caldero de cinc; cuando estuvieron todas las avispas dentro, lo tapó con unas taramas de retama y sin darle golpes se los llevó hasta un tronco hueco de corcho -sacado en una pieza, como corteza del tronco de un alcornoque- e introdujo el cubo dentro -dándole la vuelta con mucho cuidado- hasta que consiguió deslizar todos los insectos en él. Recuerdo que previamente le había puesto unos palos dentro en forma de cruz, en la parte central de aquella corteza sin vida y unas cuantas hojas de higuera, que los cubrían o dividían en dos la parte iguales, colocó una gran piedra delgada encima y otras más gruesas, como para que no las volara el viento; desde luego, había colocado su colmena algo alejada de la casa y al abrigo de un terraplén y dentro de la cueva -que alguien habría hecho, hacía mucho tiempo- al socavar el hueco de una calera en tierra para hacer un horno de cal viva.
También le tenía puesto al lado un lebrillo con una piedra pesada en el centro y lleno de agua, así las abejas, podrían beber, sin ahogarse; al menos eso era lo que decía ella. Llegó a tener más de cincuenta colmenas y tuvo que buscarle un sitio más amplio, para cobijarlas, así que su padre le ideó un lugar, algo más distante de la casa, a mitad de camino entre la casa y la mina de agua, en los bajos de la viña de poniente y al abrigo de los fríos del invierno.
Como Frasco se percató, de que aquella actividad, que su hija Antonia había empezado como un entretenimiento: se estaba convirtiendo en una buena fuente de producción de miel, le preparó un buen suelo de piedras, donde apoyar las colmenas; fue yagueando los bordes con mezcla de arena, arcilla y cal viva, dándole una pequeña inclinación al suelo, para que no se estancase el agua; le advirtió a su hija, que tenía que procurar siempre: tenerla al abrigo de los reptiles, (culebras, lagartijas y otros animalitos ávidos de comerse a las abejas o la miel que producían éstas). El lugar era bastante amplio y estaba en una solana, donde los vientos combatían poco y si alguna vez se producía un fuerte vendaval, allí era el único lugar, donde menos se producían los destrozos.
En un tiempo, él mismo, había tratado de perforar, sobre una de sus paredes laterales una mina en horizontal, pero al dar con poca roca, la tuvo que abandonar, temiendo que se le derrumbase encima, pero aún conservaba un charco de agua en la parte del suelo a su entrada, de donde seguramente podrían auto-abastecerse las abejas con toda facilidad. La hermana pequeña, que por entonces tendría unos ocho años, era la que más instruida estaba de todos los miembros de la familia; siempre estaba con un libro en las manos, leyendo alguna historia diferente sacadas del arcón.
Había conseguido al llegar a la finca, encontrar un arcón donde se guardaban bastantes libros antiguos, y se aventuraba por ellos, hasta el punto: que en ocasiones se quedaba a la luz del candil, más allá de la media noche, hasta que acababa con aquellos relatos, muchos de ellos, novelas de bandoleros, de la vida de santos, y alguna enciclopedia de materias en general. Una de las que más le gustaban, era: aquella que relataba muchas de las correrías de –los Siete Niños de Écija-, las andanzas de José María el Tempranillo, mal llamado el rey de Sierra Morena y otros personajes.
Incluso, llegaba a tener, entre los Migueletes, a su personaje favorito. Cuando Haxparcol nació, poco le faltó para sentirse ella su propia madre, pero sin embargo, lo fue cuidando, mimando y enseñándole todo lo que ella sabía y había aprendido de aquél arcón, desde la más tierna edad.
La hermana menor, era la que siempre le contaba –a su forma y modo- algunos de los temas contenidos en los libros, pues no se distanciaban en edad, más allá de los dos años, pero Haxparcol, prestaba siempre tanto interés a sus indicaciones que no parecía ser un niño de tan corta edad, quien estaba prestando los cinco sentidos a sus relatos, lecturas o explicaciones. Ella estaba siempre al cuidado de su hermanito pequeño y como siempre tenía encima el ojo avizor de la madre de ambos, más se esmeraba –si cabe- en que al infante no le fuese a suceder ningún contratiempo o sufriese alguna caída por aquellos terrenos ásperos, llenos de gravilla pizarrosa y suelta. Prestaba mucha atención, cuando iban por las mañanas a la mina, para traer el agua de la casa –pues siempre él las acompañaba- y a pesar de que sus pasos eran torpes, él no se salía nunca del camino y en los peores tramos, alguna de ellas, lo llevaba cogido de la mano; sabían que a la vuelta el niño volvía con alguna rozadura en las rodillas –producto de alguna caída-, todas serían reo de algún castigo –por igual- impuesto por su madre. No habría aún cumplido los cuatro años Haxparcol, cuando su hermana Salvadora, comenzó a ponerle los primeros palotes, sobre una pizarrita pequeña, que llevaba en uno de sus extremos atado un pizarrín y al mismo tiempo le decía que si quería aprender a leer -algún día, como ella lo hacía- tenía que empezar ha hacer todas aquellas cosas que ella le fuese indicando; el niño parecía estar encandilado y se prestaba a obedecerle con todo el empeño, que su corta edad le permitía.
Pronto le llenaba aquella pizarrita de garabatos que no guardaban ningún orden, ni concierto; pero siempre encontraba a su hermana dispuesta a borrarle con un trapo humedecido, lo que él había garabateado y ponerle de nuevo otros signos.
Al poco tiempo, cuando vio -la aprendiza de maestra- que su alumno predilecto y único, empezaba a trazar los palotes un poco más uniformes y guardando cierta firmeza: empezó a ponerle las vocales; primera empezó por hacerle ver y entender el signo de la O y le hacía repetir su pronunciación cada vez que la escribía, bien o mal y además no le permitía que borrase –en ningún momento lo escrito: pues el chiquillo, trataba de borrar con su dedito, que había mojado previamente con su saliva, los redondeles que no le parecían bien; pero ella le conminaba que esa cochinada no la podía hacer, porque nunca se llevan las cosas extrañas a la boca: por la boca sólo se puede entrar la comida y el agua, le repetía una y otra vez, porque eso es lo que nos mantiene vivos, realmente era lo que las monjitas le habían enseñado a ella, el tiempo que pudo estar con sus hermanas. María, la madre de ambos, siempre estaba admirada del empeño que ponía su hija menor en enseñar y cuidar con esmero a su hermanito, de quién aún, estaba mucho más orgullosa y en su interior representaba más del 50% de la felicidad que le aportaban el resto de su familia, aunque nunca llegaría a reconocerlo, e incluso, ni ella misma sería consciente de que esa situación se producía.
Cuando su marido le preguntaba: ¿a cual de los cuatro quieres más…; ella siempre contestaba: a todos con igual intensidad, pero en el fondo de su subconsciente había unos lazos especiales para el varón.
El niño era el más mimado, quizás por ser el más esperado y deseado o también porque era el más pequeño de la familia y el poseedor de un don especial, que denotaba o inculcaba en los demás una inclinación especial de mostrarle cariño.
En aquella casita rústica, llena de incomodidades y carencias se sentía más feliz de lo que lo había sido en todos los años de su vida.
Siempre había vivido en el campo; desde su más tierna edad, en su casa paterna entre seis hermanos varones y su hermana Antonia, la mayor de todos. Pronto se casó, como era costumbre y poco tiempo tuvo de recibir clases, que no fuesen las que le proporcionó su propia madre, para poder llevar el gobierno de una casa y las normas fundamentales para poder atender al marido.
Su marido Frasco, constituía el eje central de su universo, desde la primera tarde que vino a cortejarla: se prendó de él, en su más tierna edad, cuando aún no había, ni fijado sus ilusiones de futuro al lado de alguien, que no fuesen los suyos.
Muy pronto, se llenó de amor sincero, de esa pubertad que todo lo ve color de rosa y no ve las espinas del calvario, que representa la vida y mucho más dura –se hace- cuando es en la pobreza y con mucho trabajo para alcanzar el sustento cada día.
En aquella época, una chica, bien podía darse por afortunada, si encontraba un hombre trabajador y honesto, que la quisiera para esposa y Frasco, siempre fue con esas intenciones. Frasco, siempre había sido un hombre de buenos sentimientos, caballeroso y con una instrucción por encima de la medianía de entonces; al igual que su hija pequeña: siempre estaba interesado en informarse de todo aquello que le rodeaba y era adicto a la lectura, como lo había heredado su hija pequeña. Al poco de casarse, más bien se casaron pronto, porque al novio le había salido un trabajo de guarda en una finca de la costa –entre las zonas de Jarazmín y el Candado-, en la parte oriental de la capital de la provincia –Málaga-, cuyos propietarios –gente poderosa, adinerada y de ilustre apellido- habían obtenido muy buenas referencias de él y le dieron una semana para incorporarse al trabajo.
Con tan sólo seis meses de relaciones de noviazgo, se casaron Frasco y María; aunque poco importaba el tiempo, si se querían ambos tiernamente, se deseaban con gran pasión y además se conocían desde pequeños, porque las familias de ambos, eran vecinos de la misma zona del Término Municipal de Comares. Llegaron con lo puesto, a ocupar la casa del guarda, en aquella magna propiedad y de casa solariega andaluza; afortunadamente la casa del guarda estaba equipada de todo lo necesario para poder ser habitada de inmediato.
Según le contaron mucho después su antecesor, había sido despedido por el propietario directamente -al haber llegado a sus oídos, que participaba frecuentemente en los mítines políticos de entonces-, abandonando su cometido y siendo poco eficaz en las tareas encomendadas, de guardar aquella hacienda. Cierto día se presentó en la finca el propietario y, a su llamado, no pudo ser localizado, viniendo a verle la propia mujer del guarda, hecha un mar de lágrimas y sollozos: pidiéndole disculpas porque su marido, estaba ausente de la finca por motivos particulares, sin haberlo advertido al patrón; a poco que el dueño y patrón insistió, la mujer se vio obligada a aclarar que su marido estaba asistiendo a un mitin de la Unión General de Trabadores, que se estaba celebrando en Málaga.
Increíblemente aquél fue el motivo del despido del guarda de aquella señalada hacienda, que había abandonado su puesto de trabajo, sin pedir permiso.

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Comentario de Norma Cecilia Acosta Manzanares el marzo 20, 2014 a las 10:00pm

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