Vicente Antonio Vásquez Bonilla
© derechos de autor
Segundo lugar
Juegos Florales
Chiquimula 2011.
Guatemala
Suelo ir del rancho a la capital una vez al mes —narraba Tiburcio en rueda de amigos—, a comprar víveres, vestimentas y alguna que otra cosita. Siempre nos hace falta algo.
Ese día, el que les cuento, llegué a la Terminal de Autobuses a las nueve de la mañana y de inmediato me metí al mercado y empecé a buscar las cosas del mandado con la idea de escoger lo mejor, al más bajo precio y retacharme de inmediato.
Aunque no estaba en mi lista de compras, me llamó la atención una hermosa mojarra. Fue como cuando a alguien le gustan los chicharrones, muchá; sólo con ver al coche suspira y se le hace agua la boca. Así mismito me sucedió a mi y de inmediato me la imaginé asada, servida en un hermoso plato, con su chirmolito picante y al lado un pedazo de limón para usarlo al gusto y de ser posible, bendecida con un capirulazo de la agüita que ataranta, digo, para que no haga mal.
Sin dilación dispuse comprarla, para que al nomás llegar de vuelta a mi casa, me la cocinara la Lucía y darle viento esa misma noche o en última instancia, para el almuerzo del día siguiente.
Se la pedí al marchante y después de ponernos de acuerdo con el precio, me la envolvió en unas hojas de papel periódico. Me disponía a guardarla en mi morral, cuando me llamó la atención el encabezado de una nota que aparecía en la página de sociales y que decía: Bodas de oro matrimoniales. Continué leyendo. Los estimados esposos Francisca Natalia Izaguirre de Mendoza y Filiberto Mendoza llegan a cincuenta años de feliz vida conyugal...
El nombre de la mujer me llamó la atención, muchá. Era igual al de una novia que tuve de patojo, aquí, en el pueblo y a continuación vi la fotografía que, como es de suponer, correspondía a dos personas de la tercera edad; sí, así como se dice ahora, para no llamarnos viejos. Y ¡sorpresa!, era la Francisca Natalia de mi juventud. Me costó un cacho reconocerla, pero los rasgos propios no se pierden, aunque la piel tienda a marchitarse.
Picado por la curiosidad, busqué un lugar en donde sentarme. Desenvolví la mojarra y seguí con la lectura. Se comunicaba que ese día, a las doce horas, se celebraría una misa de acción de gracias en la iglesia Cristo Rey y que la feliz pareja, en tan significativa fecha, estaría rodeada de sus hijos, nietos y amistades. La curiosidad me atrapó.
¿Cómo estaría la Pancha?
En mi mente la visualicé, como antes, jovencita, recién bañada y olorosa a jabón de azahares.
Así que de inmediato dispuse hacerme presente en la iglesia. Desde luego, yo no era uno de los invitados y no tenía la ropa adecuada, pero tampoco nadie me había dicho que no asistiera y por otro lado, los templos son lugares públicos y cualquiera puede ingresar a orar o a oír misa.
Fui a la pensión más cercana, tomé una habitación, ya que de ser necesario pasaría la noche en la capirucha, guardé lo poco que había comprado, me bañé, por lo menos, para no desentonar del todo, tenía que oler a limpio y me rasuré la barba de tres días que adornaba mi carota.
Como no conozco bien el pueblón, tomé un taxi y ¿qué van a creer? Resultó que hay dos iglesias con el mismo nombre, una en la zona nueve, que no es católica y otra, creo que en la zona quince y ésta sí era la que buscaba. Me salió cara la carrera, pero como dicen, el que con su gusto muere, aunque lo entierren parado.
A las doce menos veinte entré al templo. Dos parejas de ancianos estaban en las primeras bancas. La iglesia vacía aparentaba ser enorme, como que nunca se fuera a llenar. Me senté discretamente en la última banca y me entretuve viendo los arreglos florales que la adornaban y al fotógrafo que preparaba su equipo con el objeto de registrar el acontecimiento para recuerdo de la familia.
Durante los siguientes minutos, poco a poco fue llegando la gente. La mayoría ancianos bien emperifollados. Todos buscaban las primeras bancas. Supuse que eran los fieles amigos de toda la vida y que habían envejecido a la par del matrimonio agasajado, tanto en la convivencia social como en el trabajo o en los negocios.
Recordé aquellos buenos tiempos cuando empecé a perseguir a la Francisca, pues estaba rechula la patoja y lo feliz que me sentí cuando me aceptó como su traidito del alma.
Al rato empezaron a ingresar patojos veinteañeros, niños y adultos de mediana edad. Miembros representativos de tres o cuatro generaciones. Las mujeres, al saludarse entre ellas, se besaban o simulaban besarse en las mejillas con sonoros chasquidos de jetas que acariciaban el aíre, supongo que ese remedo de besos era para no arruinar sus maquillajes.
Continuaba sentado en la última banca, como si fuera un personaje ajeno al acontecimiento, observándolo todo. Las damas jóvenes lucían vestidos de colores llamativos con amplios escotes que despertaban mi imaginación y de las faldas brotaban picos que apuntaban al suelo, me las imaginaba como piñatas de pueblo. Cómo cambian los tiempos, pensé.
Los vestidos que usaba la Pancha (o la Naty, como la llamaba en otras ocasiones), no se parecían en nada a los actuales; aquellos eran más sencillos, pero los lucía con elegancia. Quizás elegancia pueblerina, pero su belleza los hacía resaltar. ¡Era chula la condenada! Cómo me gustaba.
Cuando la iglesia estaba llena hasta la mitad, llegaron los apolillados novios, el órgano, como lluvia que riega los campos, derramó su música sobre los asistentes y una chava entonó un canto alusivo al momento que se vivía. La pareja conmemorada, precedida por varias damas de honor, desfiló por el pasillo central del templo hasta situarse en una banca previamente preparada en el centro y frente al altar.
Los recuerdos se me venían encima. Allí estaba la mujer que un día me aceptó como novio y con quien soñé compartir mi vida.
La misa empezó con la solemnidad que exigía la ocasión y al cura lo auxiliaba el hijo mayor del matrimonio, quien por deseo propio y como un gesto de amor hacia sus padres, fungía como monaguillo, según anunció el sacerdote.
Habían pasado en un abrir y cerrar de ojos cincuenta años. Medio siglo. Para la mayoría un tiempo muy largo, pero que se esfumó. Es posible que la Pancha me haya olvidado al calor de otros brazos y que nunca, pero nunca, le hubiera pasado por la imaginación de que yo iba a estar presente en sus bodas de oro.
En la última banca, pero al lado opuesto al que yo ocupaba, estaba sentado un vejete de unos sesenta o setenta años, Era una estatua, el puñetero. No se movió para nada, mientras que todos los asistentes nos hincábamos, nos poníamos de pie o nos persignábamos, de acuerdo con el rito que allí se desarrollaba, él permanecía ajeno a todo. Pensé que se trataba de un invitado que asistía sólo por compromiso. Tal vez era miembro de otra religión o un ateo, al que le venía del norte todo lo que allí acontecía. Para él no era aquello de: A donde fueras haz lo que vieras, ni demostró el mínimo respeto hacia los demás.
El cura felicitó al matrimonio por la vida ejemplar que habían llevado, señalando que con su proceder mostraban un camino digno a seguir, principalmente para sus hijos y nietos y, no se diga, para la comunidad cristiana en general; máxime en estos tiempos modernos, en donde los matrimonios se hacen y se deshacen con la misma facilidad con que se cambian ropa interior.
¡Ropa interior!, sonreí para mis adentros, si hubiéramos estado en un lugar diferente, pensé, y la persona que hablaba fuera otra, estoy seguro que hubiera dicho: con la misma facilidad con que se cambian calzón. Y mi sonrisa se acentuó, si supieran que yo tuve a la Naty sin esa prenda, allá en el río, hace medio siglo y unos diítas más.
La misa continuó con solemnidad, mientras, iban ingresando los invitados rezagados, los que nunca faltan en esas ocasiones y que llegan corriendo a ocupar las bancas de atrás para que se crea que estuvieron presentes durante todo el acto.
La Naty, ¡ay Dios!, la perdí y no sé ni cómo, si tan seguro que estaba que sería mía para siempre y de repente bastó que llegara al pueblo una cuadrilla de ingeniería para que se fugara con un fulano y me olvidara. Y hoy estaba allí el fulano y ella tambor.
Tal vez en aquella ocasión, pensó, si me voy a casar que sea con alguien que me ofrezca un buen futuro y no con otro pelado como yo. Y la paloma voló. Si fue así, creo que tuvo razón.
Durante las ofrendas, varios de los jovencitos pasaron recogiendo las “limosnas”, como solemos decir los católicos. Tuve que hacerle una señal al que hacia la colecta del lado en que me encontraba, para que se acercara hasta donde yo estaba, tal vez pensó que yo no ofrendaría, pero se equivocó. El que no dio nada, ni siquiera una leve sonrisa, fue el indiferente del lado opuesto.
Me queda la satisfacción, me dije a manera de consuelo, de que el maje y a la vez afortunado, que tuvo la suerte de llevársela no la encontró virgen. Y si la hubiera encontrado virgen, sonreí, estoy seguro que no le hubiera hecho ningún milagro.
Cuando llegó la hora de la Santa Eucaristía, primero, el sacerdote se la dio a los “novios” y luego, al resto de los comulgantes, quienes hicieron cola para pasar a recibirla, en orden y con respeto. Volví a ver al indiferente, quién continuaba con su carota de tetunte, me levanté y me coloque a media fila.
El contraste era de verse, todos vestidos con sus mejores galas, como que hubieran dejado a las cucarachas bailando solas, y yo en camisa cuadriculada, con pantalón de lona y botas; sólo me faltaba, pensé, el sombrero y que a la puerta del templo me estuviera esperando el caballo, ya no para raptar a una chava, sino para salir rumbo a la cantina a llorar la añeja pérdida. Recibí la hostia; no me la podían negar, después de todo, el templo está abierto “para toda carne” y en toda ocasión.
Al terminar la misa, la pareja se tomó varias fotografías: con el cura, luego con los hijos y más después hasta con los nietos. Yo hubiera querido aparecer en una de las fotos, como el hombre que estrenó a la Naty, aunque fuera atrasito, como quien pasó casualmente por allí en el momento en que tomaron la instantánea, pero ni modo, no era posible. Pero la secreta satisfacción no me la quitaba nadie.
A continuación, el rancio matrimonio recorrió el templo rumbo a la salida, mientras todos los asistentes permanecían de pie observando el paso del cortejo y prodigándoles discretos saludos y sonrisas que los festejados respondían con agrado.
Llegaron a la puerta y se detuvieron para agradecer y despedir a los invitados, entre los que se contaba el indiferente que me cayó como patada en la espinilla, quienes les manifestaban sus parabienes. Menudearon los abrazos, los besos y los buenos deseos por una vida familiar larga y con mucha descendencia. Yo pasé después del último de los invitados y a distancia prudencial, por ser un desconocido, sólo incliné la cabeza y como quien no quiere la cosa, les dije: felicidades. En ese pequeño lapso, el hombre dijo gracias y ella me vio, y por el cambio que hubo en su semblante, estoy seguro que me reconoció. Fue un instante, antes que yo desapareciera, pero me di cuenta que, como para confirmarlo, vio el lunar que tengo en la mejilla izquierda y de inmediato, como respondiendo a un resorte interior, volteo a ver a su primogénito, quien lucía también un lunar en el mismo lugar.
Comentario
Agradable relato de un pasaje de la vida del protagonista escrito en lenguaje coloquial.
Muy grato leerte.
Saludos.
http://proyectoexpresiones.ning.com/page/curso-rapido-de-narrativa
lea esto poeta quizas le interese
DE VICENTE O DE MARCO EL CUENTO ESTÁ BIEN LOGRADO, PUEDE SER FICCIÓN O REALIDAD LO QUE PASÓ A LOS DOS, PERO SIEMPRE SUELE SUCEDER, ME GUSTA EL LENGUAJE COLOQUIAL SENCILLO Y COSTUMBRISTA DE ESA NACIÓN HERMANA, SALUDOS
RED DE INTELECTUALES, DEDICADOS A LA LITERATURA Y EL ARTE. DESDE VENEZUELA, FUENTE DE INTELECTUALES, ARTISTAS Y POETAS, PARA EL MUNDO
Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
http://organizacionmundialdeescritores.ning.com/
CUADRO DE HONOR
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