HISTORIA DE BARRIO
La noche era oscura y el barrio lucía como siempre aquel viernes. Los gritos de chiquillos no cesarían de alborotar hasta las ocho, hora en que las madres, desde las ventanas de la vieja y populosa calle, iniciaban el rito de convocar - a pleno pulmón - a sus hijos.
Sin embargo, antes de disolverse la tropa de muchachos, llegó Juancho, que entre excitado y decidido hizo el anuncio: - ¡Vienen de nuevo!
El que dio la voz de alerta había sido golpeado sin causa y pesaba la amenaza fatal sobre todos. No solíamos salir de nuestras dos manzanas, pero aquella “gallada” quería apoderarse de ellas y de nosotros.
Al principio fue el mutismo, luego la organización. No había que perder el tiempo, había que convocar con urgencia a quienes faltaban. Reunir a la mayor cantidad posible, sobre todo, a los “grandes”. Éstos últimos eran los compañeros guardianes, los más fuertes, los planetas en torno a los cuales giraban los juegos y fiestas.
Los conjurados llegaron a tiempo, y se planeó la estrategia. Un grupo sería el anzuelo, los más chicos estarían en medio de la calle jugando con la pelota de periódico y gutapercha, esperando. Los otros, en los pasillos de los edificios, agazapados, aguardando la señal.
Todos avisaron a sus padres, algunos de los cuales se apostaron en las ventanas. El barrio era una colmena solidaria en la que todos se conocían y ayudaban, así que los hijos, formaban un núcleo que cuidaban todos.
Mi padre se apostó en una escalera. Para mi asombro, dejó que mi hermano y yo participáramos. Hoy pienso que fue un acto que creyó necesario para la vida.
El silencio, cómplice de todos los planes urdidos en secreto, se apoderó de todo. Ni los televisores con sus novelas de aquellas horas se escuchaban.
El aire anunció su llegada. Lo recuerdo o he soñado, los invasores doblaron la esquina, eran unos nueve y nos superaban en tamaño. Se me secó la garganta, pero ya no había forma de “hacerse el loco”. Mi hermano, como siempre, me adivinó el pensamiento y me dio un golpe en un hombro, lo miré y nos reímos…
Caminando lento y por el medio de la calle, los recién llegados, con aire de perdonavidas se anunciaban con risas y gritos. Se acercaron a los nuestros, preguntaron por Juancho, pero como nadie dijo nada, el más grande agarró por el cuello a uno de los pequeños. Entonces, sonó el silbido, y como rayos, entre doce o catorce muchachos llenaron el sitio.
Sus caras se transformaron, ya no había risas sino sorpresa. En el medio de la calle los dos bandos se encaraban. Los superábamos en número, algo que no esperaban. Juancho se abrió paso entre los chicos y enfrentando al más gallo, le dijo: “Esta calle es nuestra, no vengan a joder más”. El interpelado permanecía inmóvil y los demás esperaban su reacción.
No sé que vio nuestro protegido en aquel rostro, ni qué lo hizo reaccionar de aquel modo, lo cierto fue que sin pensarlo dos veces, rasgó el pesado silencio asestándole un bofetón que nos hizo brincar de asombro. Acto seguido, el invasor bajó la cabeza. Creo recordar que el sudor me corría por la frente y que me dije: - Vienen los golpes.
Hay segundos que son siglos, pero ocurrió lo inesperado. Los intrusos, estancados en todo lo ocurrido, contra toda imaginación, se voltearon y se fueron.
Luego de los vítores y felicitaciones, mi hermano y yo regresamos a casa. Mi padre estaba más que contento, y a pesar de la hora, nos llevó comer helados.
Comentario
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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