Vicente Antonio Vásquez Bonilla
María del Campo visitó uno de los mercados de pulgas de la Capital y encontró un espejo, de esos que llaman de cuerpo entero. Le gustó y lo compró.
Se trataba de un modelo antiguo, encuadrado en un marco de madera tallado a mano. El tremó se veía maltratado por el tiempo y por el descuido de su o sus anteriores dueños. Como nunca había tenido un mueble tan elegante, le limpió la moldura con amor y lo mandó a barnizar con el mejor carpintero del barrio.
De nuevo emperifollado como en sus mejores tiempos, se veía elegante, digno huésped de un palacio o de una residencia de primera categoría y de consiguiente, le agregaba esplendor al humilde dormitorio de la chica, quién con orgullo se lo mostraba a sus amistades.
María del Campo al ver que su superficie de vidrio reflejaba con mayor luminosidad al mundo que lo rodeaba, pensó que era un espejo feliz y que, de tener alma, sería un ente agradecido. Nunca se imagino lo cerca que estaba de la verdad.
Tenía alma, estaba agradecido y dispuesto a demostrárselo mientras ambos vivieran.
No es que fuera mágico y que se le pudiera preguntar: “espejito, espejito, quien es la más linda del barrio” y que éste, con vos melodiosa diera la respuesta que sus femeninos oídos quisieran escuchar, pero tenía lo suyo.
María del campo lo compró cuando recién había cumplido los 28 años de edad y pronto se dio cuenta que, aunque estuviera triste, enojada, despeinada o sin maquillaje, invariablemente su imagen se reflejaba nítida y con una sonrisa que le levantaba el ánimo y le componía el día; y lo mejor, que le transmitía su buen humor a las personas que la rodeaban.
Cuando María del Campo cumplió los treinta años, contrajo matrimonio con Christian, y su compañero de cristal fue testigo de su luna de miel y de su felicidad.
El tiempo pasó, los esposos fueron envejeciendo, pero la luna continuaba reflejando a la dama con la apariencia de sus 28 años y a su esposo con la edad de cuando se casaron.
Cuando la pareja se entregaba a los placeres del himeneo y se contemplaban mutuamente, si descubrían en ellos los estragos del implacable tiempo, bastaba que volvieran los ojo hacia el espejo para verse jóvenes y deseables. De esa suerte, cada encuentro amoroso era como al principio de su matrimonio, y las entregas eran fabulosas. Los cónyuges vivían agradecidos con él y no tenían necesidad de recurrir al estimulo de fantasías eróticas. Ellos mismos, a través de sus imágenes, eran su mutuo estímulo.
Vivían felices.
María del Campo amaba a su esposo, no sólo porque lo seguía viendo a través del espejo como cuando se dieron el sí frente al altar, si no porque era correspondida con atenciones, con pasión y con entera fidelidad. Formaban la pareja ideal de cualquier leyenda de amor o de la vida real.
Como la naturaleza tiene sus leyes y cuando se viola una de ellas las consecuencias no se hacen esperar, su amante esposo falleció en un accidente. María del Campo sentía que su mundo había muerto y su tristeza era mayúscula. El espejo, a manera de consuelo, le devolvía su imagen, como siempre, joven y risueña, independiente de cómo ella se sintiera.
Suceda lo que suceda, la existencia continúa. Es como que alguien dijera: a pesar de todo, la función debe continuar.
Dos años después de que enviudara María del Campo, conoció a Bernaldo, un hombre viudo, atento y que se desvivía en atenciones para alejarle la tristeza. Ella seguía amando a su Christian, pero pensó que, quizás, una nueva relación le devolvería, aunque fuera en una mínima parte, el deseo de vivir. Aceptó esa nueva relación y llevó a Barnaldo a su habitación, porque como dijo una celebre escritora, en el amor, se trata de quitarse los calzones.
María del Campo se llevó la sorpresa de su vida; las anteriores experiencias con el espejo, se quedaron cortas. En el momento en que estaban entregados al amor, ella volvió la vista hacia la superficie de cristal y se vio haciéndolo, pero no con Bernaldo, sino con Christian. La felicidad de nuevo invadió su ser y se entregó a la faena con el ímpetu de antaño. Bernaldo se sentía amado y complacido. No sospechaba que él, sólo era el instrumento que el espejo le proporcionaba a María del Campo para repasar la felicidad de su vida.
Comentario
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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