Vicente Antonio Vásquez Bonilla
© derechos de autor
Nadie cree que tengo doscientos cuarenta años. Opinan que soy muy viejo, pero no a tal extremo. Cuado en raras ocasiones lo confieso, lo toman a broma; se ríen, dicen que los tiempos bíblicos ya pasaron y que ninguno puede vivir tanto. Y no crean que ando pregonando mi edad. No, no me conviene.
Todo comenzó hace doscientos años. En esa ocasión yo viajaba por las selvas del Petén cuando se desató una lluvia torrencial. ¿Hacia donde podía correr para resguardarme? No había nada a la vista que me sirviera de refugio. No tuve más que seguir caminado, empapado y con frío. Avanzaba resignado, pero de pronto distinguí una cueva. Entré en ella y decidí esperar a que la lluvia cesara.
Al terminar la tormenta, el sol salió de nuevo. A pesar de la penumbra de la caverna pude distinguir un cilindro cristalino de unos dos metros de alto. Descansaba sobre una base de metal y en la parte superior tenía varios componentes de formas y usos desconocidos para mí. Con curiosidad me acerqué y examiné el artefacto. En su base descubrí una gaveta, la cual abrí. Adentro encontré una especie de tablilla con la parte posterior obscura y la cara frontal transparente. En su interior contenía lo que me pareció arena o limaduras de hierro que se movían con entera libertad, formando textos en un lenguaje que ignoraba. Los textos iban cambiando conforme manipulaba los botones que poseía a los costados. La única explicación que se me ocurrió fue que las partículas tenían cargas positivas y negativas que respondían a estímulos magnéticos, y que se movían a puntos previamente programados con el propósito de entregar sus mensajes. Al mover uno de los botones descubrí que estos mensajes se podían traducir a un sinfín de idiomas, entre ellos el castellano, lo que me alegró mucho.
Se trataba del manual de operaciones del artefacto, lo estudié y descubrí que el cilindro era una máquina que le permitía a los seres que recibieran determinado tratamiento dentro de él, permanecer con todas sus funciones corporales en óptimas condiciones. Es decir, que mantenía la presión arterial, el colesterol, los lípidos, etc., en niveles inmejorables durante todo el tiempo y prolongaba la vida de los usuarios. Lo que acababa de descubrir me interesó, ¿quién no sueña con vivir por toda la eternidad?, o por lo menos durante el tiempo que se pueda, gozando de buena salud y juventud.
En la parte inferior del instructivo había una sección dedicada a notas. El individuo que poseyó el cilindro dejó el mensaje siguiente:
“Esta máquina fue construida para ayudar a nuestros viajeros interestelares a mantenerse jóvenes y en buen estado de salud. Condición imprescindible para los exploradores espaciales, por lo prolongado de las travesías. —Eso de viajes espaciales, en aquel momento, me pareció inconcebible. Confieso que no lo entendí—. Provengo —continuaba relatando—, del planeta x del sistema solar y, situado en la galaxia L. Los científicos programaron en el transportador de fluido de átomos, las coordenadas que me transferirían con todo y máquina a la nave espacial que lo utilizaría; pero en el momento de accionar el mecanismo para el traslado, un terremoto sacudió el laboratorio, alterando las coordenadas y vine a parar a este planeta. Me mantuve en soledad, con buena salud y joven durante varios milenios. Permanecí con la ilusión de ser rescatado algún día. Hasta que perdí la esperanza. Renuncié al tratamiento y me abandoné al envejecimiento y a la muerte. Sólo el que sepa de soledad, será capaz de comprender mi decisión.”
Interesado en utilizar esa sofisticada fuente de la juventud, entré en el cilindro, seguí las instrucciones y me apliqué el tratamiento. Luego, en su oportunidad, administré la terapia a mi esposa y más adelante a mis hijos. Repetíamos la acción cuantas veces fuere necesaria. Nos manteníamos fuertes y saludables, pero algo falló; envejecíamos. Es decir, todos nuestros órganos funcionaban en forma óptima, no padecíamos ni tan siquiera de caries, pero nuestra piel mostraba el paso del tiempo. Se arrugaba. Tal ves el aparato funcionaba al cien por ciento con los seres de ese planeta desconocido. Pero no con los terrícolas. Era obvio que no había sido diseñado para nosotros. Debido a ese problema, dispusimos no aplicar el tratamiento a nadie más de nuestros numerosos descendientes y guardamos el secreto.
Como a pesar del paso de los años todo nuestro organismo funcionaba bien, incluyendo nuestra producción de hormonas, manteníamos el deseo sexual vivo; pero habíamos dejado de ser atractivos. Conmigo, ni las prostitutas querían algo. Mi piel arrugada más allá de lo normal les causaba repulsión. Y aunque con mi esposa podía saciar el apetito sexual, ya no me agradaba. Ella estaba tan arrugada como yo. Por supuesto, no me engaño, es fácil suponer que yo tampoco le agradaba a ella. Mis hijos tenían sus propios problemas.
Continuar viviendo en esas condiciones, significaba seguir arrugándonos. Con el transcurso del tiempo tendríamos que aislarnos del mundo o pasar a ser fenómenos de circo y desde luego, dar alguna explicación que pareciera racional; como que éramos victimas de una enfermedad desconocida o de algún misterioso gen. Así que en reunión de familia, llegamos a la conclusión de que no valía la pena que continuáramos gozando de la prerrogativa de vivir.
Es cierto que tuvimos el privilegio de ser testigos del nacimiento del alumbrado eléctrico, el teléfono, el cinematógrafo, la aviación, la televisión, el inicio de los viajes espaciales y muchas cosas más, hasta llegar a ésta época del Internet. También nos tocó ser testigos de actos inconcebibles de locura, como las guerras mundiales, que no son más que suicidios colectivos, y de algunos hechos históricos que, en ciertos casos, no sucedieron como los registra la historia, ya que fueron redactados por partes interesadas.
Acordamos destruir la máquina. Tarea que no fue posible, debido a la dureza de sus materiales. Así que decidimos abandonarla en lo más profundo de una caverna para evitar que otras personas fueran victimas de lo que al principio nos pareció una bendición. El manual de partículas movedizas lo llevamos a otra región y lo lanzamos a un río para que la corriente se lo llevara lo más lejos posible. Consideramos que no estando juntos, instructivo y aparato, serían inocuos, en el supuesto de que alguien los encontrara en el futuro.
Nosotros, por nuestra parte, hemos decido envejecer en nuestras funciones corporales y morir como todos los seres humanos cuando estas se deterioren por el paso del tiempo. Mientras tanto, se seguirán arrugando nuestras arrugas.
Comentario
El tiempo y su relatividad, el hombre y su fijación por medirlo, cuantificarlo... Buena cuenta das de lo irracional de dicha actividad, de lo poco productivo que puede llegar a ser lograr la eternidad y eso que en tu relato lo hace acompañado de un ser por el que en principio todos deseamos ser acompañados, nuestra pareja... pero hasta la miel en exceso sabe a hiel... Buenas letras, grato momento de lectura.
saludos
sos
Gracias, Chente, por ese agradable cuento que permea imaginación y creatividad... lo disfrute mucho.
Bendiciones incesantes.
Me encantó, disfruté su lectura a través de sus excelentes descripciones. Un gustazo leerte. Gracias por compartir tus letras. Un abrazo,
Maigualida
RED DE INTELECTUALES, DEDICADOS A LA LITERATURA Y EL ARTE. DESDE VENEZUELA, FUENTE DE INTELECTUALES, ARTISTAS Y POETAS, PARA EL MUNDO
Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
http://organizacionmundialdeescritores.ning.com/
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