FATIGA VISCERAL
«Todos los días amanezco a ciegas
a trabajar para vivir; y tomo el desayuno,
sin probar ni gota de él, todas las mañanas.
Sin saber si he logrado, o más nunca,
algo que brinca del sabor
o es solo corazón y que ya vuelto, lamentará
hasta dónde esto es lo menos».
César Vallejo
Fue un proceso paulatino el que produjo aquel cansancio existencial que se tomó las costas de su vida, nada le producía ya interés ni entusiasmo, un profundo empacho vital provocaba que actos tan simples como trasladarse de un lugar a otro, escribir una nota o enfrentar asuntos rutinarios le resultaran cada vez más pesados. Y, para colmo, una inmensa ola parecía ahogar cualquier propósito dirigido a terminar con aquella alteración que le invadía anímica y físicamente, que insistía en aniquilarle su vitalidad y positivismo, que le impedía ser feliz.
Visitó cuanto especialista le fue recomendado, pero no hubo remedio que le quitara aquella desazón. No encontraba con qué aplacar aquella sensación persistente que le minaba sin tregua, hasta que ocurrió lo inaudito: mientras caminaba por la facultad donde brindaba clases, empezó a arrastrar una pierna.
Luego de aquel evento, no hubo facultativo que descubriera la causa de aquella parálisis y, pese a tantos diagnósticos, él seguía achacando su desgracia a lo que denominó «fatiga visceral». Y así, el mal que lo atormentaba fue tomando por abordaje sus extremidades hasta dejarlo completamente inmovilizado. Podía articular sin problemas, pero, por lo demás, era fácil concluir que estaba muriendo a pedazos.
En medio de aquello, su familia decidió hacerle frente a la tragedia, dándola por un hecho consumado. Compraron una silla de ruedas y lo trataron como a un imposibilitado al que debían auxiliar lo mejor posible. Entre tanto, el carácter del sujeto se fue agriando al grado de que no había forma de agradarlo. La más absoluta frustración lo dominaba, y repetía sin cesar que aquello era culpa de la fatiga visceral, que lo estaba destrozando, haciéndole perder dramáticamente no solo su masa muscular, sino además el garbo que alguna vez le dio algún lustre.
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Sé que atormento a todos y me aflige que me traten como a un mueble de casa. Ya ni mi mujer voltea a verme, y una señora contratada con tal propósito me da la comida y me mantiene aseado. En este hogar han decidido, luego de un breve intermezzo en que me prestaron alguna atención, continuar cada cual con su vida. Casi me siento una lámpara, una silla, o cualquier otro artículo de la vivienda. Me contestan con monosílabos, y eso si logro llamar su atención, así que mi mejor compañía es una vieja televisión frente a la cual me ponen desde que amanece hasta que se oculta el sol. Sé que me culpan de lo ocurrido, que piensan que me inventé esta fatiga visceral y que, así como la ideé, puedo darla por terminada. Imbéciles, no saben que he luchado incontables horas para rescatar la movilidad de mis miembros, por despegarme de esta infame silla, que es mi mayor humillación y suplicio, pero la enfermedad que se apoderó de mí me lo impide, así digan lo contrario todos los especialistas del mundo. Si en este momento un enjambre de abejas africanas viniera a atacarme, moriría: soy absolutamente incapaz de movilizarme voluntariamente, griten lo que griten mi mujer y los demás.
El utilitarismo se ha colado por las ventanas de esta vivienda, y eso me ha disminuido a la nada, un bulto que hay que soportar. Este utilitarismo malsano que se enquista en la columna vertebral de la sociedad y la familia desfigurándolo todo, gritando: lo que tienes, lo que vales, lo bueno es solo lo útil y lo útil es la felicidad. Tarde o temprano, no me engaño, como he dejado de ser útil, más rápido que ligero seré descartado. En esta casa ya hace rato no hay ni solidaridad ni caridad, se fueron diluyendo en el alcantarillado de las propagandas de televisión.
Les reitero que he tratado hasta el cansancio de retrotraer lo que ha ocurrido, me he cansado de ordenar a mis brazos y piernas que me obedezcan, pero ha sido en vano, solo consigo terminar mentalmente extenuado. Ya he empezado a preguntarme si fui yo el que creó poquito a poco esta incapacidad que me anula, si me la inventé para huir de mis obligaciones, pero creo que es demasiado tarde para dar vuelta atrás, para remontar esta parálisis ficticia o real que me aflige, cuya culpa no me consta o no quiero aceptar.
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El tiempo pasaba y las relaciones familiares seguían su curso natural. Unos morían, otros se mudaban, y nuestro personaje permanecía diciendo a quien estuviese dispuesto a escucharlo que él continuaba sufriendo de aquella fatiga visceral que lo mantenía atado a la deteriorada silla de ruedas en que se encontraba. Fue un hecho devastador para este hombre que su esposa decidiera un día rehacer su vida y buscarse otro abrigo contra la dura soledad de las noches, pero así ocurrió, incluso lo llevaba a casa. Los oía solazarse sin ningún recato en el cuarto que alguna vez ocupó como marido y padre de familia. A veces, la doméstica se apiadaba de su deshonra y lo metía en un baño hasta que se retirara el fulano.
Cuando llegó el momento de vender la casa, como aquel lisiado —pese a que lo trataran de esa manera— no era un mueble, tenían que buscar qué hacer con él, que les gritaba que eran unos malparidos y que no tenía culpa de sufrir de aquella fatiga visceral. Discutían si internarlo en un asilo de ancianos, en una casa-hospital para el cuidado de enfermos mentales (algo que rechazaron de inmediato aduciendo los costos inherentes) e, incluso, hubo quien sugirió llevarlo al manicomio municipal. En medio de aquello, intervino la doméstica:
—Disculpen que los interrumpa, pero no he podido evitar escuchar la conversación que mantienen y debo decirles que, en el tiempo que llevo laborando para ustedes, le he tomado cariño al señor, y por ello les propongo llevármelo a casa y cuidar de él, siempre y cuando reciba puntualmente lo que hoy me dan como salario.
Sobra decir que aceptaron la oferta de inmediato, no sin antes alabar la bondad que demostraba la oferente y lo conveniente que resultaba el arreglo para todos. Acto seguido firmaron un contrato, empaquetaron las pocas cosas con que contaba el imposibilitado y despacharon en un taxi a la doméstica y al lisiado.
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Hemos llegado a casa de esta mujer, que no ha respondido mis preguntas durante el trayecto. Me resulta muy difícil asimilar mi suerte, pero entiendo que he sido objeto de un cambalache —de una miserable transacción comercial— y que ahora mi vida es una hoja marchita que vuela sin control alguno, solo me queda soportar un destino que no puedo cambiar. Se trata de una vivienda en un barrio marginal, no creo que tengan lugar para mí. Al entrar, alguien grita «¡Llegó el tullido!», mientras ella lanza un carajaso, me pone entre las piernas el cartucho con mis cosas y me guarda en un closet, sí, tal como lo escuchan, mientras me espeta que ese es desde ahora mi lugar, y me advierte como una admonición que no grite, que no me queje, que no moleste, que no llore, pues cada vez que lo haga me dejará sin comer y ni siquiera me aseara, luego enciende la bombilla y cierra la puerta. Yo sollozo, no me atrevo a llorar, a reclamar, podría hacer mucho ruido.
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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