DICEN QUE DICEN
«Probablemente hay algo que no desaparece,
y es la memoria que conservamos de lo que
hemos experimentado en los diversos momentos
de nuestra vida. La memoria inestimable, y
a veces engañosa de los sentimientos, de las
emociones. La memoria afectiva. ¿Quién podría
librarnos de ella y para qué?»
Jean-Claude Carrière
—Ya no aguanto más, tranques, calores, edificios que crecen como hierba silvestre en cada esquina, carreteras que pasan por encima de tu casa, cañerías que se rompen y te dejan como gorgojo un día entero, barrios en que te pierdes porque el entorno cambió tanto que desapareció tu memoria del sitio. Y qué vamos a hacer, es una explosión, qué digo explosión, una revolución de edificaciones nuevas que no tiene parangón. Y dicen que eso es necesario, que va a aumentar el circulante y ni sé cuántas cosas más. Qué vamos a hacer, aguantar.
—Pero a ti quién te entiende, si no se hace nada, el gobierno no sirve, y, si se hace bastante, tampoco. En qué quedamos, no ves que el país avanza, cambia porque, como dice la canción, «lo nuestro es cambiar». Si el país se rezaga, se hunde, hermano, no entiendo a la gente como tú. Gritando que hay que proteger manglares, a ver, ¿quién come de esos manglares? No joooda, ¡que son una carga de soñadores! A mí, denme gente práctica, de ejecución, déjense de pendejadas ya, hombre, que las cosas se arreglan en el camino.
—¿Pero qué estás diciendo, brother? Mejor baja la voz, que estás haciendo el ridículo.
—¿Cuál ridículo, a ver, cuál ridículo? ¿No ves que en este país todo tiene un trasfondo político, que los unos les pegan a los otros, hagan bien o hagan mal, porque no les conviene que quienes prestan un buen servicio a la comunidad ganen más partidarios?
—No me hagas reír. Está bien que trabajes en el gobierno, pero el asunto no es para tanto. ¿De verdad te crees lo que estás diciendo? Dime una vaina: tú has pasado de noche por aquel montón de edificios; a ver, cuéntame cuantos apartamentos ves encendidos, ¿tres o cuatro? Entonces, ¿cuál es la cosa?, ¿dónde está la ganancia?, ¿cómo se explica el costo-beneficio de esas inversiones? Mejor ni digo más.
—Pues sí que me lo creo, fíjate. Pobre de ti, que te comes esos cuentos de politiqueros trasnochados. Mientras haya construcciones, habrá empleos, y claro que mucho circulante. No hables tantas tonterías, tienes más imaginación que el famoso Tres Patines.
—Bueno, me voy, que contigo no se puede.
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Si le muestro lo que escribí a ese burro, me deja de hablar. Lo he mandado a varios diarios, pero nadie lo publica. Quizá soy el único que propugna custodiar la memoria histórica, las esquinas. Por lo menos, en algunas calles, no joda. Que quede algo de lo que fuimos, como mínimo en un cúmulo de edificios antiguos. ¿Acaso nadie sabe en este país que en la antigüedad se escribía sobre las paredes de los monumentos, y que cuanto queda de muchas civilizaciones son edificaciones que guardan la memoria de su existencia? Qué vaina, nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos verán nuestro pasado en fotos, no lo podrán tocar porque lo habremos borrado. ¿Acaso soy el único que entiende o es que se quieren hacer los sonsos para seguir esta fiesta de concreto?
De verdad que no me quedó mal mi proclama, hasta medio poética me salió. Pero, ¿cómo logro darla a conocer, cómo logro que me escuchen? La titulé Dicen que dicen:
«Dicen que dicen que va a desaparecer la ciudad, que en un quítame aquí y ponlo allá, esta se va.
Dicen que dicen que son obras necesarias para mejorar, desde la ciudad hasta la vida: la tuya, la mía, también la de los demás.
Dicen que dicen que se esfumarán los viejos barrios, las viejas calles, los viejos parques, los viejos edificios, los viejos viejos…, que todo se va.
Dicen que dicen que pasarán por mi zona y por la tuya también, y que las calles tiemblan y que las calles sudan porque saben que más temprano que tarde se irán.
Dicen que dicen que el que no esté de acuerdo será indemnizado y cataplúm cataplam, la discrepancia acabará. Psss, como si no se acabara el dinero, ¿verdad?
Dicen que dicen que no tasarán los recuerdos, las nostalgias, los cariños, los fantasmas ni las fotos, que no hay forma de calcular su valía, que no, que no la hay.
Dicen que dicen que el progreso es necesario, pero la nostalgia no, que la nostalgia no, que la nostalgia no, que la nostalgia… ».
Mañana hay una marcha, lo vi en televisión. No sé por qué protestan, pero para allá me voy, repartiré unas tres mil volantes de mi proclama, a ver qué pasa.
Y para allá te fuiste y repartiste tu protesta personal, y llegaron a Santa Ana y se armó la corredera, y tú corriste como si fueras en moto para que no te arrestaran, pero estabas feliz, cantando tu canción al viento, como pregonaba Ismael Rivera en tu niñez —te entusiasmaste tanto que invertiste tus ahorros en cientos de copias de tu proclama—, y te encaminaste de madrugada a pegarla. Forraste la Cinta Costera con aquellas hojas tituladas Dicen que dicen, y también la Tumba Muerto, la avenida Transístmica, San Francisco, Bethania, Punta Paitilla, vía España, la Peatonal, la Cuatro de julio y medio San Miguelito, sin olvidar varias fachadas de ministerios e iglesias. Los diarios amanecieron con titulares como: «Inundan la ciudad con volantes», «Loco deteriora las avenidas con una proclama», «Se busca información sobre paradero de individuo que ha causado daños a la propiedad pública y privada». Tú, por tu lado, andabas reído, creías haber contribuido a aclarar conciencias, sensibilizar a la ciudadanía, provocar debate. Pero no, los noticieros televisivos y radiales criticaban al ciudadano que llamaba a proteger la ciudad y la había ensuciado. Unánimemente pedían condenar al sujeto por daños a la propiedad. Y tú, perplejo, no entendías nada, habías creído que la gente alabaría tamaña iniciativa.
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—Oye, ¿ese fuiste tú, verdad?
—No, hombre, cómo se te ocurre, yo estoy de acuerdo con lo que dice allí, pero no soy capaz de hacer eso, tú me conoces. Cuidado que te oye alguien y me metes en un lio.
—¡Ya lo sabía, fuiste tú!, si te has puesto más pálido que un papel.
—¡Cállate y no me jodas, que no fui yo, ya te dije!
—Cálmate, yo soy tu amigo, sería incapaz de denunciarte, pero sugiero que te sumerjas, que te escondas un buen rato. ¿No ves que la empresa fotocopiadora donde tiraste esa vaina puede descubrirte? No seas pendejo y piérdete un rato.
Después de aquella conversación, le dio por creer que era tan, pero tan importante, que la DIJ iba a perder el tiempo buscándolo sin tregua, y aquello le causó un complejo de persecución crónico que desembocó en una agorafobia. Buscaba las excusas más disparatadas para quedarse en casa, incluso empezó a faltar al trabajo creyendo que sería arrestado apenas pusiera un pie en la calle.
Su abuela, que lo conocía como nadie, intuía que el héroe anónimo de los ecologistas nacionales y universitarios del país tenía que ser su nieto. Nunca se lo dijo, ni le contó tampoco que la proclama seguía apareciendo sin ningún cambio en las puertas de discotecas, diarios, negocios de cualquier tipo, vitrales de edificios y en cuanto espacio permitiera su presencia. Que él ya era una leyenda y se le otorgaban facultades extravagantes. Se decía que era un profesor universitario que mantenía oculta su identidad, o un estudiante sobresaliente de ecología, o un jubilado cansado de tantas intrusiones barriales. En fin, que mientras cada cual tenía su teoría, él se sumía en el más absoluto anonimato, aplastado por un pánico sin justificación. Porque el autor de la proclama ahora era todo el mundo y ninguna persona.
Pero las proclamas no matan intereses enquistados, la marea de concreto seguía su curso y llegó al sector de aquel que inicio la más grande manifestación anónima del país. Y como requerían las viviendas para construir un complejo habitacional de grandes proporciones, inundaron las calles con promotores y negociadores que anunciaban comprar las casas e indemnizar. Y llegó el día en que tocaron a la puerta de su vivienda. Su abuela abrió y extendió la proclama por única contestación. Luego, citó a los vecinos del barrio y al día siguiente las aceras estaban empapeladas con aquel documento titulado Dicen que dicen. Después de aquel día, la ciudad comentaba con pena propia que la gran conspiración la había iniciado una abuela octogenaria.
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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