Los ecos esperan, adormecidos y silentes, entre las enredaderas y los macetones cubiertos de musgos y de tiempo. La casona, refugio de “los solos”, volverá a llenarse de voces el próximo viernes, apenas llegue la noche con su bagaje de historias.
Entonces volverá a cobrar vida el barullo, entre las carcajadas glamorosas y los gestos de caballerosidad vetusta, con la cortesía en pie de guerra entre el disimulo y la simplona costumbre de cachetear alguna nalga. Todo eso se vive en este particular grupo de hombres y mujeres que se sienten liberados, en manos de una “soltería” que llegó con los años, atravesando los umbrales del destino.
Todos saben, sin embargo, que es simplemente un modo de disimular la herida oculta bajo el traje de la aceptación a regañadientes. No hay olvido que olvide todo, ni nueva vida posible que trajine derroteros desconocidos. Todo está escrito, aún en las propias paredes del refugio que los impulsa a evadirse por unas horas, ahogando en las bocanadas de humo el peso de sus propias leyendas.
Llegó el día esperado. Los tragos, la gastada tertulia, y la música suave de añosos boleros que le ponen el toque romántico. Más tarde, en un rincón de la sala, a media luz entre los reflejos de los lustrosos muebles de estilo, una pareja se esconde de las miradas.
Cruzaron sus olores como lobos en celo, y apartándose de la manada, se aullaron suspiros reclamando venganza.
Pedro Gómez y Carlota Peludero ¡Novios!
Ambos rondaban los setenta y pico.
– ¡Está dando frutos el refugio! -Se entusiasmaron algunos, aunque en voz baja, levantado el seño para ayudar a descubrirlos.
Para otros hubo celos y desgarros, estaban a la vista. Algunas retiradas temprano con excusas que no cerraban eran un indicio, y la indiferencia y hasta alguna broma descolocada, parecían ser el soporte para otros que no terminaban de aceptar sus fracasos.
Pedro era el dueño de casa, nadie podría decir nada cuando llegue la hora de irse y él se quedara. Carlota, que se hacía acompañar por una vecina, con un simple guiño de ojo, la despachó a su casa.
–Vieja de mierda -murmuró por lo bajo- y salió a la calle a buscar un remiss que la devolviera a su casa sola y… ¿salva?
Cuando la música completó sus giros, ya casi estaban solos. Los pocos “piernas” que quedaban, en pequeñas ruedas conversaban de bueyes perdidos; mientras gruesas gotas de lluvia en el tejado, a modo de aplausos, coronaban el éxito de los enamorados.
–Muy bien, muy bien -se despabilaron.
–Ya nos vamos -dijo Ponce, el ferroviario.
“– Cuando las chamizas se encienden ¡no hay tronco que no arda! -apeló a sus reminiscencias-, y entre risotadas festejaron la broma.
Quien sabe, si en ese mundillo de soledades, habrá un viernes cercano para otras almas que ansían un remanso donde ahogar el pasado.
Son los solos de los viernes, viudos todos, que disparan a mansalva los últimos cartuchos de sus armas venidas a menos.
En una pared del Zaguán: “Bienvenidos a esta casa. Sólo hay refugio seguro en el corazón del que ama”, rezaba un cuadrito de madera con letras pintadas de blanco y dos ganchitos para colgar las llaves.
Eduardo Albarracín
Comentario
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
http://organizacionmundialdeescritores.ning.com/
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