"EL VIEJO Y EL PERRO”
Autor: Eliseo León Pretell
*Poeta peruano
“Ciudad Satelital”
Houston Texas, EE UU
En uno de los conos más poblados de la vieja Lima, la gente todavía soñolienta y taciturna, se comenzaba agolpar frente a la panadería del barrio, en busca del pan caliente para el desayuno obrero.
Ya se veía circular los primeros buses, llevando a la gente que arranca a trabajar muy temprano, en las fábricas y mercados de abastos de la capital.
Esta, no era una mañana cualquiera. Era una de esas madrugadas medias tétricas y mustias de un fin de invierno, cuando nuestra “Lima la horrible” toma ese color “panza de burro” (Cómo decía: Don Ricardo Palma) con un cielo de colores negruzcos, grises y blanquecinos, que nos dan la impresión que toda la naturaleza se resiste y opone a la fuerza arrolladora del sol.
A pesar de ser, un amanecer demasiado tristón, no hacía mucho frío como otros días.
Dentro de este cuadro, que quien sabe, me es difícil describir con más propiedad, lo que ví, fue realmente patético y desgarrador, por lo
menos para mí.
Ahí, en la misma esquina de la panadería, casi en el centro de la pista, estaba un pobre viejecito, de unos ochenta años tal vez, con las manos levantadas, haciendo desesperados gestos de pedir auxilio. Me acerqué presuroso en su ayuda, y al tenerlo cerca, pude ver que tenía una apariencia provinciana. Era el neto prototipo del “Indio sombrío” con unos surcos profundos en su rostro asustado, se podía notar su piel curtida por el trabajo, y quemada por el hielo y el sol, de algún lugar de nuestras serranías.
Tenía entre sus manos apretadas y temblorosas, un pedazo de cuerda o correa que se movía al son de su trepidar nervioso
¡Mi perro! ¡Dios mío! ¡Mi perro!...... Gritaba desesperado
¡Ayúdame señorcito! Se escapó mi perro, decía mostrándome el pedazo de correa, que quedaba en sus manos.
Acomedido; pero sin decir palabra, miré por todos lados, volví a repasar otra vez mirando en lontananza las calles que ya se iban aclarando, hasta donde me era posible ver; pero no llegué
a distinguir nada, el perro ya estaba seguramente muy lejos.
¿Cómo es su perrito señor? le pregunté
Es un perro grande y colorado papacito; me dijo.
¿Cómo pasó señor? le volví a preguntar
Mi hijo, me ordenó pasear el perro, señor; pero parece que no le puse bien la correa, y se escapó.
¿Ahora qué hago? Yo no puedo correr y tampoco ya no veo casi nada, dijo el anciano, casi sollozando.
Resolutivo, le contesté: No se preocupe tanto señor, regrese a su casa y que sus hijos salgan a buscar al perro, usted ya no puede hacer esas cosas.
Yo, ya no puedo volver a esa casa papacito, me dijo muy apenado; mi hijo no me perdonará la perdida de su perro, y será peor su esposa que no me quiere en su casa.
Sin saber que más hacer, le dí una palmadita en la espalda y me retiré, dejando al viejito con su tremendo problema, sentado... en un bloque de cemento de junto a la vereda.
Comentan los vecinos que después de varias horas, el viejito volvió a su casa, con la triste noticia de haber perdido al perro. Su hijo ya había salido a trabajar, y su nuera lo trató de la manera más dura y humillante que jamás alguien lo había hecho en sus ochenta años de vida, gritándole lo irresponsable e inútil de su existencia.
Él no se defendió, ni reclamó nada; se retiró avergonzado al cuarto que le habían asignado en la azotea de la casa, y allí, solo lloró bajito pensando entre mil cosas, en su tierra natal, donde nadie fue capaz de faltarle el respeto.
Ese día no bajó a comer, no sólo porque no tenía hambre; sino porque nadie lo llamó para que comiera.
Tarde llegó su hijo, ya enterado de la noticia; y gritando llamó a su padre: ¡Papá, baja ¡ ¿Qué haces ahí?
El viejo bajó arrepentido y triste; pero confiado, que su hijo habría entendido lo ocurrido, y que talvez le diría: Ya papá no te preocupes, ya pasó.
Desgraciadamente, no fue así. El hijo recriminó al padre, haciéndole sentir, que ya no servía para nada, que era un estorbo y que estaba arrepentido de haberlo traído de su tierra. El abuelo, sólo apretó lo más que pudo sus labios temblorosos, y entre lágrimas ignotas, se retiró sin pronunciar ni una sola palabra.
Esa noche ya no durmió. Descolgó su vieja alforja de algodón azul con blanco y fue llenando sus pocas cositas personales, esperando que amanezca. Los gallos del vecindario cantaban de uno y otro lado, anunciando la aurora, cuando sigilosamente, bajó las escaleras, traspuso la puerta y lentamente se fue perdiendo en las oscuras calles del barrio, sin rumbo, ni destino.
El hijo, también pasó una noche infeliz, sin su perro que tanto amaba y su padre, seguramente ofendido por la reprimenda.
Lo primero que hizo al levantarse, fue subir al cuarto del viejo, para pedirle una disculpa por lo ocurrido. No tuvo que tocar, porque encontró la pequeña puerta entreabierta, pero en el cuarto, ya no estaba ni el viejo…, ni su alforja.
Bajó el hijo desesperado, abrió la puerta que daba a la calle buscando a su padre; y solo encontró a su perro, echado y moviendo la cola en el batiente de la puerta.
El perro había regresado.
El viejo se fue, y no regresó…, nunca más.
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Un hombre que no sabe ser un buen padre, no es un auténtico hombre.
Mario Puzo
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