El viento de Octubre golpea mi rostro reseco y quebradizo, que parece abrirse en grietas oscuras y sebosas, para que el polen de la fiebre germine allí en nuevos delirios. A pesar de todo no es eso lo que me está matando. Tampoco es el dengue que me regaló una tarde un errante insecto de mierda. Es más bien la impotencia que me deja sin fuerzas.
Lo vi de repente, parado entre el cortinado y la cama, perfilando a trasluz su cuerpo delgado, y sus largos cabellos ondulando contra el viento, que parecían acercarme un soplo de aire fresco sobre la piel de la fiebre. Quise sentarme en la cama pero extendió su mano y con un suave empujón en el pecho volvió a recostarme.
No pude ver su rostro en ese momento; el resplandor del día inundaba mis pupilas vidriosas y la transpiración que demoraba en pasar por lo surcos embotados de mis párpados, no ayudaban a aclarar la mirada. No obstante me encontré de pronto parado junto a Él en el antepecho de la ventana, mirando al vacío. Debajo de nuestros pies parecía no haber nada. Bruma y viento enredando las hilachas y un sopor cada vez más fuerte haciendo estragos.
-Mira -me dijo- y extendió su brazo como descorriendo un velo.
Y miré en silencio. Volvían de la guerra. Las calles embanderadas, los palcos, los balcones, los edificios, los palacios gubernamentales, las sedes diplomáticas, los parlamentos, el vaticano. Miles de papelitos arrojados desde los ventanales saludaban efusivos a los triunfadores. Las avenidas sin autos, en todas sus anchuras, eran ríos de gente que seguía a los héroes hilarantes de gozo. Pude ver sus caras de felicidad, sus agitados semblantes henchidos de orgullo y sus manos, sus labios, sus ojos, sus frentes, lucir las diademas del triunfo. Muchas eran caras conocidas que en el devenir de la historia habían logrado ir construyendo de a poco este momento; ahora se sentían plenos, satisfechos, pletóricos. Había Papas, Reyes, príncipes, gobernantes y profesionales de todas las disciplinas, investigadores, caballeros y escuderos, filósofos, literatos y poetas, santos, orfebres, artesanos y hechiceros, mujeres de belleza indescriptible y ondulantes senos y jóvenes atléticos y apuestos que gozaban de las mieles del triunfo y que ahora bebían de sus bocas el elixir de los románticos.
– ¿Ganamos? -le pregunté a punto de sumarme a la euforia.
–No, perdimos. -Me respondió lacónicamente.
Desconcertado volví a mirar los rostros. Entonces vi a la horda de humillados que aún podían sostener en sus cuellos las pesadas cadenas que los unían unos a otros. Eran los cautivos, los expatriados, los mendigos, los obreros del puerto, los campesinos despojados, los indios, las prostitutas, los niños que habían sido desgarrados del útero y los que tenían las carnes desprendidas de sus huesos por la contaminación del agua, los mineros esclavizados de los socavones y los que quedaron sin pies y sin manos porque amasaron la droga en las piletas con ácido. Iban otra vez los indios y sus hijos barrigones y arrugados y también iban sus perros, sus caballos y sus vacas, cayéndose de piojos, porque todo les había sido quitado.
– ¡Vamos! -me dijo, y tomándome de la mano me zambulló en la fila de los vencidos. Lo vi tomar la cadena más pesada, la que nos unía a todos, y tirando hacia delante, jadeante, encorvando el lomo a punto de rozar con su barba el suelo, logramos pasar por frente al palco de los vencedores para hacer aún más perfecta su loca algarabía.
–De todo lo que viste -me dijo-, no quedará piedra sobre piedra. Mañana nos toca a nosotros.
Y me devolvió a mi cuarto. Ya había calmado el viento.
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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