JUAQUÍN ROBLES, POETA DE APOZOL
Efraín Gutiérrez De la Isla*
“Ese coro de pájaros
son mis siete hermanas de leche y barro”
Juaquín Robles.
Vine a vivir a Apozol hace unos meses y me encontré con el poeta Juaquín Robles, autor de Luna menguante. Este libro es un vertiginoso acopio de voces urgentes, convulsas y estremecidas. Luna menguante es imperioso y temperamental. La angustia ante el paso del tiempo, el advenimiento irrefrenable del dolor, la voluptuosidad de las caracolas, la tristeza inevitable, el amor por los pájaros y la devoción por el entorno familiar podrían ser -entre otras- algunas de las peculiaridades escatológicamente francas que se congregan en el firmamento de cada verso. En Luna menguante el poeta ritualiza la vida y el revuelo de cada página que pasa trae, a rastras, un desencadenamiento de conmociones.
Luna menguante se fragua en el concierto del sobresalto, la agitación, los placeres, el temor y el arrepentimiento. Una sexualidad indoblegablemente concurrente humedece de tristeza los lamentos profundamente religiosos, calladamente profanos que eclosionan en las interlineas indagatorias de cada estrofa, de cada subterfugio lírico que se constituye al fragor indómito de las palabras.
Juaquín Robles es poeta, vive como poeta, delibera como poeta y escribe como poeta. Es -ante todo- dueño de una poderosa memoria. Se arraiga en la palabra para formular desde la escritura misma una lucha expresiva diaria que no termina nunca. Enciende, en el silencio de las altas horas de la noche, claridades tenues para revelar la intensidad de su excepcional espíritu poético. Con la pluma en la mano vela armas permanentemente. Es lector voraz. Está habituado a los sentimientos y a los placeres de la vida: es hedonista confeso, confeso e irredento, irredento y feliz, feliz y triste, intensamente triste. Exánime y abatido comprende el estricto tributo que habrá de pagar por los gozos carnales y el paso de los años: la factura expedita es su Luna menguante. Asume las lágrimas y se reconcilia con su sangre y con su destino. La puerta de la habitación clandestina tiene atribuciones drásticas. Un frasquito de barbitúricos sobre el escritorio es el ícono de otro de sus quehaceres.
El extracto del tiempo pinta de color naranja la tarde; no hay otoños sin abatimiento: en ellos está el jugo embrollado de la vida.
El paroxismo de las emociones brota desde las palabras máximas que son sus palabras particulares y de uso ordinario. Su pasión por la escritura tiene talla de piedra y de celaje. Al poeta Juaquín Robles lo circundan escorpiones y seres angelicales. En la cima escribe su biografía en cada piedra silvestre que recopila agitado, heteróclito y en estado de muerte. El pan que come está hecho en casa, la harina es sagrada, manos anónimas la amasan con sangre familiar desde el báculo bienaventurado del abuelo. Algo de López Velarde prevalece alojado insondablemente compasivo y paterno en sus versos.
A Luna menguante le distingue el robustecimiento de las imágenes, la agudización de la síntesis simbólica y la tenacidad para esgrimir expresiones vigorosas cuajadas de significaciones insólitas y de sonoridades atrayentes.
Juaquín Robles es una recapitulación continua de eternas alusiones literarias. El piélago de su palabra es un escenario de evocaciones constantes. Su pasión por el lenguaje es un espejo oculto en el recato y la sobriedad de su oficio. Su poesía se mira y se acicala en sus celebrantes nocturnos, sus desvelos dan lustre a una desenvuelta sintaxis proverbialmente voluntaria, proverbialmente satisfactoria, proverbialmente expedicionaria.
El talento verbal de Juaquín Robles, el poeta de Apozol, es trabajo insistente esmerilado día y noche jamás al margen de la nostalgia.
El espejo de la pared es un lago circunspecto habitado por voces etéreas, una luna desfallece en los meollos de ese espejo. Allí comparece la mujer irreemplazable porque de allí es. La mujer perfecta es luna menguante. De ese cosmos el poeta retoma múltiples porciones de narrativa poética y de historias, entonces el poeta asciende a la cúspide de los árboles. Allí cada giro léxico palpita y hace palpitar. Juaquín Robles nos conquista a fuerza de su fructífera espontaneidad que se percibe gloriosa y humilde. Sus poemas vibran y nos asaltan en el silencio de la página impresa. Y en cada lectura, insistentemente, la religiosidad lasciva de su propuesta lírica nos recuerda aquella dualidad anárquica -todavía votiva, todavía íntima, todavía atormentada- de un taciturno López Velarde a la mano.
Las reverberaciones poéticas de Luna menguante están sazonadas con intimidad. Renato es emblemático en el libro. Van en ringlera la soledad, la tristeza, el placer, el sexo, la sangre, el erotismo, el llanto, el amor, la clepsidra, el ajedrez, la lluvia, Renato, Sofía, Adriana, sus hermanas, su padre, su mujer… Su mujer en el libro y en su vida siempre, como el Génesis y el Apocalipsis en las Sagradas Escrituras, resulta insustituible.
En cada poema se engarza el filón de una anécdota doméstica cuidadosamente labrada. La vida cotidiana tiene -en la versuelada de Juaquín Robles- un valor soberbio. Aquí, en el tratamiento literario de lo sencillo y pequeño, se confirma su arraigado requerimiento de poeta exigente. La vocación de poeta es indivisa y se proclama desde una crueldad que sonríe obsesionadamente. Con el plectro en la diestra el poeta va a la horca, lo arroja un itinerario único y personal de evasión creadora. Su serenidad contestataria es el eco inédito de su propia sangre, rebelde y avasalladora al primer desafío.
El detonante que le da vida a su poesía es la constante y dispersa multiplicación de signos femeninos y de rostros familiares. El cuerpo desnudo de la mujer se torna altar, se convierte en templo: copular es un acto sacerdotal. Los monólogos, las descripciones oníricas, la confesión del pecado, las alusiones a la Biblia y a sus poetas seculares y selectos, la instalación del mar sobre el raso de la página poética, los recuerdos y el uso de esdrújulas lopezvelardeanas son un insoslayable conglomerado que tortura y pormenoriza la biografía y la estética muy propias del poeta Juaquín Robles, y nos subyuga.
La tortura, en Juaquín Robles, es recipiente poético. La dignidad de su tortura lo hace proclive al cultivo perturbado de la escritura poética. La tortura del verso torturado hace de Juaquín Robles un demiurgo atento al dolor humano y a la vida de los niños. Puedo inferir, entonces, que Juaquín Robles es el niño que las excitadas tardes de mayo se pierde en la barranca con el fin de treparse a los árboles para aprender el idioma de las cigarras. Ahora entiendo por qué la piedra filosofal de sus prácticas humanas tiene alma de niño, de un niño que juega mucho porque sabe que el alfabeto -materia prima de la escritura- es esencialmente lúdico.
Se perderán en la puerta erótica los versos de Juaquín Robles pero permanecerán sólo un tiempo más en la memoria de una soga ceñida al cuello. Juaquín Robles es escultor de presentimientos, galeno estoico, pájaro carpintero, humo, brisa, verso entrañable que se acurruca en el sexo como una pequeña vianda de semen intacto.
En el patio de su casa el guayabo está florido y el ozote y la higuera; el poeta -sentado en una silla de enebro- escribe y llora ante los ojos deslumbrados de Renato. Un desconsuelo sin bridas le hace llenar páginas y páginas.
Amanece, la leve luz de una luna menguante se eterniza en el rocío de la madrugada.
* Director de la Escuela Secundaria General “Rafael Ramírez Castañeda”, de Apozol, Zac.
¡Apozol: Tierra de los Hombres Valientes del Miztón y de los Amigos de la Lealtad!
salaeugeniomariadehostos@yahoo.com.mx
¡Tienes que ser miembro de SOCIEDAD VENEZOLANA DE ARTE INTERNACIONAL para agregar comentarios!
Únete a SOCIEDAD VENEZOLANA DE ARTE INTERNACIONAL