LA BODA DE JUSTINA
Autor: Eliseo León Pretell
*Poeta internacional peruano
“Ciudad Satelital”
Houston Texas, EE. UU.
CUENTO
Recuerdo, era una de esas noches claras de luna llena del mes de Agosto. Me ubico clarito frente al fogón ardiente de “tullpas” grandes, donde descansaba un enorme perol de bronce donde se estaba hirviendo a fuego lento, el oloroso “chuño de maíz” para lograr la chicha colorada, que serviríamos el próximo domingo en la minga de ciega, en nuestra chacra: “La lengua de vaca”
Para nosotros los muchachos, no era una noche cualquiera, ya que el escenario se prestaba para esos famosos cuentos de Bertoldo y Bertoldino, de Caca ceno, las hermosas fábulas de Esopo, Samaniego, La fontaine o Iriarte, donde mi madre se lucia por su nivel cultural. De la abuela esperábamos esos cuentos espeluznantes de diablos, de hechizos y brujería, o fascinantes historias de la vida real, del tiempo de los patrones, de los ricos hacendados, dueños de todos los cerros y potreros detrás del horizonte, y por otro lado, cuentos también de leyendas y realidades de los pobres, sus necesidades, amores y miserias. A ese tipo de relatos o como se les quiera llamar, nos tenían acostumbrados la abuela Grima, mi madre y también mi padre.
Mi papá con una cuchara de madera muy grade, movía a dos manos la chicha y alimentaba el fuego con más leña de eucalipto, “lanche” o “pata de cabro”.
La abuela sentada frente al viejo batán de piedra, molía incansable con su “chungo” el choclo maduro para los tamales.
De pronto paró en seco su labor, y se puso de cara a mis hermanos y yo, que ya esperábamos el cuento acurrucados cómodamente en los pellejos de carnero lanudo, acomodados sobre un “poyo” de adobe. La abuelita se quedó mirando al techo, como queriendo escoger o acordarse de algún cuento que todavía no conocíamos; pero mi madre rompió el silencio diciendo: ¡La boda de Justina…, Grima!, ¡la boda de Justina!
¡Ay hija!, esa historia es muy triste dijo la abuela; pero bueno, de ella seguro sacarán alguna lección mis nietos. Se los voy a contar:
Como queriendo hacer una ligera introducción, la abuela Grima empezó diciendo: Lo que les voy a contar, es algo que pasó de verdad, aquí nomás cerquita frente a las “Pampas del Salario”, al ladito del camino que va para Contumazá.
Allí en una chocita muy pobre vivía la china Justina con su madre doña Edelmira Cusquisiban, las dos solitas. Nadie sabía con seguridad quien era su padre, ni si estaría vivo o muerto. Algunos decían que Justina era hija de un comerciante contumacino con fama de mujeriego, que murió asesinado por el marido de una casquina hace muchos años, por la bajada del molino.
Justina tendría unos dieciséis o diecisiete años y era una jovencita muy hermosa, con seguridad la más linda de esa zona de la “Era Grande”. Los hombres se volvían locos por ella; pero entre todos, el que se ganó el corazón de Justina, fue Jaime Mendoza, un muchacho muy pobre pero muy trabajador y buena gente. Este vivía modestamente junto a sus padres, por la travesía de las Campanillas, al pie de la carretera que va a Chilete.
El noviazgo que vivían y disfrutaban Justina y Jaime, era el comentario y la buena envidia de la sana generación de aquellos tiempos, donde tomaba sentido en toda su esencia, el viejo dicho: “Tal, para cual”.
Quien agradecía a Dios todos los días mirando al cielo desde su pobre chocita, era la vieja “Panchita” la madre querida de Jaime, su hijo único.
Justina y Jaime con mucha alegría, acordaron unirse ante Dios y el Patrón San Mateo para el seis de Enero en la Iglesia de Contumazá. Se casarían en una ceremonia muy sencilla y privada dentro de los límites de su pobreza que parecía no incomodarlos para nada.
Corrían los primeros días del mes de Junio y cada uno se dedicaba a los preparativos para su ansiado matrimonio y convivencia futura. Jaime pensaba comprar un torito que ya le habían ofrecido para completar su yunta, y Justina, aparte de vender leche en el pueblo para asegurar la sal y el kerosene de la casa, empezó a tejer, cantos de sábana, alforjas, manteles, un poncho para su Jaime y tantas cosas que soñaba para completar su felicidad junto a su futuro esposo.
Un día cualquiera del mes de Agosto, cuando Justina salía de hacer sus compras en el pueblo y al cruzar la plaza de armas, vio que mucha gente miraba con asombro y admiración a un joven de unos veinticinco años montado en un brioso caballo negro con jato de plata pura, presumiendo su riqueza ante la gente del pueblo y especialmente ante las hermosas mujeres contumacinas.
Justina, como la demás gente, también se detuvo y observó en silencio y fantasía de mujer, la belleza y buen porte de este joven perteneciente a la clase de los ricos, comparándolo en forma fugaz y sólo en el silencio de su mente, con su pobre y amado Jaime.
Cuando Justina bajaba por la Asomada, hacia los pencales del Chilín, fue sorprendida por el trotar de aquel caballo negro, montado por el joven rico que acababa de ver en el pueblo. El, prendado por la belleza de Justina la siguió y le ofreció acompañarla; pero ella se negó rotundamente y él se retiró con un cierto orgullo sin insistir más.
Desde aquel día, Justina tuvo que soportar el asedio diario de Jacinto Plasencia el hombre rico, a tal punto, que le contó a su madre con pelos y señales, todo lo que estaba pasando, sin siquiera pensar por un segundo en contarle a Jaime su prometido.
Doña Edelmira escuchó con atención y una rara e inusual condescendencia a su hija, sin decir absolutamente nada y, como para poner punto final a la conversación sólo dijo: Ahora descansa hija, mañana hablaremos.
Durante esa larga noche, madre e hija seguramente no durmieron, o quien sabe cada una se acostó con el mismo demonio, ya que al día siguiente amanecieron ambas, totalmente transformadas en las personas más calculadoras y ambiciosas que haya visto nuestro sano pueblo Contumacino.
Doña Edelmira, convenció a Justina para que termine con el pobre Jaime y acepte sin basilar los ricos ofrecimientos de Jacinto Plasencia y, así dar por acabada su vida de pobreza y privaciones que intentaba alargarse sin tiempo, al lado de un pobre diablo.
Justina a pesar de haberse entregado a Jaime con toda su pureza y, estar gestando un hijo de él, dio por terminada la relación y echó por tierra todos los sueños y anhelos del hombre pobre; que sólo cometió un pecado, el amar con limpieza, locura y dignidad a una mujer de su misma clase social; pero paradójicamente de obscuro y pérfido corazón.
Sin importarles nada, planearon su boda con toda la suntuosidad y derroche que suele dar la riqueza y, se realizaría el veintiuno de Octubre de mil novecientos cuarentaiuno. Este raro matrimonio era el pan comido de todo el pueblo y caseríos aledaños, a tal punto, que la gente lo expresaba a través de pasquines y epítetos desagradables grabados en las piedras, pencas, hojas de tuna y troncos de árboles a la orilla de los caminos.
Mientras en la “casa hacienda” del rico se preparaba el banquete, en la pobre chocita de Jaime se vivía el más duro invierno de lágrimas y lamentaciones, sin llegar a comprender este castigo de Dios u obra del diablo.
Llegó el esperado día de “la boda de Justina”. El pueblo contumacino se volcó a la Iglesia, más por curiosidad y chisme que por devoción o acompañamiento a los contrayentes. Había mucho más gente en las afueras de la Iglesia que adentro frente al altar.
No se sabe por qué razón, el matrimonio se realizó en las primeras horas del día y, a eso de las diez de la mañana, aparecieron los novios con pasos presurosos, luciendo ambos una sonrisa media forzada. Iban tomados de la mano mirando a todos lados, como si quisieran apurar ese trago de dulce miel o quien sabe un sorbo de la hiel más amarga de su vida.
Cuando faltaban sólo unos pasos para que la pareja trasponga la puerta de la Iglesia, algo inesperado llamó la atención de la gente arremolinada en las afueras del recinto evangélico. Era el llanto incontenible y sollozante de Jaime el hombre pobre, que en un cuadro realmente desgarrador, intentaba secar sus lágrimas con el faldón de su vieja camisa arrugada. Ahí estaba con sus llanques y sombrero de junco, temblando como un perro o un torpe payaso maromero, que se juega su vida en el último peldaño de su mísera existencia. Él pensaba le quedaba una última esperanza para detener el matrimonio, jugando una carta que llevaba escondida bajo la manga (de su arrugada camisa).
Con los contrayentes ya frente al altar, el curita Pedro dio inicio a la ceremonia matrimonial, llegando hasta esa parte cuando en voz alta, llama a las personas que pudieran tener algún impedimento a la boda, para que hablen ahora, o callen para siempre.
Apenas el padre hizo el llamado, entró Jaime a pasos lentos pero seguros, dispuesto a tirar su última baraja, defendiendo al amor de su vida, que se le iba para siempre como un suspiro.
Con palabras entrecortadas; pero todavía con gran fortaleza le dijo al cura:
Óigame padre le pido…, esta mujer me engañó,
mi vida la destrozó, ese hijo que lleva es mío.
Mi madre llora mi suerte, ahí en mi pobre bohío.
Tu reclamo ya es tardío, dijo el cura… y los casó
Jaime, en una maldición,
le gritó su profecía:
Tu vida será vacía,
no hallará tu corazón,
ni el fuego ni la pasión,
aunque te sobre la plata.
Sufrirás por ser ingrata,
y el recuerdo de ser mía,
te seguirá noche y día…
en tu existencia barata.
Jaime, llorando de impotencia, salió a pasos largos de la Iglesia. El padre Pedro siguió con el matrimonio ante un repudio callado y respetuoso de la gente, que movía su cabeza en señal de cólera y desaprobación.
La otra parte de la vecindad contumacina, todavía seguía allí apostada, esperando curiosa la salida de los flamantes esposos, para tal vez para gritarle a Justina en su cara, lo que sentían por ella.
Cuando en esos precisos momentos, se oyó el grito desgarrador y muy fuerte de algún contumacino, desde atrás del campanario, que dejó sin aliento al pueblo.
¡¡Aquí hay un muertooooo!! ¡¡Aquí hay un muertooooooo!! repitió varias veces, en el más alto de su voz asustada.
Si, ahí había un muerto y era nada menos que Jaime Mendoza, el hombre pobre de la camisa arrugada, que no pudo soportar su desgracia y, decidió cortarse las venas por Justina la ingrata.
Panchita, la viejita madre de Jaime, tampoco pudo con la soledad, el desamparo y la pena. A los pocos días la encontraron muerta en la puerta de su chosita, en el mismo sitio donde seguramente esperaba todas las tardes, el regreso de su Jaime querido.
A los cinco meses después, nació en la “casa de hacienda” un niño entre todas las comodidades, y poco a poco se fue convirtiendo en el vivo retrato de su pobre padre: Jaime Mendoza.
En pocos años nomás, como en los bíblicos tiempos de Job, la riqueza de Jacinto se fue esfumando hasta la nada como una débil nube de verano.
Así, paso a paso, dicen se fue cumpliendo la negra profecía de Jaime, el hombre pobre de la camisa arrugada……………………………………………..
Hasta mañana…, dijo la abuela
Derechos reservados
Facebook: eliseo.leonpretell.3@facebook.com
La potencia intelectual de una persona se mide en la dosis de humor que es capaz de utilizar.
ELP
Comentario
Amigo poeta...Magistrales letras nos ofreces en esta
extraordinaria interpretación poética, un placer
detenerme ante tu portal y recrearme con tus letras.
Mis saludos.
Me encantó tu texto, Eliseo. ¡Muy bueno!
RED DE INTELECTUALES, DEDICADOS A LA LITERATURA Y EL ARTE. DESDE VENEZUELA, FUENTE DE INTELECTUALES, ARTISTAS Y POETAS, PARA EL MUNDO
Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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CUADRO DE HONOR
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