Desde que se creyó ignorada, Aleja inventó mil formas para capturar mi atención. Algunas ingenuas, al punto tal de que cualquiera hubiese podido descubrir su propósito. Otras más complejas. Pero a decir verdad, y en la medida que se sintió abandonada, fue diseñando distintas estrategias, con las que no sólo alcanzaba invariablemente sus objetivos, sino que le implicaban una dedicación extrema.
Aleja llegó a provocarse infinitas enfermedades. Sabía perfectamente que ante un pedido de auxilio de madrugada, era inevitable que saliera corriendo a asistirla. Mi profesión de médico regulaba la intensidad de los sobresaltos que me producían sus llamadas. Yo le hacía algunas preguntas que terminaban describiendo cuadros que no se adecuaban a las patologías que invocaba, pero ante la mínima duda, aterrizaba en su casa.
A medida que fue pasando el tiempo, sus maniobras se fueron haciendo extremadamente preocupantes. Aleja, o bien era atacada por delincuentes, o perseguida por algún psicópata. Llegó a auto secuestrarse; se autoflagelaba con lo que esto implicaba, en el caso de que la policía descubriese su falsedad. El arte de la mentira parecía intensificarse y sofisticarse, hasta embaucarme y producirme un estado de permanente inquietud. Fue entonces cuando comencé a suministrarme psicofármacos para poder conciliar el sueño. Me sentía siempre al borde de un precipicio, o cerca de una bomba a punto de estallar, pero que nunca detonaba.
Los riesgos que corría Aleja para que la cuidara me estresaban. Intenté convencerla de que debía atenderse con algún profesional, que era imposible que una mujer joven viviera siempre al límite. Aleja apostaba por más.
Confieso que viví dedicado a ella, que no era necesario que ella usara ningún recurso para que la amara, porque con solo pensarla, mi universo se concentraba en ella, giraba perpetuamente a su alrededor.
He tenido relaciones fortuitas a lo largo de la nuestra. Juro que lo hacía para que recapacitara, pero ninguna duraba más que un par de meses. Aleja por su parte, salió con mi mejor amigo, para luego sacarlo del medio. A veces, ante sus caprichos, llegué a creer que me volvía loco. Pasaba por etapas de confusión. Me tenía atrapado y para desligarme, me acercaba a mujeres que no me seducían y que, paradójicamente, la situaban en un pedestal mucho más alto. He llegado a forzar encuentros sexuales que me significaron verdaderos fracasos. La sola idea de estar al lado de Aleja perturbaba cualquier acercamiento.
Comparándola con ellas, las mujeres me resultaban ignorantes, o poco atractivas, ordinarias, demasiado viejas, o demasiado jóvenes. En todas encontraba un pretexto para regresar a sus brazos.
Aleja se iba quedando sin repertorio.
Fue entonces cuando empezaron sus primeros intentos de suicidio.
Digamos que al principio me conmovían. Lloraba a su lado días enteros, pero en la medida que se fueron repitiendo, los fui relativizando.
Por eso que ahora que ya no está, me la imagino clavada a mi lado. Mi culpa me hace regresar una y otra vez sobre la escena del crimen hasta aquella noche en que saqué el revolver del bolsillo de mi campera y a pesar de sus súplicas, la maté.
De la obra: Los obsesivos, Editorial Dunkem, Buenos Aires, 2013.
Comentario
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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