( 10/11/02)
Conocí a mi padre cuando tenía diecinueve o veinte años. Hasta ese momento, para mí, “la ley del padre” no se presentaba muy definida. Mi madre había levantado una barrera entre mi padrastro y yo como para que quedara en claro que el no era mi padre. Así que –como en mi infancia el castigo físico era moneda corriente- mi madre me protegía. Si alguien debía castigar, lo haría ella. ¡Y vaya que lo hacía! Yo lo respetaba y le obedecía cuando ordenaba o pedía algo. Era la presencia acostumbrada en la casa; era el padre de mi hermana; no sentía ninguna inclinación hacia los perros o gatos, por lo tanto, prohibía que tuviéramos alguno de ellos en la casa. Prohibía los paseos, las llegadas tardes después de los paseos y un montón de otras cosas.
Un día fui al centro del pueblo –tres cuadras por la calle San Martín-, a realizar algunas compras. Recorrido obligado porque difícilmente se podía adquirir algo en otro lugar que no fuera en esa calle céntrica y en la Avda. Julio A. Roca. Eran las cuadras donde se concentraban los negocios: farmacias, tiendas, panaderías, confiterías, zapaterías y ferreterías. Claro que había negocios en otras cuadras alejadas del centro pero sus negocios, salvo raras excepciones, siempre eran pequeños, con menos mercaderías; sólo servían para sacarte del apuro.
Al volver para mi casa y pasar frente a la de mi amiga Alicia, ésta salió y me invitó a fumar un cigarrillo. Costumbre que había adquirido desde que me hice su amiga y le comenté que en mi casa no me permitían fumar. La familia de Alicia siempre me recibió con cariño; tanto su padre como doña Balbina, su madre, y sus dos hermanos Duly y Walter, sólo tenían palabras de afecto cuando me veían. Duly vivía una romántica historia de amor y noviazgo eterno con un señor que no se decidía a “formalizar”. Walter era un joven alto, bien parecido y de ojos celestes. Cada vez que me encontraba a tiro, me “tiraba los galgos”, pero yo estaba enamorada de un amigo de él, así que lo ponía a distancia diciéndole que lo apreciaba y consideraba “mi amigo”. No debe haber algo más irritante que el que le digan a uno que lo quieren sólo como amigo. Pero era así como yo lo sentía. Me gustaba que me sacara a dar vueltas en su moto, cosa que hacía a menudo, pero yo sabía que no debía alentar en él ningún otro sentimiento que fuera más allá de esa amistad.
Cuando Alicia me invitó a pasar, accedí y nos acomodamos en su habitación; para estar más distendidas nos recostamos en su cama sin rozar la otra porque Duly rezongaba cuando alguien se sentaba sobre la de ella. Ese cuarto era donde nos contábamos las historias románticas, propias y ajenas, reales y ficticias. Pero esta vez, ella me dijo que un hermano mío que no conocía, Raúl, el mayor, quería conocerme. Yo sabía que mi padre había formado otro hogar cuando mi madre se marchó de su lado llevándome con ella. Sabía que tenía cuatro hermanos varones y que todos ellos vivían en el campo. Tenía ganas de conocerlos pero como era muy tímida no sabía cómo acercarme, así que los años fueron pasando y mi deseo se aletargó.
Cuando Alicia me comunicó el deseo de Raúl, me quedé un poco sorprendida sin saber qué contestarle. Ella me contó que la madre de mis hermanitos se había marchado dejándolos con mi padre. El menor, Hugo, sólo tenía cuatro años, Roberto, siete u ocho, Miguel tendría once y, por último Raúl, que ya había cursado el primer año del secundario. Acepté encontrarme con él al día siguiente.
Estaba esperándome en la esquina de la casa de mi amiga y cuando nos vimos, nos abrazamos y nos dimos un beso. Me sentí extraña hablando con ese niño rubio, con los ojos verdes parecidos a los míos. Él me contó lo que había pasado en su casa, aunque la noticia ya había recorrido todo el pueblo, tan pequeño era éste. Me habló de nuestro padre, de los otros hermanos y de las ganas que tenían de que fuera a visitarlos. Elegimos un fin de semana para que mi padre me pasara a buscar. Yo lo esperaría en la casa de una prima hermana, donde se hospedaba Raúl durante el año lectivo.
Mi madre no se sentía muy a gusto con mi decisión de conocer a papá. Creo que estaba celosa pero igualmente accedió a que me viera con él. Las pocas veces que antes habíamos tocado el tema, ella me aseguró que yo era libre para visitarlo; jamás me prohibiría que lo frecuentara. Supongo que, como mi padre ocupaba tan poco lugar en mi mente, nunca creyó que llegaría ese día.
Papá llegó en un viejo y destartalado camión verde y cuando entró a la sala donde lo esperaba, nos miramos... Después tímidamente nos acercamos y yo le di un frío beso de compromiso. Tenía todo el aspecto del hombre de campo y hasta la tierra del camino. Era verano, época de cosecha y la gente del campo andaba atareadísima, papá entre ellos. El y Raúl tenían que hacer un viaje a Bahía Blanca por cuestiones de trabajo. Después de tomar unos mates y en medio de una situación de lo más incómoda me preguntó si quería ir con ellos. Me tomó de sorpresa porque no sabía si avisar o no a mi madre. No estaba acostumbrada a ir sin permiso previo pero enseguida dije que sí; después de todo, ¡era mi padre quien me llevaría!
Durante el viaje, fuimos hablando animadamente de nuestras vidas cotidianas. Pero siguió presente esa rara sensación, de asombro y sorpresa. Interiormente me decía: ¡es tu padre!, ¡es tu papá!... y lo comparaba con el de mis amigas para ver si podía encontrar algo que me lo hiciera familiar.
Es difícil encontrar o construir un sentimiento cuando no se ha tratado a una persona por eso me resultaba desconocido el sentimiento de hija hacia él. Un sentimiento que ni podría reconocer porque no tenía noción de cómo sería. Tal vez, en ese momento y en forma torpe, estaba construyendo ese sentimiento o vivencia que anteriormente no había experimentado. Estaba convirtiéndome en hija de ese hombre que me miraba con ternura y me hablaba suavemente.
Comencé a contarle cómo había recorrido a caballo, junto a mis dos alumnos, el largo trayecto que iba desde la pequeña chacra, donde estaba contratada como maestra, hasta la desembocadura del Arroyo el Sauce, pasando cerca de la Estancia Los Juncos. Luego, por la playa, llegamos hasta el centro de Monte Hermoso y lo recorrimos todo. Pasamos cerca de la antigua cancha de fútbol porque según nos dijeron, ese día jugaban un partido dos cuadros de la zona. No había convocado mucha gente, por eso deduje que el encuentro no era muy importante. Papá me escuchaba con atención y yo me esmeraba en dar detalles inútiles de mi hazaña. También le conté que cuando estuvimos nuevamente en la chacra y me bajé del caballo, -había recorrido casi treinta leguas-, sin poder caminar. Había hecho el viaje montada sólo sobre un grueso cojinillo que mi padrastro me había dado para las cabalgatas, a falta de montura -y por no poder acostumbrarme a los aperos.
Sentada entre mi padre y mi hermano, me sentía el centro del universo. Sin embargo, eran dos extraños amistosos a los cuales me parecía en ciertos rasgos faciales: el color de los ojos, el tabique de la nariz, la forma de la barbilla...
No sé si los pocos años que lo traté yendo a visitarlo, llegaron a darme una idea de lo que significa la palabra “papá”. No estoy muy segura de eso pero algo de su significado vislumbré cuando él me alentó y ayudó para que siguiera estudiando. Era una persona de pocas palabras, aunque cada visita que hacía a su casa, me daba -y le daba a él también- la oportunidad de contarnos impresiones de nuestras vidas. En forma desordenada íbamos construyendo un pasado que tenía que ver con nuestras historias personales.
Supongo que todo mi despliegue narrativo obedecía a un desesperado deseo de seducir a ese señor que se decía mi padre. Gracias a esos días tuve una vaga idea sobre lo que es tener un padre. A él le debo mi carrera universitaria. En 1984 falleció y yo hacía varios años que ya no lo veía.
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