Era una llama al viento.
Era una pira en el desierto
esferoidal
del cóncavo mundo terreno.
Una tea en un barco ebrio,
en el océano más revuelto,
que deambulaba sin cesar.
¡Brasas de libertad!
Bocanadas de cierzo
gritaron hedonistas
la distensión de su evangelio,
que se nutría de lo acerbo.
¡Una lumbre impetuosa
contra un helado vendaval!
Era un soplete efervescente
de flama indómita indomable,
un caballo de fuego desbocado
por los ígneos senderos de su errancia,
seduciendo jinetes
que amainaran la aguda compulsión de sus crines:
¡verdadero volcán!
Era una llama aviesa
ávida por las cimas.
Los ojos encendidos de rojo y de abstracción,
demente mente,
llenos de humo los alvéolos,
y el rebelde discernimiento
retozaba en un piélago inestable,
mientras el corazón, ya desahuciado,
iba a la Acuarimántima
a galope pleno.
Sus chispas afiladas
se ondulaban convulsas
por el ciclón del pensamiento,
y en un trance beatífico
él abrasaba los secretos
que le dictaba el macrocosmos
inmenso.
Levitaba en su fuego
griego
y destilaba el sinsabor constante,
que más avivaba el incendio.
¡Era un crisol de metafísica
encabritado
en el Infierno!
Pero esta hoguera indescifrable
no fue apagada por el viento:
crepita aún
en cada verso.
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