Yo soy Adriano,
El grande,
He vencido en la guerra
Y conozco el secreto
Del laurel de la gloria.
He recorrido mil paisajes
Que se han grabado en mis retinas,
He alimentado
Mis incógnitas
Con la verdad helena
Y quise sondear la medicina.
Mi sangre ibera
No encontró quién la intimidara
Hasta que hallé tu risa,
Mi efebo,
El esclavo incitante
Que sometió a su rey.
Me subyugó tu torso
Y me venció la savia de tu boca;
Me hizo reír la ingenuidad
De aquella adolescencia
Dichosa.
Tu inexperiencia fue la lanza
Que anonadó mi mente de estratega
Y en tus brazos viriles,
Que transpiraban cálices de hombría,
He pérdido la única batalla.
Pero en el luminoso
Pináculo exultante
De mi delicia,
La demencia cegó tus reflexiones
Y te fugaste de la vida
En ese Nilo milenario,
Con aroma a Nenúfares.
Ya nada pudo rescatarte,
Y tu cuerpo dorado,
Que era la quintaesencia
De mi reposo,
Era cargado hacia el sarcófago.
¿De qué sirve el comando de este imperio
Y el oro que desborda mis mansiones
Si no poseo el gozo
Supremo
De tu cuerpo?
Ahora no puedo descansar,
No cesa el vértigo
De pensar que en mi lecho
Ya no estará tu sueño.
Y aquella daga interminable
Que con furor punza mi pecho
No me mata,
Sigo viviendo en el averno.
Levanto templos en tu honor,
Mi nuevo dios,
Antinoo,
Hago acuñar monedas con tu efigie
Y una ciudad que te eternice
Será mi ofrenda,
Amado.
Pero debe seguir
Aquel peregrinar de mi leyenda,
Seguiré gobernando los llanos infinitos,
Aunque el desierto
De mi aliento
Sólo me mande a estar contigo.
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