Desde el balcón de su departamento, Camila paseaba la mirada por la ciudad somnolienta que a duras penas despertaba. Algún humito, de los que se veían lejanos,  le acercaba el olor a leña quemada de hogar, quizás tan acogedor como aquel que tenían en la casa de campo donde vivió parte de su infancia. Y se quedó recordando las raras figuras que dibujaban aquellas llamas cuando, sentada en las rodillas de su abuelo, inventaba luchas temerarias entre dragones de lenguas azules y naranjas que se consumían mutuamente, desintegrándose en chispas que luego salían volando por la chimenea.

            Un gato que saltó del balcón de al lado la sobresaltó y la hizo volver al presente.

            Ahí recién se percató de que el aire de la mañana estaba fresco. Levantó el cuello de la bata y escondió su rostro entre los brazos cruzados a la altura del cuello, y entró a su pieza.

            Miró la hora. Eran las ocho. Un ¡ehhhh! aspirado y profundo, le llenó los pulmones y la hizo saltar de apuro.

            Presurosa preparó un café con tostadas, untadas con miel, y se sentó a la mesa. Mientras endulzaba el café, estiró la mano y tomó el sobre con la placa radiográfica que había retirado esa tarde anterior del médico. La sacó y colocándola a trasluz, la miró de nuevo como queriendo convencerse de que no era cierto. Pero la fisura estaba ahí. Se notaba claramente. Luego releyó el diagnóstico y se sintió angustiada. Era como un mal presagio. Todo lo soñado, lo construido, lo amado, estaba al borde del derrumbe. Ella lo presentía así, y al mismo tiempo sentía que esa angustia -como un perro hambriento- empezaba a desgarrarle el pecho.

            Pero también sabía que ya no podría soportarlo. Le habían advertido cuando aún estaba a tiempo, pero su tozudez pudo más. Ella jamás hubiera aceptado la idea de que viviría con un monstruo. Al fin y al cabo -había dicho aquella vez-, los riesgos también son parte de la libertad. Y alguna vez había que correrlos.

            Cuidadosa de no caer en la venganza, se dejó llevar por un falso sentimiento de culpa y empezó a dar respuestas a los interrogantes que ella misma se planteaba:

            “–El es mi marido y lo amo, ¿pero puede un hombre golpearme de esa manera?

 

            “–Creo que no. ¡No lo merezco!

 

            “– ¿No rompí, acaso, con todos mis amigos, familiares y hasta compañeros con tal de no provocarle celos?

 

            “–Sí, ¡Y quedé sola como un hongo!

 

            “– ¿Acaso no fui condescendiente con todos sus requerimientos?

 

            “–Claro que sí ¡Y hasta humillarme!

            Y como si se tratara de una película de terror, cada interrogante que respondía era una escena dolorosa que se proyectaba en su mente y la estremecía, dejando al descubierto las heridas silenciosas de su alma perturbada y solitaria.

             Algunas lágrimas cayeron en el café que se enfriaba lentamente.

            A pesar de todo, le costaba tanto dar ese paso tan decisivo para su vida de relación y también tan oportuno para evitar males mayores, que terminaba refugiándose en sí misma como una tonta. Pero esta vez estaba decidida a hacerlo.

            Ahí fue cuando un extraño sopor la invadió íntegramente y entró en un vahído que la desdobló en cuerpo y alma. Sintió que alas extrañas la transportaban y, de pronto, se encontró en el juzgado. Al entrar en la sala  de espera -atestada de gente-, vio que en un banco del rincón derecho, estaba él aguardándola. Se cruzaron las miradas pero no se dijeron nada. Aunque él no le quitaba la vista de encima, ella se quedó de pie contemplando un cuadro con “las girasoles” de van Gogh que colgaba desprolijamente de un clavo.

            La audiencia estaba prevista para las nueve y treinta.

            Un hombre alto, que parecía ser el Juez, enfundado en un sobretodo negro, con un maletín en la mano derecha y una pipa humeante en la otra, que mantenía cerca de su barbilla, saludó hoscamente y entró al despacho. Casi de inmediato salió el asistente y los llamó a ambos por su nombre:

            –Señora Camila Evelyn Gómez Salerno  -dijo, y mirando a toda la sala, recorrió uno por uno los rostros de los presentes.

            –Señor Carlos Rubén González Piñeiro.

– ¡Presente! -dijo él levantándose del asiento.

            –Pase, por favor   -le indicó el asistente.

            Ambos entraron.

            –Dígame su nombre completo por favor, le inquirió el juez al hombre:

            –Carlos Rubén González Piñeiro  -dijo el, de pie frente al estrado.

 

            – ¿Edad?

 

            –Cuarenta.

 

– ¿Profesión?

 

–Arqueólogo.

 

            – ¿Dónde nació?

 

            –En Lima, Perú  -contestó mirándolo a los ojos.

 

            – ¿Es usted extranjero?  -preguntó el juez mirándolo a su vez.

 

            –Nacionalizado argentino -dijo- y agachó la cabeza.

 

            –Bien -dijo el magistrado-, puede tomar asiento.

 

            – ¿Está usted casado?  -preguntó el funcionario.

 

            –Sí señor  -respondió González.

 

            – ¿Puede decirme el nombre de su esposa?

 

            –Camila Evelyn Gómez Salerno -respondió con voz temblorosa.

            – ¿Sabe Ud. que ella le inició una demanda por  malos tratos y reclama el divorcio?

 

            –Sí, su señoría -exclamó Rubén con cierto aire de tristeza.

 

            –Pues bien -dijo el Juez-, ella no ha comparecido a esta audiencia. Vencido el tiempo de tolerancia, pasamos a un cuarto intermedio para una fecha que oportunamente determinará el juzgado. Puede retirarse.

 

            –Muy bien su señoría -repuso Rubén y suspiró aliviado.

 

Entre tanto, Camila se esforzaba por hacer notar su presencia. Tomó a Rubén de un brazo cuando iba saliendo, queriendo retenerlo hasta que el juez la interrogara también a ella, pero se deslizó entre la gente.

Cuando el juez y su asistente desaparecieron detrás de las pesadas cortinas del recinto; Camila los siguió a los gritos, a punto de desgarrar sus cuerdas vocales; y cuando los hubo alcanzado, tomó al Juez por las solapas y lo zamarreaba pidiéndole por favor que le tomara testimonio. De un manotazo le arrancó la pipa tirándola al suelo y partiéndola en cuatro pedazos. Extrañado el Juez, se quedó mirando las partes humeantes de su pipa sin entender cómo se le había caído de la mano con tanta violencia.  Sin ocultar su fastidio, un dejo de nostalgia le arruinó la mañana. La pipa que adoraba, era herencia de su bisabuelo materno, el coronel Estanislao Pedernera, héroe de la batalla de curupayty durante la ignominiosa guerra de la Triple Alianza.

            Desesperada, Camila volvió y cruzó la sala de audiencias para salir a la sala de espera; abrió la puerta de tal forma, que por poco no la arranca de sus goznes. Miró una vez más el cuadro de van Gogh y sintió odio. Estaba convencida que esa obra representaba su vida; se sentía una de esas girasoles mustias, marchita por la falta de luz que alguna vez le había dado claridad a sus proyectos de matrimonio  y que ahora se apagaba delante de sus ojos. Incontrolable, lo arrancó con clavo y todo y lo arrojó por el aire haciéndolo dar contra la pared, para luego caer al piso desencajado y polvoriento. Los presentes se miraron unos a otros sin comprender lo que pasaba.  Algunos salieron presurosos como buscando explicaciones al fenómeno, mientras otros, menos sensibles, se acercaron a la ventana a ver si soplaba viento, pero todo estaba en calma.

            Camila, excitada y a la vez frágil, parada en el centro de la sala, sentía ahora que flotaba, y que un suave torbellino de luces y sonidos desconocidos para ella,  iba de a poco absorbiéndola por un embudo  hasta tragarla por completo. En ese viaje experimentó un profundo estado de paz y una rara sensación de ingravidez sobre su figura, como si  caricias de manos algodonadas, la devolvían de a poco a su realidad cotidiana. Desde lo alto pudo ver  su cuerpo que esperaba echado sobre la mesa de la cocina, con los brazos colgando a la par de la silla, y su cabellera dorada enchastrada con la miel de las tostadas que estaban servidas en un plato de bordes azules. El café derramado sobre la mesa, era ya una mancha marrón dispersa sobre el mantel a cuadros.

            El teléfono de la casa no paraba de sonar  y en el celular, guardado en su bolso, un mensaje gravado le preguntaba el por qué de su falta a la cita.

            Cuando volvió en sí, el temblor de su cuerpo le indicó que sentía frío; y se mordió los labios.

Eduardo Albarracín

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Comentario

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Comentario de Vicente Antonio Vásquez Bonilla el mayo 27, 2011 a las 6:43pm
Estimado Eduardo: Te felicito por tu cuento. Bien narrado y mantiene el interés. Un abrazo, Chente.
Comentario de César Eduardo Albarracin el mayo 27, 2011 a las 5:05pm
Gracias SENDA y gracias Marita por vustros comentarios. Ese es el nudo de la cuestión. La violencia de género está presente tanto de forma elocuente como sutil en otras formas de denigrar a la mujer (relee el cuaderno nº 3 que está en mi blog).
Comentario de Marita Ragozza de Mandrini el mayo 27, 2011 a las 2:19pm
Iba leyendo con mucho interés  y quedo espantada cuando escribes: ..." ella no ha comparecido a la audiencia".Esta es la cuestión para todos los casos de violencia familiar. Muy bien escrito. Camila hasta comienza a perder el sentido de la realidad como defensa. Gracias, Eduardo por dedicar tus letras a esta problemática.

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