“Oye... te voy a decir algo y quiero que lo tomes en serio. El funcionamiento de tu escuela tiene que estar a cargo tuyo de Juan y Margarita, si Uds. quieren que la cosa funcione, a la Directora tienen que dejarla para la pura firmita” con esta recomendación, el jefe del Departamento Administrativo de Educación Municipal (DAEM) daba por finalizada la entrevista que le solicité por motivos muy distintos.
Salí de la oficina, con un dejo de amargura, no por el trabajo extra que debía realizar junto a mis dos compañeros de docencia, sino por la mala suerte de la escuela y del proceso educativo en el cual estaba inmerso.
Pero... ¿Quién era mi Directora?
Había obtenido el título en la prestigiosa Escuela Normal de Talca y, según me contaron varias de sus ex compañeras de estudio, con un promedio que estaba bajo la media del curso, se diría muy cercano del extremo inferior de la tabla. El rango de dispersión entre ella y la primera alumna era abismante.
Al recibirse, fue nombrada Directora de una escuela rural ubicada en la precordillera, donde permaneciera gran parte de su vida. Y como, muy pocas veces sucede, el medio fue más poderoso y la fue amoldando a su haber. Cuando se refería a sus alumnos decía “Los Chiquillos” y cuando algún profesor se mostraba indeciso ante una situación problemática le argumentaba. “Mire colega, no me eche el poto a las moras”. No le importaba si esto fuera en Consejo de Profesores y fuera de él.
Había batido varios récords. Uno, llegar a ser Directora de Primera Clase con cero perfeccionamientos para ello. Otro, haber servido de causa para desplazar a su antecesora, una persona capaz, responsable y perseverante que compartía con ella los mismos delirios e inclinaciones.
Era reacia dirigirse a los alumnos. En los actos inaugurales de los días lunes, en muy raras circunstancias lo hacía, tal vez, consiente de su limitada oratoria y recursos. Cuando algún colega le insinuaba hacerlo, recibía siempre la misma respuesta “Hágalo Ud. mismo colega por favor”
La hora de entrada a clases, (8,30) la sorprendía siempre. Presenciaba como se iniciaban las actividades y se metía en su oficina, a la cual, no solamente llegaba la problemática de la vida docente, sino, además todos sus negocios de Agro. Ya, al término del primer bloque había desaparecido o estaba a punto de hacerlo. Antes sí, se acercaba al inspector, quien era su fiel incondicional, sin curriculum docente alguno, o al profesor de turno de la semana y le decía a media voz: “Coleguita, tengo que hacer una Diligencia” y desaparecía, muchas veces por el resto de la jornada. En otras llegaba cuando las actividades estaban por finalizar. La atención de las necesidades administrativas que ella debía cumplir tenía que esperar para cuando ella apareciera.
Mi Directora había tenido el mismo proceder en otra escuela urbana de primera clase, donde sus colegas le llamaban cariñosamente la “John Wayne”, en honor al lejandario vaquero del cine norteamericano, que siempre andaba en diligencia. El nombre se extendió por todos los rincones, incluso, ella lo sabía pero… no le daba importancia y sonreía.
Lo más obscuro aún, que en su manera de actuar, tenía sus incondicionales, tan “doctas” como ellas en la docencia, que rasgaban vestiduras defendiendo antivalores con un amén salido desde el alma.
De esta forma la John Wayne, completó su vida útil con sus pulmones casi nuevos, con una presión arterial de 140 con 70 y una gran cantidad de neuronas intactas. Hoy descansa gozando de una jubilación nada despreciable.-
ALFONSO ESTEBAN JEREZ JEREZ
Profesor Normalista
Comentario
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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