Las Granadas de la Rita Gómez
Era el tiempo cuando no sentíamos ni demasiado calor ni demasiado frío, los días eran claros, el sol brillaba con nunca velado esplendor y las noches estrelladas nos dejaban jugar y contemplar las miles y miles de luciérnagas, bichitos de luz que le daban un aspecto inusitado a la plaza de enfrente. Los días cuando el jardín florecía en rosas y jazmines y los árboles de alrededor daban deliciosos frutos.
_ Los dientes negros, todos los dientes negros. ¿Qué estuvieron haciendo? , se enfurecía mi madre y nos daba sendos zamarrones a mi hermana y a mí quienes juntas, despuntábamos la aventura. Gozábamos del pecado por enésima vez: nos habíamos robado y comido despacio y con todo placer las granadas de la Rita Gómez.
_ Vayan a lavarse los dientes y cepíllenlos bien. Ya.¡Vamos!, seguía despotricando mi madre. Nosotras agachábamos la cabeza y rumbeábamos para el baño, siempre impecable. Tomábamos con nuestras manitas sucias del mismo pecado, el jabón LUX (“El jabón de las Estrellas”) y las lavábamos y luego le dábamos al cepillo y al dentífrico hasta que el gusto de las granadas desaparecía para siempre dejando lugar al de menta de dentífrico Kolinos. Esto del jabón Lux y el dentífrico Kolinos salía en las revistas: Maribel y Vosotras que compraba mi madre y en el diario La Prensa que mi padre leía con fruición los domingos porque era” El mejor informado en materia de granos”, él decía. Eran avisos grandes de una página o de media y nos encantaba saber que las estrellas de cine se bañaban con ese jabón que después encontrábamos en nuestro lavabo. Y que ese dentífrico dejaba los dientes “Blancos, brillantes”, como seguramente lo haría con los nuestros.
- Y ahora no van a tomar el té. Claro, se llenan de esas porquerías y después no tiene hambre. Doña Pancha, la cocinera le daba más letra al enojo de mi madre. Ella preparaba las tortas marmolada, negra, de naranjas, los budines y el pudin de limón que se comían a la hora del té. Era época de servirlo en el patio de atrás, donde las glicinas y la parra se peleaban con el jazmín del aire para dar sombra a la mesa impecable que se tendía a las cinco en punto de la tarde, como en los versos de Lorca. Toda una ceremonia esa a la que mi madre daba importancia, tanto como al almuerzo y más que a la comida de la noche: “Mejor que coman liviano porque después vienen las pesadillas, sobre todo en esta nena” (esa era yo) y me tomaba la espalda. Es que yo soñaba siempre y a veces los sueños me sobresaltaban y me iba a la cama de mi madre, sobre todo cuando mi padre estaba de viaje y ella dormía sola después de examinar la revista La Obra y el diario La Capital de Rosario que recibía todos los días y terminaba de leer por la noche.
Yo no me acuerdo de los besos de mi madre. Eran pocos. Siempre había una señalada distancia entre ella y yo, que de adolescente me encargué de disminuir primero y romper después. En cambio la Rita, lo besaba al Eddye. Así le había puesto de nombre y el apellido Gómez, bien criollo y la piel de ellos bien oscura. No quería mi mamá que fuéramos a la casa de los Gómez “Esos negros”. “Acá tienen de todo y se van a tomar ese mate cocido horrible y a comer esas granadas. Será posible ¡!”. Y… ella no lo entendía. A mi me fascinaba tomar el mate cocido con leche y galleta de grasa que servía la Rita para todos los chicos mientras los grandes tomaban mate. Lo servía en tazones de lata abollados, pero limpios como toda su sencilla casa. Mi hermana y yo, nos saltábamos el tejido que separaba el patio de la escuela de su casa, en cuya casa habitación para el Director, vivíamos, y jugábamos y nos sentábamos a la humilde mesa con el mayor de los regocijos. En esa familia estaban los abuelos, los padres, los cuñados y el hijo. Y la Rita los atendía a todos y nunca dejaba de darle un beso y un abrazo a su hijo, el único, los otros los había perdido. No me acuerdo mucho del marido. Si del cuñado, Norberto, de la cuñada Mary y del Eddye que era mi amigo y jugaba con nosotros a las payanas, a las escondidas, al Tarzán subiéndose a los plátanos ayudándonos a tender sogas de uno a otro para lanzarnos y gritar ¡Ahaaaah!. A veces no había sogas y enlazábamos ramas y nos arrojábamos al aire de árbol a árbol y por entonces no había enfermedad, ni vejez, ni muerte, ni tristeza. Sólo el cielo venturoso y claro y los juegos, y las siestas que no dormíamos a pesar de Juana las Doce y el Niño Rubio, leyendas que nos contaban para darnos miedo y hacernos dormir.
Juana las Doce venía después del mediodía y se llevaba los chicos a su cueva y nunca los devolvía. Nunca más podían ver a sus padres, ni abuelos, ni amigos. Se quedaban para siempre en esa oscura cueva donde ella los hacía trabajar y los mataba de hambre. Y el Niño Rubio era otro malvado que jugando, jugando, se llevaba los chicos hacia el bosque y no regresaban jamás. Seguramente estas leyendas venían del guaraní una y del Piamonte la otra, porque mucho bosque no había en Las Parejas, donde mi madre dirigía la escuela Ovidio Lagos. Cuevas sí. Estaban en las dos lagunas que le daban nombre al pueblo: las parejas. Íbamos con el Eddye, yla Glenda que también era amiga y la queríamos mucho y también jugaba con nosotras en ese patio del colegio que en verano era todo para nosotras dos y los amigos. En las lagunas había cuevas y a mi me impresionaban mucho: quién sabe cuánto sapos gigantes y monstruos había allí adentro. Me los imaginaba y se me estrujaba el corazón. Nos obstante nos quedábamos a pescar mojarritas y nos divertíamos comiendo los sándwiches de salame y pan casero que nos hacía la Rita.
Las granadas eran todo un acontecimiento: aparecían en otoño, maduraban en septiembre pero duraban todo el verano. Y, excepto los domingos, nosotras no podíamos usar el patio de la escuela para jugar. Nos era más cómodo robarle las granadas a la Rita en diciembre, cuando no había nadie, excepto las porteras que de vez en cuando venían a limpiar la escuela por las mañanas. Igual no era por las mañanas sino a la siesta, cuando divisábamos la piel gruesa de color dorada de esa fruta, más dorada que el sol que nos abrazaba. Nunca le pregunté a mi hermana qué sentía ella frente a las granadas, con esa promesa de semillas color rubí en su interior esperando ser saboreadas por alguien, cualquiera, nosotras también. Eso creía yo. Y era una historia partirlas porque la pulpa jugosa se desparramaba sobre las soleras con bretel de cretona floreada o de bambula de color marfil con manguitas japonesas, que nos ponía mamá. Nos subíamos al tejido de alambre divisorio (que ya estaba torcido de tanto peso) y una a una las cortábamos tratando de que no cayeran al patio de tierra negra. Luego, nos bajábamos del alambrado y partíamos con un golpe seco a esos 90 milímetros de diámetro. Bien asestado. Y allí poníamos en la boca esas semillas a veces rojas a veces rosadas, tomando con las dos manitas esa piel dura y tersa. El momento era mágico. Sabíamos que los grandes les ponían vinos espumantes después de haberlas desgranado, pero no era lo mismo. Nosotras las comíamos recién cortadas del árbol, calientes, previo sacare la membrana blanquecina y ese sabor agridulce nos encantaba.
- Chinitas de mierda, bájense de ahí, decía la Ritacuando nos pescaba ¿No ven que me están arruinando el alambrado? y se iba riendo y entraba a la cocina a preparar el mate cocido que después tomábamos todos juntos, cuando el Eddye se acercaba y nos invitaba a pasar.-Dale, dale, que mi mamá no te ve. Y ya estábamos en el patio de la casa de la Rita.
- No les va hacer nada, señora, explicaba el doctor Berg, el médico de la familia que venía a visitarnos de vez en cuando o si lo llamaba mi madre por algún problema de salud. “La granada es buena para el estómago, tiene propiedades antiinflamatorias”,indicaba. No eran las granadas. Estaban el robo, el no dormir la siesta, desobedeciéndola, el merendar fuera de la casa sin permiso y el frecuentar la casa de esos vecinos no gratos. Un día, doña Pancha se fue a vivir a Quitimili, Santiago del Estero, en el límite con la provincia de Santa fe, porque sus hijos, ya grandes no querían que trabaje más. Trabajó muchos años con mi mamá y ya era tiempo de retirarse a descansar. No la extrañé mucho porque yo era chica y tenía un mundo inmenso por delante.
Con el tiempo la Mary se embarazó, y el Norberto se fue a buscar a la casa al pituquito ese que porque el padre tenía campo se creía cualquiera. Y le dio tremenda tunda. Ya le iba a dar él, que también era mujeriego pero respetuoso. No se metía con las que no eran de su palo. Cuando la Mary se miraba la panza yo la acariciaba mucho pero mi hermana ya no iba a lo de la Rita porque mi mamá lo prohibió rotundamente: “Vieron cómo vive esa gente. ¿Eso les gusta? ¿Les parece bien?”, mi madre murmuraba. Con el tiempo dejé yo también de ir. Cuando la Marypasaba por mi casa por las tardes, volviendo del trabajo yo la saludaba desde la puerta con gran culpa“Chau, Mary ¿La Rita cómo está?” Cuando nació la nena fui a verla al hospital. No me aguanté más. Y llegó la Rita:”Ándate Beby. No sea cosa que tu mamá me lo haga repetir de grado al Eddye”
Dos años después nos fuimos de Las Parejas. Mi hermana terminó sexto grado y ya pasaba al secundario. Mi madre pidió traslado. “¿Sabés Beby quien murió?”, me dijo la Glenda una tarde. Me la encontré en Rosario, paseando por la calle Córdoba, haciendo compras. “NO”, dije asombrada. “El Eddye Gómez”, fue la respuesta. Me quedé helada, petrificada. Todos los colores de las granadas vinieron a mi memoria. Circundaban su cara buena, su andar cansino, su voz suave, toda su bondad. Lo veía atando las lianas para jugar al Tarzán, jugando a las payanas, a la pelota.
El Eddye está en el Cielo, claro. Por eso los dorados, los granates, los rosados se ven espléndidos a su alrededor. Y las granadas tendrán siempre para mí ese sabor de la amistad compartida, de las pequeñas travesuras de la infancia, de la transgresión buscando el límite y de ese treparse al alambrado para alcanzar el árbol de la vida, el fruto jugoso que sabe más cuando uno, por esa época, no le hace caso a la mamá. Aunque eso está mal, lo sabemos todos. Me queda la satisfacción de haber sido siempre así: amé a mi hermano sin ambages, sea cual fuera su color de piel. Lo valoré, lo cuidé, no lo segregué nunca. Hice que él conmigo tampoco lo hiciera. La vida de los demás fue tema sagrado para mí. Y compartí el pan, la mesa, el mate cocido, lo que él tenía para brindarme porque él también venía a mi casa a tomar el té con bizcochitos Canale.
Comentario
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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