Voy a contarles una historia muy peculiar y contradictoria, la realidad de mi vida en aquel sentimiento generalizado que todos repudiaban. Mi nombre es Fausto Ramandino, tengo setenta y tres años. Ahora estoy sentado sobre un puente rememorando con nostalgia tantos episodios de mi vida. Me doy cuenta de que en mi caso se comprueba el destino pero aún y con mi experiencia no sé si me salvaré de la sentencia que se personifica en esos episodios que siempre llegan a mí después de la botella de turno.
Preparo la mesa, siempre dos copas, aunque este solo, es el mecanismo junto a la música y un traje, eso sí, tengo que estar presentable todo el tiempo, todo lo que guardo a mi favor es la fe. Espero no herir ningún sentimiento, la opinión de la sociedad sobre el compulsivo consumo del alcohol, es sólo mi convicción y mi circunstancia, causa celestial desplegada en una copa, a veces recuerdos aislados, traslados maravillosos con la melodía, entre otras de las virtudes que concede.
Las mujeres casi siempre temen a esta clase de bebedores, pero en realidad son estos los únicos capaces de concederles sus sueños y es que recuerdo, sí, recuerdo tanto. Una noche decembrina cuando caminaba tratando de internarme en otra cosa que no fuera ese domingo tropecé con una mujer. Yo estaba metido en un sobretodo tan flaco y despeinado que ella se impresionó e hizo una señal como si tenía que peinarme pero no le preste atención a aquello. Mis razones más perentorias de amor se hacían presentes cada vez que me internaba en su aspecto. Toda mi atención estaba en sus pecas, pocas, circunferentes, acentuadas y esparcidas por todo su rostro blanco.
El cabello total resaltaba, sus ojos grisáceos sobre unos labios carmesí que me provocaban morder a la primera vista. Había cierta inocencia que entendía que tenía que ser el arma más peligrosa de que ella disponía. Pero como me gustaba el peligro y las consecuencias de todos mis riesgos dejé pues que la seducción silenciosa me arrastrara cada vez más pareciéndole un esclavo. Fue cuando me dijo que si no la mataba me correspondería. Allí le declamé algunos poemas, estaba oscuro, de madrugada, y le supliqué compromiso eterno, ella en un principio trató de evadirme, escapando entre otras parejas que la distraían, no sabia su nombre pero le dije que la amaba. A los seis meses era mi esposa.
Fue una transición corta pero llena de magia, luego medité las consecuencias del hallazgo y no pude convencerme a mí mismo de tenerla al observarla desnuda, hermosa, a mi lado. Y es que casi nunca mi intuición me ha fallado, era la hora y el instante perfecto, y aunque la neblina y el alcohol de la noche me perturbaban un poco estuve tan decidido y seguro que tenía la certeza de que resultaría. Los primeros años fueron majestuosos, tuvimos dos hijos, Sofía y Jonathan, viajábamos cada seis meses hasta que un día travieso, tragicómico, me reclamó, osó desafiante alejarme de mi pasión. Era el momento en que saciaba mi sed espiritual. Momento en que nadie puede intervenir y ella trató de hacerlo.
Y es que sí, cierto, tenia la tendencia al alcoholismo, pero siempre el fue mi amigo inseparable. Él me ayudo a escribir dos libros que ganaron el reconocimiento de todo el mundo. La pluma no deslizaba, no derramaba ningún pensamiento sin esos sorbos que ella decía eran desmedidos, en noches de tantas convulsiones conscientes. Mi cuerpo físico se alineaba sin dificultad al astral y un juego de descripciones se vertía siempre haciendo esbozos de cuanto me encontraba.
Reflexionando le expliqué, le dije que en nuestro primer encuentro estaba ebrio, sin el alcohol en mis venas, no le hubiese podido decir mis frases, tocarla de la forma en que la tocaba y hacerla enloquecer como lo hacía. Me posesionaba una timidez que se liberaba de a poco en los sorbos continuos, pero se fue y no me entendió. Quería ponerme en una prueba extraña, siempre rogando que me buscara otras razones y me mostró su arma, un video en el que era el protagonista: Yo tambaleante tratando de besar a una desconocida en la calle, durmiendo en una alcantarilla llena de botellas, pateando un perro y asfixiándolo. Sentí una terrible humillación, yo que ese día había salido de traje y corbata me vi casi desnudo y descalzo, pero sus argumentos no me intimidaron y preferí alejarme sin decir nada.
Quedé solo, viciado por el piano y en la copa de vino recordé melodías de Ravel, mis manos se convirtieron en prodigio, fue un extenso preludio hasta el amanecer. Nadie sabe cómo sucede, pero sucede, y lo hago solo, sin tambalearme, sin adoptar personalidades agresivas, porque patear un perro puede ser una acción defensiva, tratar de besar a una desconocida un acto de amor, aunque tengo que admitir que me levantaba mal, que mi cuerpo degeneraba y que los dolores me hacían pasar el día buscando un baño.
La demora estaba cercenada por miles de miradas que desde el cielo creía ver, personas en los costados que no eran más que la etapa de alucinación severa, una nada como burbuja alrededor de la boca y esa extraña apetencia por los dulces en las tardes. Reconocí de mi esposa la mujer más escultural, fanática de lo imprevisto, buena madre y buena amante entre otras de sus tantas virtudes. Ya en el atardecer perdía el control de mis movimientos pero ponía mi peso del lado vulnerable al equilibrio y caminaba, pero mis hijos siempre me topaban justo y cuando apoyándome con un nuevo bastón le sonreía a los espejos al ver mi horrible rostro, con esas náuseas sangrantes, nada que me sorprendiera, mi sentido del humor por más que la vida quería nunca había sido afectado y después de mis exposiciones gástricas en el piso con mi dedo índice escribía feliz.
Me pregunté entonces, y de nuevo, por qué su negativa al entendimiento, sin el alcohol nunca hubiese podido, primero, porque nunca he creído en nada y él me ayudo a sensibilizarme, a creer en las magias con su efecto prodigioso, a desinhibirme de idiotas preceptos. Con él la vida se plasma en esperanza, aunque el castigo como todas las cosas lo tienen, sea la represalia en el desgaste del tiempo, sea este cáncer insoportable en el estomago, impotencia, mareos, alucinaciones atroces.
Hoy sobrevivo a una crisis alimenticia, aquí habría llegado con mi esposa si le hubiese gustado participar en mis momentos malos… Sé que empecé a tomar actitudes sospechosas, extraviadas, de difícil clasificación, otro cincuenta por ciento eran hormigueos, sudoraciones como si hubiese hecho enormes esfuerzos físicos, pero creo que todo tiene un precio y estoy dispuesto a pagar el mío con un brindis a la salud de aquella vida de logros majestuosos, inimaginables para mi sobriedad, cómo puedo ser ajeno a quien me dio su mano.
Hoy iré al hospital, debo aprende a existir con los dolores, me pondré a repasar mis experiencias para pasar el tiempo, por lo tanto serán más llevaderas las quimioterapias con estos ejercicios.
Sólo me queda un agradecimiento desde lo más profundo de mí ser al líquido extraído de las magias más profundas y extrañas, cinco mil años de mezclas sanguíneas. Es que yo pude ser en las actividades cotidianas. Gracias alcohol, comprendo como es de esperar que la muerte siempre está por ahí, cerca, mirándonos y todos generalmente le huyen, yo no, yo irrumpo en su memoria con otro sorbo impensable para mi familia. Tratando de contener mi vida un poco más, obviamente lo que más me molesta es que en casa no me dejen explicarle algo que yo muy bien conozco, por ello me condeno voluntariamente a la soledad.
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