Vicente Antonio Vásquez Bonilla
Para la fiesta de hoy, todos los jóvenes del reino fueron invitados. La mayoría de los asistentes, recién bañados, lucen sus mejores galas y los que no se bañaron pretenden disimularlo con olorosas fragancias.
El Rey, la Reina y el Príncipe ingresan al salón con la solemnidad que los caracteriza y ocupan sus respectivos tronos. El Rey pasea su mirada a lo largo y ancho del recinto, como si comprobara la asistencia de todos los convidados y luego, ante los atentos ojos de los cortesanos, se pone de pié, y en el instante en que va a dar la orden para que la orquesta ejecute la primera melodía, hace su ingreso una bella y joven dama. El silencio que reinaba en ese momento de expectación, es roto por un rumor de asombro. La admirable aparición ha acaparado las miradas de los asistentes y el Rey, que no es inmune al hechizo, retrasa por algunos segundos la esperada orden, mientras el príncipe se pone de pié con manifiesto interés.
El soberano, repuesto de la agradable sorpresa, ordena que de inicio el baile y el príncipe sin vacilación llega hasta donde está la bella desconocida y la invita a danzar.
La totalidad de las damas bailan, pero cualquier observador se daría cuenta que la envidia ha hecho presa de ellas. Todas tenían la ilusión de danzar con el príncipe y de ser posible cautivar su corazón, pero éste, no da señales de querer apartarse de la que consideran forastera e intrusa. Sin embargo, hay dos hermanas poco agraciadas de cuerpo y alma que creen saber quién es la inoportuna y en sus corazones crece el odio.
—¡Ves, esa es nuestra hermanastra!
—Tienes razón, ¡es la maldita!
—¡Desgraciada!, pero ya verá cuando lleguemos a casa.
Mientras tanto, la fiesta continúa. El príncipe luce feliz y es observado con agrado por el Rey, mientas la Reina no pierde detalle del atuendo de la bella dama.
Los hombres que observan la belleza de la joven, sólo tienen ojos para admirar sus perfectas facciones, eso es todo y basta. Las damas, más detallistas, estudian cada pormenor de su hermoso vestido, el perfecto peinado, el sin igual maquillaje y las bellas zapatillas de cristal. Debido a la perfección de su vestuario y sus afeites, cualquiera pensaría que no fueron hechos por manos humanas, quizás por el mágico don de alguna hada.
Y la chica, no se diga, disfruta de cada vals, de cada mazurca y no tiene ojos para nadie, sólo para el apuesto príncipe.
Pareciere ser que ese momento mágico durará para siempre, pero cuando el reloj comienza a pregonar la media noche, la concurrencia observa con sorpresa, cómo la dulce desconocida, se aparta del príncipe y emprende frenética carrera. Algunos piensa en la posibilidad de que el príncipe le haya hecho alguna proposición indecorosa, lo que habría disgustado a la joven; otros creen que lleva urgencia de llegar al baño. Pero no, sale presurosa del palacio y se pierde de vista.
El heredero del reino olvida por un momento su calidad y actúa como cualquier vulgar plebeyo, tratando de alcanzar a la fugitiva, pero sin éxito, sólo pudo recoger una de las zapatillas que quedó abandonada en las gradas de la salida del palacio.
El resto de la fiesta fue de tristeza para el príncipe, de regocijo para las dos envidiosas hermanas y de desilusión para el resto de jóvenes damas, pues el príncipe ya no bailó más y todas se quedaron con el deseo de ser la escogida para el deleite del heredero real en su presunta noche de bodas.
Después de la fiesta se reunió la familia real y tras larga y concienzuda deliberación, salió la disposición de localizar a la descuidada dama. Para ello, contaban con la zapatilla, por el tamaño de la misma, varios opinaban que podría pertenecer a alguna dama japonesa. Pero el príncipe dijo con autoridad que no, que él había bailado con la señorita y que le constaba que los ojos correspondían a una nativa de la comarca y que él, personalmente dirigiría la búsqueda.
Todas la damas del reino en edad de merecer se lavaron lo pies, se cortaron las uñas y se echaron talcos desodorantes (Según los historiadores, ahí nació la expresión: hacerse los pies), con la esperanza de que la zapatilla les quedara como anillo al dedo. Después de todo, en días ordinarios, ninguna andaba vestida como para ir a fiesta alguna y podía guardar la esperanza de agradar al príncipe y sacarse la lotería.
Las pesquisas se llevaron más del tiempo previsto, pues cada dama hablaba más de la cuenta tratando de embaucar al delfín y a sus sacristanes de amén. Pero como la perseverancia da fruto, llegaron a la casa en donde viven las dos hermanas envidiosas y aunque ellas trataron de esconder a la que hacía las veces de sirvienta y a quien de cariño llamaban cenicienta, ésta fue descubierta.
El príncipe sonrió de nuevo, como no lo había hecho en muchos días, olvidó las fatigas de la búsqueda y para felicidad de la Reina, le compró la otra zapatilla de cristal.
Comentario
Sencillamente MARAVILLOSO !!...pasé un lindo momento leyendo tu cuento. Me gustó mucho Vicente, te sigo amigo.
Elisa
Buen giro, seguramente debes haber platicado con mi domadora quien te sugirio el final, ya que en no pocas ocasiones me ha dicho que de ser ella la mamá hubiera preferido un par de zapatos más a una nuera correlona.
saludos
sos
Tere linda: Espero que lo que me dices no sea puro cuento o sólo porque me quieres.
Gracias por tu lectura y tus amables palabras. Besos, Chente.
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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